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Tres Cuerpos: El rey Wen de los Zhou y la noche eterna

 Marcó el número de Ding Yi. Solo cuando este contestó, se dio cuenta de que

ya era la una de la mañana.

 —Soy Wang Miao. Disculpe que lo llame tan tarde.

 —No se preocupe. De todos modos, no lograba conciliar el sueño.

 —He visto algunas… cosas, y quisiera que me ayudara. ¿Sabe si hay en China

algún organismo que se dedique a observar el fondo cósmico de microondas? —

Sintió el impulso de contarle todo lo que sucedía, pero se dijo que era mejor que

nadie más conociera la cuenta atrás.

 —¿El fondo cósmico de microondas? ¿Por qué le interesa el tema de repente?

Parece que, en efecto, ha visto… cosas… ¿Ya ha visitado a la madre de Yang

Dong?

 —Pues… de verdad que lo siento, se me olvidó…

 —No pasa nada. Últimamente, en el mundo de la ciencia son muchos los que,

como usted, ven cosas y se despistan con facilidad. Pero es mejor que la visite, ya

está muy mayor y se niega a tener en casa a alguien que la ayude. Seguro que

podrá echarle una mano en alguna tarea que requiera esfuerzo físico… Ah, y

también puede preguntarle acerca del fondo cósmico de microondas. Antes de

jubilarse se dedicaba a la astrofísica, de modo que está familiarizada con los

organismos que realizan esa clase de investigaciones en China.

 —Perfecto. Sí, iré a verla hoy mismo, después del trabajo.

 —Se lo agradezco. Ya soy incapaz de enfrentarme a nada que me recuerde a

Yang Dong.

 Tras la llamada, Wang Miao se sentó frente al ordenador e imprimió la tabla

de código morse. Solo entonces logró calmarse lo suficiente como para olvidar

momentáneamente la cuenta atrás y poder pensar en Fronteras de la Ciencia, en

Shen Yufei y en aquel videojuego. Si algo sabía de esa mujer era que no le

gustaban los juegos de ordenador en línea. Sus palabras, tan sucintas como las de

un telegrama, le inspiraban una frialdad distinta a la de otras mujeres, que lo

usaban como escudo tras el cual esconderse. Aquella frialdad emanaba de todos

sus poros.

 Por alguna extraña razón, su subconsciente la relacionaba con el obsoleto

sistema operativo DOS: una inmensa pantalla en negro con tan solo un escueto

C:\> y un cursor intermitente. La información que se introducía era la que

devolvía, sin una letra de más, ni nada que cambiara. Ahora sabía que, detrás de

aquel C:\>, no había más que un abismo insondable.

 ¿Realmente estaba interesada en un videojuego que encima requería un traje

de realidad virtual? No tenía hijos, así que aquel traje tuvo que haberlo comprado

expresamente. La sola idea resultaba ridícula.

 Escribió la dirección del juego en el navegador. Era tan sencilla que aún la

recordaba: www.3cuerpos.net. La página indicaba que, para acceder a ella, era

necesario el traje de realidad virtual. Wang recordó que en la sala de descanso

del centro de investigación había uno, de modo que se dirigió al vestíbulo

desierto y cogió las llaves del puesto de seguridad. Ya en la sala, tras pasar

varias mesas de billar y máquinas de pesas, halló el traje junto a un ordenador. Se

lo abrochó como pudo, se puso el casco y encendió el ordenador.

 Inmediatamente después de conectarse a la dirección, se halló en una

desolada llanura al amanecer. Era parduzca y costaba distinguir sus detalles. En

la distancia, una línea de luz blanca asomaba por el horizonte. El resto del cielo

estaba cubierto de estrellas brillantes.

 De pronto, se produjo una gran explosión. Dos enormes montañas de color

rojo cayeron sobre la tierra, en la lejanía. La llanura quedó bañada de una luz

roja. Cuando finalmente se hubo disipado la polvareda, Wang vio que se trataba

de dos palabras gigantescas:

 TRES CUERPOS

 Acto seguido, apareció una pantalla de registro. Él creó el identificador de

usuario «Navegante» y se conectó.

 La llanura permanecía inalterada, pero ahora los compresores del traje de

realidad virtual entraron en funcionamiento, y Wang sintió un aire gélido contra su

piel. De pronto, vio a dos personas andando. Sus oscuras siluetas se recortaban

contra la luz del amanecer. Corrió hacia ellas.

 Se trataba de dos hombres. Vestían unas túnicas agujereadas, que cubrían con

la sucia piel de algún animal, y blandían sendas espadas de bronce, cortas y de

hoja ancha. Uno de ellos cargaba, a su espalda, un estrecho baúl de madera que le

llegaba a medio cuerpo. Se volvió hacia Wang. Tenía la cara tan sucia y arrugada

como la piel con que se cubría. Sin embargo, su mirada era viva y penetrante. Las

pupilas le brillaban con la luz del alba.

 —¡Qué frío hace! —exclamó.

 —Sí, es verdad —contestó Wang.

 —Estamos en el período de los Reinos Combatientes; soy el rey Wen de los

Zhou[6].

 —¿El rey Wen no es de una época mucho anterior?

 —Ha sobrevivido hasta ahora, así como el rey Zhou de los Shang[7].

 —Yo soy seguidor del rey Wen —dijo el otro hombre, que no llevaba nada a

la espalda—. Mi nick es precisamente «SeguidorDelReyWen». El tipo es un

genio…

 —Mi nick es Navegante. ¿Qué llevas a la espalda?

 El rey Wen de los Zhou puso el baúl en el suelo, en posición vertical, y abrió

uno de los lados a modo de portezuela. Dentro había cinco compartimentos

conectados. Aun bajo aquella tenue luz, Wang vio que contenían distintas

cantidades de arena, que caía de un compartimento al siguiente a través de un

pequeño agujero.

 —Es un reloj. Cada ocho horas se le termina la arena. Tres vueltas son un día.

El problema es que suelo olvidarme de darle la vuelta y necesito que Seguidor me

lo recuerde.

 —Parecéis embarcados en un viaje muy largo, ¿es necesario llevar un

armatoste tan pesado?

 —¿Y cómo iba a medir, si no, el tiempo?

 —Un reloj de sol sería mucho más ligero. O también podríais observar

 directamente el sol para saber la hora aproximada.

 El rey Wen y Seguidor se miraron, extrañados. Luego, simultáneamente, se

volvieron hacia él y lo observaron como si fuera idiota.

 —¿El sol? ¿Cómo vamos a saber la hora mirando al sol? ¡Estamos en una era

caótica!

 Wang quiso preguntar el significado de aquel extraño término, pero Seguidor

comenzó a quejarse lastimeramente:

 —¡Me muero de frío!

 Wang también sintió la baja temperatura, pero sabía que no podía quitarse el

traje. En la mayoría de juegos, eso comportaba la expulsión automática y la

eliminación de su identificador de usuario por parte del sistema.

 —Estaremos mejor dentro de poco, en cuanto salga el sol.

 —¿Te crees un adivino? ¡Ni el rey Wen puede predecir el futuro! —replicó

Seguidor, sacudiendo la cabeza con desprecio.

 —Es pura lógica; todo el mundo sabe que el sol saldrá en un par de horas —

dijo Wang, señalando el horizonte.

 —¡Estamos en una era caótica!

 —¿Y qué es una era caótica?

 —Toda época que no sea una era estable —respondió el rey Wen con el tono

de quien alecciona a un niño.

 En ese momento, la luz del horizonte desapareció y todo quedó sumido en una

profunda oscuridad solo rota por las estrellas, que de pronto brillaron con mayor

intensidad.

 —¿Así que estaba anocheciendo?

 —¡No! —replicó Seguidor—. ¡Estaba amaneciendo! Pero el sol no siempre

sale por la mañana. Así son las eras caóticas.

 A Wang ya le costaba soportar el frío.

 —Parece que aún tardará en salir. —Señaló hacia el borroso horizonte con

los dientes castañeteándole.

 —¿Cómo puedes estar tan seguro? No hay manera de saberlo. Ya te lo he

dicho, estamos en una era caótica. —Seguidor se volvió en dirección al rey Wen

—. ¿Puedo comerme una sardinita?

 —De ninguna manera —sentenció el rey Wen. Su tono zanjaba cualquier

objeción—. Apenas quedan para mí. Soy yo el que debe llegar con vida a

Zhaoge[8], no tú.

 Mientras hablaban, Wang advirtió que el cielo se iluminaba. Aunque no estaba

muy seguro de su posición con respecto a los puntos cardinales, le pareció que lo

hacía por otra parte del horizonte. El cielo fue esclareciéndose hasta que el sol

irrumpió en aquel mundo. Era pequeño y azulado, como una luna especialmente

brillante. Wang se sintió menos aterido conforme fue distinguiendo el paisaje que

lo rodeaba.

 Pero el día no duró. Después de trazar una breve elipse, el sol se puso. La

noche y el frío volvieron a reinar.

 Los tres viajeros se detuvieron frente a un árbol muerto. El rey Wen y

Seguidor lo derribaron con sus espadas, y empezaron a cortarlo mientras Wang

amontonaba la leña. Entonces Seguidor se sacó un pedernal de la túnica y

comenzó a chocarlo contra su espada hasta que salieron chispas. Muy pronto, el

fuego resultante calentó la parte delantera del traje de Wang. Sin embargo, su

espalda permaneció fría.

 —Deberíamos quemar a algún deshidratado —dijo Seguidor—. Entonces sí

que tendríamos una gran hoguera.

 —¡Ni hablar! —bramó el rey Wen—. Solo un tirano como el rey Zhou haría

algo así.

 —¡Uno de esos que hemos visto tirados por el camino! Total, estaban

despedazados; ni aun rehidratándose, conseguirán revivir… Además, si tu teoría

se confirma, ¿qué importará que quememos unos cuantos? ¡O que nos los

comamos! Son solo un par de vidas, nada en comparación con la trascendencia de

tu teoría.

 —¡Basta de estupideces! Somos personas ilustradas, no hacemos esas cosas.

 Cuando el fuego se extinguió, reemprendieron la marcha. Como no hablaban

mucho, el sistema aceleró el paso del tiempo dentro del juego. El rey Wen dio la

vuelta a su reloj de arena seis veces, indicando que transcurrían tres días, durante

los cuales el sol no asomó ni una sola vez. Ni tan siquiera hubo un mínimo rastro

de luz en el horizonte.

 —Parece como si el sol no fuera a salir nunca más —comentó Wang,

desplegando el menú flotante del juego para echar un vistazo a su barra de vida.

Debido a aquel frío extremo, disminuía rápidamente.

 —¡Otra vez dándotelas de adivino! —le recriminó Seguidor.

 En esta ocasión Wang se le sumó, y ambos exclamaron al unísono:

 —¡Estamos en una era caótica!

 Sin embargo, al poco comenzó a hacerse de día. Sucedió, además, muy

 deprisa: el sol apareció en un abrir y cerrar de ojos. Esta vez era enorme. No

había salido ni la mitad, y ya ocupaba una quinta parte del horizonte visible. Wang

se sintió bañado por unas grandes y reconfortantes oleadas de calor. Pero las

caras del rey Wen y de Seguidor estaban desencajadas de terror, como si hubieran

visto a un demonio.

 —¡Rápido, cobijémonos en alguna sombra! —gritó Seguidor, echando a

correr como el rey Wen.

 Wang los siguió hasta una gran roca rectangular, detrás de la cual se

acuclillaron. Entonces la sombra que proyectaba disminuyó, y la tierra a su

alrededor empezó a brillar, como si ardiera. La escarcha que había bajo sus pies

se evaporó en instantes, pasando de ser dura como el acero a un mar fangoso que

hervía al calor del sol. Wang sudaba.

 Cuando el sol estuvo en posición perpendicular a sus cabezas, se cubrieron

con las pieles, pero, incluso así, la luz se colaba entre los agujeros y se les

clavaba como garfios en la piel. Fueron desplazándose por el perímetro de la

roca hasta cobijarse en la sombra que había aparecido al otro lado.

 Aun después de que el sol se pusiera, el aire continuó siendo húmedo y

cálido. Exhaustos y sudorosos, los tres viajeros se sentaron en la roca.

 —¡Viajar en una era caótica es peor que hacer una travesía por el infierno, no

lo soporto más! —exclamó Seguidor—. ¡Tampoco me queda nada que llevarme al

estómago, y tú no me das sardinas ni me dejas comer deshidratados…!

 —Tu única opción es deshidratarte —dijo el rey Wen, abanicándose con una

esquina de la piel que lo cubría.

 —Bueno… pero no irás a abandonarme, ¿verdad?

 —Por supuesto que no. Prometo llevarte hasta Zhaoge.

 Seguidor se quitó la túnica y se tumbó desnudo en el fango.

 Con el último rayo de sol, que ya había desaparecido tras el horizonte, Wang

observó que del cuerpo de Seguidor comenzaba a emanar líquido. Enseguida

advirtió que no se trataba de sudor. Toda el agua de su cuerpo estaba siendo

expulsada y desaparecía en pequeños remolinos que se filtraban en el barro. Su

figura se ablandaba y perdía la forma, igual que se funde una vela.

 Diez minutos más tarde, el agua de su cuerpo había desaparecido por

completo. Seguidor era ahora un amasijo de piel con forma humana, y tendido en

el suelo. Los rasgos de la cara se le habían desdibujado.

 —¿Está muerto? —preguntó Wang. Recordaba haber visto pellejos similares

a lo largo del camino. Algunos estaban agujereados o les faltaban varias partes.

 Supuso que esos eran los cuerpos deshidratados que Seguidor había mencionado.

 —No lo está —respondió el rey Wen. Tomó el cuerpo deshidratado de

Seguidor, lo limpió de barro y lo extendió sobre una roca. Luego lo enrolló como

si fuera un globo desinflado—. Después de un rato en remojo, volverá a la vida.

Lo mismo que con las setas secas.

 —¿Y los huesos? ¿Se le han ablandado?

 —Sí. Todo su esqueleto se ha convertido en fibra seca. Así es mucho más

fácil de transportar.

 —En este mundo, ¿todos podéis deshidrataros?

 —Sí, claro. Y tú también. De lo contrario, ¿cómo íbamos a sobrevivir a las

eras caóticas? —contestó el rey Wen, y le tendió el cuerpo enrollado de Seguidor

—. Llévalo tú. No lo dejes en el suelo porque lo quemarán o alguien lo engullirá.

 Wang lo agarró y, al comprobar que no pesaba demasiado, se lo puso debajo

del brazo con toda naturalidad.

 Así siguieron su ardua travesía: Wang llevando el cuerpo deshidratado de

Seguidor y el rey Wen cargando el reloj de arena. Como en los días anteriores,

los movimientos del sol de aquel mundo seguían siendo irregulares. Tras una

larga y gélida noche de varios días, podía seguir un día breve pero abrasador, y

viceversa.

 Se ayudaban a sobrevivir. Encendían fuegos para protegerse del frío y se

sumergían en las aguas de los lagos para evitar morir achicharrados. Por suerte,

el juego aceleraba el paso del tiempo, y un mes equivalía a media hora en tiempo

real. Aquello permitía poder viajar en una era caótica.

 Un día, después de una larga noche que, según el reloj de arena, duró casi una

semana, el rey Wen empezó a gritar señalando el cielo nocturno.

 —¡Dos estrellas fugaces!

 Hacía tiempo que Wang se había fijado en esos cuerpos celestes más grandes

que una estrella. A la vista, parecían discos del tamaño de una bola de ping-pong,

que se movían por el cielo a una velocidad lo suficientemente rápida como para

que el ojo humano detectara el movimiento. Sin embargo, era la primera vez que

veía dos juntos.

 El rey Wen le explicó:

 —La aparición de dos estrellas fugaces señala el comienzo de una era estable.

 —No es la primera vez que las vemos.

 —Sí, pero siempre en solitario.

 —¿Y dos son el máximo que puede verse al mismo tiempo?

 —No. A veces tres, pero no más.

 —¿Y si aparecen tres significa que da comienzo una era aún mejor?

 El rey Wen lo miró horrorizado.

 —Pero ¿qué estás diciendo? Tres estrellas fugaces… Reza para que eso no

ocurra…

 Las palabras del rey Wen se cumplieron. La tan esperada era estable dio

comienzo y el sol empezó a salir y a ponerse con regularidad. El ciclo día-noche

terminó estabilizándose en dieciocho horas. La alternancia ordenada de luz y

oscuridad hizo que el clima se suavizara.

 —¿Cuánto dura una era estable? —preguntó Wang.

 —Puede ser tan corta como un día o tan larga como un siglo. Nadie puede

predecir su duración.

 El rey Wen se sentó sobre el reloj de arena y observó el sol de mediodía.

 —Según los registros históricos, la dinastía Zhou del Este gozó de una era

estable durante doscientos años. ¡Ah, quién pudiese haber nacido en aquella

época!

 —¿Y cuánto dura una era caótica?

 —¿No te lo he dicho ya? Una era caótica dura lo que tarde en empezar la

siguiente era estable. Las unas comienzan cuando terminan las otras.

 —Entonces, ¿este es un mundo anárquico, sin pautas definidas?

 —Sí. Las civilizaciones solo pueden prosperar en el clima moderado de una

era estable, así que la mayor parte del tiempo toda la humanidad debe ser

deshidratada y almacenada. Cuando llega una larga era estable, se la revive

mediante la rehidratación. Entonces es cuando se construye y se produce.

 —¿Y cómo puede uno saber que una era estable será larga?

 —Es imposible saberlo. Cuando llega una era estable, el rey toma la decisión

intuitiva de realizar, o no, la rehidratación colectiva. Muchas veces la gente

vuelve a la vida, se plantan cultivos, se construyen ciudades y empiezan a vivir

solo para que, de repente, termine la era estable, y el frío y el calor extremos lo

destruyan todo.

 El rey Wen señaló a Wang. Los ojos le ardían de entusiasmo.

 —Ahora ya conoces el propósito del juego: se trata de emplear nuestro

intelecto para analizar todos los fenómenos y determinar la ruta del sol. De ello

depende la supervivencia de la humanidad.

 —Pero, en base a lo observado, los movimientos del sol son completamente

irregulares.

 —Eso es porque no comprendes la naturaleza fundamental del mundo.

 —¿Y tú sí?

 —Claro. Por eso me dirijo a Zhaoge. Voy a llevarle al rey Zhou un calendario

preciso.

 —¡Pero si en todo el camino no has dado muestras de saberlo!

 —Solo es posible predecir el movimiento del sol en Zhaoge, porque es donde

se unen el yin y el yang. Los calendarios creados allí son los únicos correctos.

 Continuaron viajando bajo las adversas condiciones meteorológicas de otra

larga era caótica, a la que siguieron una breve era estable y otra caótica.

Entonces, por fin, llegaron a Zhaoge.

 De repente, unos grandes estruendos resonaron como truenos. Resultaron

provenir de unos gigantescos péndulos, repartidos por todo Zhaoge, con una altura

de varias decenas de metros. El peso de cada uno era una enorme roca suspendida

con gruesas cuerdas, y todas ellas atadas a un puente que se extendía entre dos

esbeltas torres de piedra.

 Unos grupos de soldados vestidos con armadura los mantenían en movimiento.

Cantaban extrañas consignas y tiraban de unas sogas que pendían de las piedras

para extender el arco de su trayectoria. Wang se fijó en que cada péndulo se

movía en perfecta sincronía. Desde lejos, formaban una estampa fascinante:

parecían un enorme reloj que surgía de la tierra, unos símbolos abstractos que

caían del cielo.

 Aquellos péndulos gigantes rodeaban una pirámide todavía más grande,

erigida en medio de la noche como una majestuosa montaña. Era el palacio del

rey Zhou. Wang siguió al rey Wen por una pequeña entrada al pie de la pirámide;

ante ella patrullaban varios soldados, todos mudos como fantasmas. La entrada

conducía a un largo pasadizo iluminado por antorchas, que se adentraba en la

pirámide.

 —Durante una era caótica, toda la población del país se deshidrata a

excepción del rey, que vela en solitario la tierra estéril —explicó el rey Wen—.

Para sobrevivir, debe resguardarse tras unos gruesos muros como estos, casi

enterrados. Es la única forma de no sucumbir ante las temperaturas extremas.

 Después de andar un largo trecho, llegaron finalmente a la gran sala que se

hallaba en el corazón de la pirámide. En realidad, no era tan grande; a Wang le

recordó a una cueva. Allí, sobre una tribuna iluminada por la tenue luz de las

antorchas, vio a un hombre envuelto en una túnica hecha con las más variadas

pieles. Sin duda, se trataba del rey Zhou. A Wang, en cambio, le llamó la atención

 un hombre vestido completamente de negro. Sus ropajes se confundían tanto con

la oscuridad reinante que su cabeza, muy pálida, parecía flotar.

 —Este es Fu Xi[9] —dijo el rey Zhou a Wang y al rey Wen, presentándoselo

como si ellos siempre hubiesen estado allí y el recién llegado fuese el hombre de

negro—. Según él, el sol es un dios temperamental e impredecible que, cuando

vela, causa las eras caóticas, pero que, al dormir y bajar el ritmo de la

respiración, provoca las eras estables. Fue él quien me sugirió que construyese

estos péndulos que habéis visto ahí fuera, manteniéndolos en constante

movimiento. Afirma que tienen un efecto hipnótico sobre el sol, que son capaces

de sumirlo en sueños más prolongados. Sin embargo, es evidente que hasta ahora

ha estado despierto, y que solo de vez en cuando se ha echado una breve siesta.

 El rey Zhou hizo un gesto con la mano, y sus sirvientes trajeron una vasija de

barro, que colocaron sobre la mesita de piedra que tenía enfrente. Wang vio que

contenía una especie de brebaje. Exhalando un hondo suspiro, Fu Xi tomó la

vasija y comenzó a beber su contenido. Lo engullía a sorbos tan grandes que

sonaba como el latido del corazón de un gigante que se escondiera en las

sombras. Cuando ya se hubo bebido la mitad, se echó el resto sobre el cuerpo.

Acto seguido, tiró el cuenco al suelo y se acercó a un enorme caldero sacrificial

que colgaba sobre el fuego, en un rincón. Entonces se sumergió en él, provocando

una pequeña humareda.

 —Ji Chang —dijo el rey Zhou, dirigiéndose al rey Wen por su nombre de pila

—, siéntate. Enseguida comeremos. —Y señaló el caldero.

 —Estúpido engaño —dijo el rey Wen con desprecio, mirando el recipiente.

 —¿Qué has averiguado sobre el sol? —preguntó con interés el rey Zhou. El

fuego brillaba reflejado en sus ojos.

 —El sol no es un dios. El sol es yang y la noche, yin. El mundo avanza en

función del equilibrio entre esos dos principios opuestos. Es un proceso que no

podemos controlar pero sí predecir.

 Dicho esto, blandió su espada de bronce y, a la luz de las antorchas, trazó

sobre el suelo el símbolo de la dualidad yin-yang. Luego, a su alrededor grabó los

sesenta y cuatro hexagramas del oráculo del I Ching, creando una rueda de

calendario que parecía rodar al compás de las llamas.

 —Alteza, este es el código del universo. Con él seré capaz de ofrendar a su

dinastía un calendario preciso.

 —Ji Chang, me urge saber cuándo llegará la próxima era estable.

 —Enseguida lo predigo.

 El rey Wen se sentó con las piernas dobladas en el centro del símbolo del

yin-yang y levantó la cabeza para observar el techo de la estancia. Su mirada

parecía capaz de traspasar los gruesos muros de piedra de la pirámide,

alcanzando las estrellas. Los dedos de sus manos comenzaron a danzar

frenéticamente, como si fueran los componentes de un complejo aparato de

cálculo. Lo único que rompía el silencio era la sopa del caldero, que hervía como

si el hechicero que en ella se cocía hablara en sueños.

 Por fin el rey Wen se puso de pie. Mirando en dirección al techo, dijo:

 —La próxima será una era caótica de cuarenta y un días de duración. Luego

habrá una era estable de cinco días, a la que seguirán una era caótica de veintitrés

días y una estable de dieciocho. Después vendrá una caótica de ocho días, pero a

su término dará comienzo la larga era estable que su alteza aguarda. Durará tres

años y nueve meses. El clima será tan suave y propicio que resultará una edad

dorada.

 —Primero habrá que verificar tus predicciones iniciales —dijo el rey Zhou,

completamente inexpresivo.

 Wang oyó un estrépito por encima de su cabeza. Un bloque de piedra se había

desplazado del techo para revelar una gran abertura. Cuando cambió de posición,

vio que se trataba de la entrada a un túnel que atravesaba la pirámide. Al final se

veían las estrellas.

 El tiempo del juego se aceleró. Cada pocos segundos de tiempo real, dos

soldados le daban la vuelta al reloj de arena del rey Wen, indicando el paso de

ocho horas en el juego. La abertura del techo destellaba con múltiples luces, y de

vez en cuando un rayo de sol de la era caótica irrumpía en la gran sala. A veces su

luz era débil como la de la luna, y otras proyectaba un cuadrado blanco tan

brillante que oscurecía las antorchas de la estancia. Wang trataba de contar las

vueltas que le daban al reloj de arena. Al cabo de unas ciento veinte veces, el sol

apareció de forma más regular y empezó la primera de las eras estables que se

habían predicho.

 Tras quince vueltas más de reloj, la luz volvió a destellar de forma irregular,

lo que significaba el inicio de otra era caótica. A esta siguieron otra era estable y

otra caótica. Aunque no eran exactas, las fechas de inicio y fin se acercaban

bastante al vaticinio del rey Wen. Al término de otra era caótica de ocho días, dio

comienzo la larga era estable que había predicho. Wang siguió atento al reloj.

Después de veinte días, la luz seguía entrando por la abertura con perfecta

 regularidad.

 El rey Zhou asintió con la cabeza en dirección al rey Wen.

 —Ji Chang, voy a erigir un monumento en tu nombre; uno incluso más grande

que este palacio.

 El rey Wen le hizo una solemne reverencia.

 —Alteza, ¡despertad a vuestra dinastía y dejadla florecer!

 El rey Zhou se puso de pie sobre su tribuna y extendió los brazos como si

quisiera abrazar al mundo. Entonces, empleando una extraña voz de ultratumba,

comenzó a salmodiar:

 —Re-hi-dra-ta-os… Re-hi-dra-ta-os…

 Tan pronto como dio la orden, todos los presentes en la gran sala corrieron

hacia la puerta. Wang siguió al rey Wen, y juntos salieron de la pirámide por el

mismo largo pasadizo por donde habían entrado. Al llegar al exterior, Wang sintió

que el sol de mediodía templaba la tierra. También notó, gracias a una brisa

pasajera, la fragancia de la primavera. Caminaron hasta un lago cercano. La capa

de hielo que anteriormente cubría su superficie se había fundido, y el sol daba

saltos entre las suaves ondas.

 Una columna de soldados comenzó a gritar:

 —¡Rehidrataos! ¡Rehidrataos!

 Marchaban en dirección a un alto edificio de piedra, parecido a un granero,

que se alzaba junto al lago. Wang había visto muchas construcciones como aquella

en el camino hasta Zhaoge. Según el rey Wen, eran deshidratorios, enormes

depósitos en los que se almacenaban los cuerpos deshidratados.

 Los soldados abrieron las pesadas puertas de piedra y comenzaron a sacar

montones de vetustos pellejos enrollados. Los llevaban a la orilla del lago para

luego lanzarlos al agua. Tan pronto como los pellejos tocaban el agua,

comenzaban a crecer. El lago quedó enseguida cubierto por un manto de pellejos

flotantes con forma humana, que absorbía el agua y se expandía. Poco a poco se

convirtieron en cuerpos de carne y hueso, que rápidamente dieron signos de vida.

Uno tras otro, tambaleantes, se ponían en pie dentro del agua, que les llegaba

hasta la cintura, y miraban, con los ojos bien abiertos, aquel mundo soleado.

Parecían despertar de un sueño.

 —¡Rehidrataos! —gritó un hombre. De inmediato halló eco en otras muchas

voces alegres.

 —¡Rehidrataos! ¡Rehidrataos!

 Todos salían del lago y corrían desnudos hasta el deshidratorio. Allí sacaban

 más pellejos y los lanzaban al agua para que más y más cuerpos revivieran y

salieran del lago. El mundo entero volvía a la vida.

 —¡Aaaaah, cielos! ¡Mi dedo, mi dedo!

 Wang vio a un hombre que acababa de revivir, de pie en el lago, llorando

mientras se sujetaba una mano. Le faltaba el dedo corazón y sangraba tanto que

estaba tiñendo el agua de rojo. Otros revividos pasaban por su lado como si tal

cosa, en dirección a la orilla.

 —Considérate afortunado —le dijo uno—. Los hay que han perdido un brazo

o una pierna, a otros las ratas les royeron la cabeza. Si no fuéramos rehidratados

a tiempo, ¡quizás a todos nos hubieran comido las ratas de la era caótica!

 —¿Cuánto tiempo hemos pasado deshidratados?

 —Se nota en la cantidad de polvo que cubre el palacio. Acabo de oír que el

rey ya no es el mismo que antes, pero no sé si es el hijo o el nieto del que había.

 Hicieron falta ocho días para completar la rehidratación de la población al

completo. Al fin, cuando todos los cuerpos almacenados volvieron a la vida, el

mundo renació.

 Durante esos ocho días, pudieron disfrutar de ciclos regulares de día y noche,

cada uno de una duración exacta de veinte horas. Gozando de un agradable clima

primaveral, todos se felicitaban y cantaban las bondades del sol y de los dioses

que guiaban el mundo.

 La noche del octavo día, las hogueras se repartieron por el territorio en mayor

número que las estrellas del cielo. Las ruinas de las poblaciones abandonadas

durante las eras caóticas volvían a estar llenas de luces y ajetreo. Como ocurría

en cada rehidratación masiva, esa noche la gente celebraría hasta el amanecer su

regreso a la vida.

 Sin embargo, el sol no volvió a salir.

 Si bien los relojes indicaban que había pasado el alba, el horizonte

permanecía oscuro. Diez horas más tarde, siguió sin aparecer la más leve señal de

que el sol fuera a despuntar. Aquella noche interminable se alargó durante todo un

día, y luego otro. El frío descendió sobre la tierra como si una mano gigantesca la

aplastara.

 —No perdáis la fe en mí, Alteza, os lo ruego —imploraba el rey Wen, de

rodillas—. Se trata de algo pasajero… He visto cómo el yang del universo se

acumulaba… ¡El sol saldrá en breve y volverá la era estable con su primavera!

 —Empezad a calentar el caldero —ordenó el rey Zhou, suspirando con

resignación.

 —¡Majestad! ¡Majestad! —intervino un ministro, tropezando en la entrada de

la gran sala—. ¡Hay… tres estrellas fugaces en el cielo!

 Aquello provocó una conmoción entre los presentes. El ambiente pareció

congelarse. Solo el rey Zhou permaneció impasible. Se volvió hacia Wang, que

hasta el momento no le había dirigido la palabra, y le preguntó:

 —Todavía no sabes lo que anuncia la aparición de tres estrellas fugaces,

¿verdad? Ji Chang, cuéntaselo tú…

 —Indica la llegada de un largo período de frío extremo, capaz de convertir la

piedra en polvo —dijo el rey Wen tras un profundo suspiro.

 —Des-hi-dra-ta-os… Des-hi-dra-ta-os… —volvió a salmodiar el rey Zhou

con voz grave.

 Fuera, la gente empezó a convertirse en cuerpos deshidratados a fin de

sobrevivir a la larga noche que se avecinaba. Los más afortunados lo hicieron a

tiempo de ser apilados ordenadamente en los deshidratorios, pero muchos fueron

abandonados a su suerte en los campos.

 El rey Wen se incorporó muy lentamente y caminó hasta el caldero que pendía

sobre el fuego, en un rincón de la gran sala. Luego se subió al borde, donde se

detuvo unos instantes antes de saltar dentro. Quizá vio el rostro cocinado de Fu Xi

mofándose de él desde las profundidades de la sopa.

 —Mantenedlo a fuego lento… —ordenó el rey Zhou, desalentado. A

continuación se volvió hacia los demás—. El que quiera salir, que salga.

Llegados a este punto, el juego deja de ser divertido…

 Fue dicho y hecho. De pronto, un cartel rojo con la palabra SALIDA apareció

sobre la abertura del pasadizo. Todos los presentes en la gran sala comenzaron a

avanzar en aquella dirección. Wang los siguió. Tras recorrer el interminable túnel,

se hallaron en el exterior de la pirámide. Fueron recibidos por una intensa

tormenta de nieve que congelaba el aire nocturno. Wang comenzó a tiritar a causa

del frío. Una señal en una esquina del cielo indicaba que el tiempo en el juego

volvía a transcurrir deprisa.

 La nieve cayó sin pausa durante diez días. Para entonces, los copos de nieve

eran tan grandes y pesados como piezas de oscuridad solidificada. Una voz le

susurró a Wang al oído:

 —Ahora la nieve está compuesta de dióxido de carbono congelado. Hielo

seco.

 Tras volverse, Wang descubrió que quien le hablaba era Seguidor.

 Al cabo de otros diez días, los copos de nieve se volvieron finos y

transparentes. A la luz de las pocas antorchas que había en la entrada de la

pirámide, emitían un resplandor azul que recordaba a unos trozos de mica.

 —Ahora los copos son oxígeno y nitrógeno solidificados. La atmósfera ha ido

desapareciendo a causa de la deposición, lo cual significa que está casi por

encima del cero absoluto.

 La pirámide terminó sepultada bajo una gran montaña de nieve. Sus capas más

bajas estaban compuestas de aguanieve, las siguientes de hielo seco, y las

superiores, de nieve hecha de oxígeno y nitrógeno. Un largo texto apareció sobre

el fondo estrellado:

 La noche se prolongó durante cuarenta y ocho días. La civilización número 138 fue

 destruida por el frío extremo. Sucumbió tras alcanzar el período de los Reinos

 Combatientes. La semilla de la civilización permanece y de nuevo progresará a través del

 impredecible mundo de Tres Cuerpos. Le invitamos a volver a conectarse en el futuro.

 Justo antes de salir del juego, Wang se fijó en las tres estrellas fugaces.

Parecían revolotear juntas, en una extraña y alocada danza frente al abismo del

espacio.