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Ye Wenjie

 Wang se quitó el traje y el casco de realidad virtual. Tenía la camiseta

empapada de sudor, como si acabara de despertar de una pesadilla. Salió del

centro de investigación, subió al coche y condujo hasta la dirección que Ding Yi

le había dado: el domicilio de la madre de Yang Dong.

 «Era caótica, era caótica, era caótica…».

 Su cerebro no paraba de darle vueltas a esa idea. ¿Cómo era posible que el

recorrido del sol en el mundo de Tres Cuerpos no fuera regular? La órbita de un

planeta podía ser más circular o más elíptica, pero siempre periódica; la falta de

regularidad era imposible.

 Se enfadó consigo mismo porque era incapaz de alejar de su mente aquellos

pensamientos, e incluso trató de sacudírselos físicamente moviendo con fuerza la

cabeza. Pero fracasó.

 «Era caótica, era caótica, era caótica… ¡Demonios! Ya está bien de darle

vueltas… ¿Por qué no puedo dejar de pensar en esto?».

 Muy pronto supo darse una respuesta. En el transcurso de los mismos años

que hacía que él no se entretenía con ellos, los videojuegos habían evolucionado

enormemente. Los de su época de estudiante no tenían gráficos tan vívidos ni

incluían efectos multisensoriales. Con todo, Wang sabía que la profunda sensación

de realismo de Tres Cuerpos no se debía a ellos.

 Aún recordaba la vez en que, durante su tercer año de universidad, el profesor

de Teoría de la Información había llevado a clase dos imágenes. La primera,

 enorme y llena de detalles minuciosamente elaborados, era la famosa pintura de

la dinastía Song Escena a la orilla del río en el Festival de la Claridad Pura. La

segunda correspondía a una fotografía del cielo en un día despejado, una gran

extensión azul apenas interrumpida por dos nubes casi transparentes. El profesor

les había preguntado qué imagen contenía más información. Sin duda la segunda,

pues la cantidad que ofrecía (su entropía) era varios órdenes de magnitud mayor

que la de la pintura.

 En Tres Cuerpos era lo mismo. Una enorme cantidad de información se

hallaba escondida en su más profundo interior. Wang era capaz de sentirlo, aunque

no de articularlo. De pronto se dijo que los diseñadores de Tres Cuerpos hacían

lo opuesto a los creadores de los demás videojuegos: si la mayoría mostraba la

mayor cantidad de información, a fin de dar una impresión de realismo, ellos

trabajaban para comprimirla, como si tratasen de esconder una realidad mucho

más compleja, justo como aquella foto del cielo, aparentemente vacía.

 Volvió a recordar aquel mundo.

 «¡Las estrellas fugaces! Ellas deben de ser la clave oculta. A veces se ve una,

otras veces dos, o tres… ¿Qué es lo que señalan?».

 Justo cuando lo pensaba, llegó a su destino.

 Al pie del bloque de apartamentos vio a una anciana delgada y con el pelo

cano. Tendría unos sesenta años. Llevaba gafas de montura gruesa y trataba de

subir las escaleras con una cesta repleta de verduras en la mano. Supuso que era

ella a quien iba a visitar, y lo confirmó tras un breve intercambio: en efecto, se

trataba de Ye Wenjie, la madre de Yang Dong.

 La mujer se mostró feliz y agradecida por la visita. Wang estaba habituado a

tratar con ancianos intelectuales como ella. Los años apagaban todo vestigio de

vehemencia y dureza en sus personalidades, dotándolos de una actitud tan

apacible como la tranquila superficie del agua.

 Le llevó la cesta hasta el piso. Al entrar, le sorprendió que en el interior no

reinase la calma. Había tres niños jugando. El mayor tenía unos cinco años,

mientras que el más pequeño apenas comenzaba a caminar. Ye Wenjie le contó

que se trataba de los hijos de sus vecinos.

 —Les encanta venir a jugar aquí. Aunque es domingo, los padres tienen que

trabajar y me los dejan… ¡Oh!, Nan Nan, ¿ya has terminado el dibujo? Qué

bonito… ¿Qué título le ponemos? ¿«Patitos al sol»? La abuela te lo escribe.

 Así… Y ahora, la fecha: «Nueve de junio, obra de Nan Nan». ¿Qué queréis que

os haga de comer? Yang Yang, ¿quieres berenjenas fritas? Vale. Nan Nan, ¿tú

quieres habas como ayer? Está bien. ¿Y tú, Mi Mi? ¿Carne? Uy, no, tu madre me

ha dicho que no puedes comer tanta carne, que no la digieres bien. Mejor

pescado, ¿de acuerdo? Mira el pescado tan grande que ha traído la abuela…

 Viéndola tan a gusto con aquellos niños, Wang comprendió que le habría

gustado tener nietos. Sin embargo, incluso si Yang Dong hubiera seguido con vida,

¿habría querido dárselos?

 La anciana se llevó la compra a la cocina.

 —Xiao Wang —le dijo a él al volver, usando el diminutivo familiar—,

déjame que primero lave la verdura. Hoy en día usan tantos pesticidas, que tengo

que dejarla al menos dos horas en remojo antes de dársela a los niños… ¿Por qué

no echas un vistazo al cuarto de Dong Dong?

 Aquella invitación, expresada de forma tan natural al final de la frase, lo

inquietó. Claramente, la anciana había adivinado el verdadero motivo de su

visita. Sin embargo, acto seguido se metió en la cocina sin volver a mirarle, y al

hacerlo le ahorró el bochorno. Se sintió profundamente agradecido de que fuera

tan considerada.

 Wang se abrió paso entre los niños, que jugaban alegremente, y avanzó hasta

la habitación que le había señalado. Al llegar a la puerta se detuvo, presa de un

extraño sentimiento. Era como si hubiera vuelto a sus ingenuos y fantasiosos años

de juventud. Desde lo más profundo de su memoria emergió una frágil melancolía,

pura y tenue como el rocío de la mañana. Contenía, teñidos de rosa, sus primeros

desengaños.

 Empujó la puerta suavemente y fue sorprendido por la débil fragancia que

impregnaba la habitación: era el aroma del bosque. Parecía haber entrado en la

cabaña de un guarda forestal. Las paredes estaban cubiertas de tiras de corteza de

árbol y, a modo de taburetes, había tres tocones desnudos y sin adornos. El

escritorio lo conformaban otros tres tocones juntos, y tanto el marco como el

cabezal de la cama estaban revestidos de Carex meyeriana, la hierba típica del

noreste de China, la misma con que la gente rellenaba los zapatos para proteger

los pies del frío.

 Todo se apelotonaba de forma tosca y aparentemente descuidada, sin rastro de

cualquier pauta estética. El trabajo de Yang Dong estaba tan bien remunerado, que

podría haberse permitido una casa en una urbanización de lujo; sin embargo, ella

había preferido vivir allí con su madre.

 Se acercó al escritorio. Ninguno de los objetos que había sobre él daba pistas

de que hubiera pertenecido ni a una mujer ni a una científica. Quizá nunca los

hubo. Quizá se los habían llevado.

 Lo primero que le llamó la atención fue una fotografía en blanco y negro en un

marco de madera. Era un retrato de la madre y su hija. Yang Dong no era más que

una niña y Ye Wenjie se había tenido que acuclillar a su lado para quedar a su

altura. Un fuerte viento les enredaba el pelo. El fondo de aquella imagen resultaba

curiosa: era una especie de reja metálica flanqueada por gruesas estructuras de

acero; a través de ella se adivinaba el cielo. Wang dedujo que debía de tratarse

de algún tipo de antena parabólica, tan grande que la foto no la abarcaba en su

conjunto. La mirada de la niña transmitía tal miedo que a Wang se le encogió el

corazón. Parecía aterrorizarle el mundo que tenía ante sus ojos.

 Después se fijó en un grueso cuaderno que había en un rincón. De entrada, no

supo determinar de qué material estaba hecho, pero luego vio que en la cubierta

decía «Cuaderno de abedul de Yang Dong». Estaba escrito con bolígrafo y letra

infantil. En lugar de usar el carácter correcto, la palabra «abedul» estaba en el

alfabeto pinyin. Los años habían amarilleado el blanco plateado de las cortezas

que hacían de portada y contraportada. Extendió el brazo para cogerlo, pero luego

dudó un instante.

 —Adelante, ábrelo —le dijo la anciana desde la puerta—. Contiene dibujos

de cuando Yang Dong era pequeña.

 Wang tomó el cuaderno y lo hojeó lentamente. La madre había escrito las

fechas de cada dibujo, justo como había hecho con el del niño en la sala. En base

a ellas, Wang dedujo con extrañeza que Yang Dong debía de tener unos tres años

al pintarlos. Se dijo que los niños de esa edad eran capaces de trazar figuras

humanas y objetos con formas claras. Sin embargo, los dibujos de Yang Dong

seguían siendo garabatos. Parecían reflejar una rabia contenida, el deseo

frustrado de expresar algo. Y esos sentimientos no eran nada habituales en una

niña tan pequeña.

 Ye Wenjie se sentó en el borde de la cama con la mirada perdida en aquel

cuaderno. Su hija había muerto allí mismo, mientras dormía. Wang se quedó a su

lado. Jamás había sentido un deseo tan intenso de compartir la pena de alguien.

 La mujer tomó el cuaderno de sus manos y se lo llevó al pecho.

 —Nunca supe educarla con conocimientos apropiados para su edad —susurró

—. Ya de muy pequeña, le hablaba de temas demasiado teóricos y extremos. La

primera vez que me contó su interés por la teoría abstracta, le dije que aquel no

 era un campo fácil para una mujer. «¿No lo consiguió Madame Curie?», replicó

ella. Yo le dije que Madame Curie nunca fue aceptada realmente en ese mundo,

que su éxito solo se consideraba el fruto de su insistencia y su esfuerzo, que de no

haber sido ella, otra persona habría realizado el mismo trabajo. Que aun teniendo

en cuenta los logros de Wu Chien-Shiung, que fueron incluso mayores, seguía sin

ser un ámbito para las mujeres. El pensamiento femenino es distinto al masculino;

ni mejor ni peor, sino distinto, y ambos son igualmente necesarios en el mundo.

 »Dong Dong nunca me llevó la contraria en eso. Más tarde descubrí lo

diferente que era. Por ejemplo, si le explicaba una fórmula, cuando otros niños

hubieran dicho "¡Oh, qué chulo!", ella exclamaba: "¡Pero qué preciosidad,

menuda elegancia al desarrollarse!". Y lo hacía con la misma cara que pondría si

estuviera admirando una flor.

 »Su padre dejó algunos discos, y ella los escuchó todos, de principio a fin,

convirtiendo una pieza de Bach en su favorita. La ponía una y otra vez, y eso que

no era la clase de música que suele cautivar a una niña… Al principio pensé que

la había escogido por capricho, pero ella me dijo que, cuando la escuchaba,

imaginaba a un gigante construyendo un gran edificio de muchas habitaciones.

Que, poco a poco, según sonaba la música, el gigante iba añadiendo habitáculos a

la estructura y que la pieza finalizaba con el edificio terminado.

 —Puede usted estar orgullosa de haber sido una excelente maestra para su

hija —dije.

 —No… Fracasé. Su mundo era demasiado simple. Tan solo tenía teorías

etéreas. En cuanto comprendió que se desmoronaban, no tuvo nada a lo que

aferrarse para seguir viviendo.

 —Profesora Ye, no puedo estar más en desacuerdo con eso. En los últimos

tiempos, están ocurriendo ciertos acontecimientos inexplicables que escapan a

toda imaginación y suponen un reto sin precedentes para la mayoría de nuestras

teorías. Yang Dong no ha sido la única; muchísimos científicos de este mundo han

terminado con sus vidas al verse superados del mismo modo por las

circunstancias.

 —¡Pero las mujeres deben ser como el agua y saber fluir por encima y a

través de todo…!

 En el momento de despedirse, Wang recordó el otro propósito de su visita: su

deseo de observar el fondo cósmico de microondas.

 —Ah, sí, eso. En China hay dos lugares donde se investiga ese tema. Uno es

un observatorio de Urumqi; tengo entendido que se trata de un proyecto del Centro

de Observación del Ambiente Espacial de la Academia de las Ciencias China. El

otro queda muy cerca de aquí. Es un observatorio radioastronómico del Centro

Astronómico Nacional, a cargo del de la Academia de las Ciencias China y del

Centro de Astrofísica de la Universidad de Pekín. El de Urumqi realiza

observaciones sobre el terreno, mientras que el otro se dedica a recopilar los

datos que recibe de los satélites, que son mediciones mucho más completas y

fiables. Una exalumna mía trabaja allí; espera, voy a llamarla.

 Fue a buscar el número y lo marcó en el teléfono. La conversación que

mantuvo pareció transcurrir con naturalidad.

 —Ya está todo listo —le dijo a Wang después de colgar—. Déjame que te dé

la dirección. Puedes visitarla en cualquier momento, se llama Sha Ruishan y

mañana tiene turno de noche… No es tu campo de investigación, ¿verdad?

 —No, lo mío es la nanotecnología. Esto es… para otra cosa.

 Wang temió que la anciana siguiera interrogándolo, pero no fue así.

 —Xiao Wang, estás un poco pálido, ¿no? —advirtió ella—. ¿Te encuentras

bien? —añadió, con cara de preocupación.

 —No es nada, no se preocupe.

 —Aguarda un poco —dijo ella, sacando una cajita de madera de un armario.

 Wang vio, por la etiqueta, que se trataba de ginseng.

 —Un viejo amigo mío, soldado de la base, me visitó hace unos días y me

trajo esto —continuó la anciana—. Es cultivado, tranquilo, nada del otro mundo.

Como tengo la tensión alta, no puedo tomarlo, de modo que llévatelo, anda. Lo

puedes laminar y echarlo en el té. ¡Ay, con esa cara tan pálida, está claro que

necesitas energía! Todavía eres joven, pero tienes que empezar a cuidarte…

 Wang aceptó el obsequio, temblando de emoción. Sentía como si su corazón,

maltratado y vapuleado los dos días anteriores casi hasta el límite de lo

soportable, descansara ahora sobre un mullido cojín de plumas de ganso.

 —Profesora Ye, le prometo que, a partir de hoy, vendré a verla siempre que

pueda.