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El universo hace una señal

 Wang Miao condujo por la carretera Jingmi hasta llegar al condado de Miyun.

De ahí se dirigió a Heilongtan, luego siguió las sinuosas curvas que llevaban

hasta lo alto de las montañas y por fin vio el Observatorio Radioastronómico del

Centro Astronómico Nacional de la Academia de las Ciencias China.

 En él se erigían veintiocho antenas parabólicas dispuestas en fila, con sendos

discos de nueve metros de diámetro, en lo que parecía una hilera de

espectaculares plantas de acero. Al fondo había dos grandes radiotelescopios

cuyos platos medían cincuenta metros de diámetro cada uno. Habían sido

construidos en el año 2006. Conforme se acercaba con el coche, no pudo evitar

recordar aquella fotografía de Ye Wenjie con su hija.

 El trabajo de su exalumna, la doctora Sha Ruishan, no tenía nada que ver con

aquellos radiotelescopios. Su laboratorio se encargaba principalmente de

recopilar los datos de tres satélites: el explorador del fondo cósmico COBE,

lanzado por la NASA en 1989 y a punto de ser retirado; su sucesor, la sonda

Wilkinson, lanzada en 2003, y el de la misión Planck, el observatorio espacial

lanzado por la Agencia Espacial Europea en 2009.

 La radiación del fondo cósmico de microondas concordaba de manera muy

precisa con el espectro de cuerpo negro a una temperatura de 2725 grados K, y

era altamente isotrópica —es decir, casi totalmente uniforme en cualquiera de las

direcciones—, con mínimas fluctuaciones en el rango de las partes por millón. El

trabajo de Sha Ruishan consistía en crear un mapa lo más detallado posible del

 fondo cósmico de microondas, partiendo de los datos recogidos en las

observaciones.

 El suyo no era un gran laboratorio: los equipos que recibían datos de los

satélites se apilaban en la sala de ordenadores principal; en el exterior, tres

grandes monitores mostraban la información de cada uno de los satélites.

 La doctora Sha pareció encantada de verlo y mostraba las ganas de hablar de

quien lleva mucho tiempo trabajando solo en un lugar aislado. Enseguida quiso

saber qué clase de datos le interesaban.

 —Quiero observar la fluctuación general del fondo cósmico de microondas.

 —¿No podría ser… más específico? —preguntó la doctora, visiblemente

perpleja.

 —Lo que quiero decir es… que deseo observar la fluctuación isotrópica en

todo el fondo cósmico de microondas de 3K, entre el uno y el cinco por ciento —

respondió Wang, citando de memoria el correo de Shen Yufei.

 La doctora desplegó una gran sonrisa.

 Coincidiendo con el cambio de siglo, el Observatorio Radioastronómico

Miyun se había abierto a las visitas. A fin de ganarse un sobresueldo, la doctora

Sha aceptaba dar charlas o hacer de guía. Aquella era justamente la sonrisa con la

que se había acostumbrado a responder a los comentarios más ignorantes de los

visitantes.

 —Profesor Wang… —dijo—, ¿entiendo que no es usted un especialista en la

materia?

 —Así es. Mi campo es la nanotecnología.

 —Ya veo. Igualmente, tendrá una mínima noción de lo que es el fondo

cósmico de microondas de 3K, ¿no?

 —Lo único que sé es que, conforme el universo se fue enfriando después del

Big Bang, las ascuas residuales, por así llamarlas, se convirtieron en radiación de

fondo de microondas. Esa radiación inunda el universo entero y puede observarse

en una longitud de onda en el rango del centímetro. Creo que fue descubierta en

los años sesenta cuando dos estadounidenses probaban una antena de recepción

por satélite hipersensible…

 —Con eso es suficiente —lo interrumpió la doctora—. Entonces debe de

saber también que, a diferencia de las variaciones locales que observamos en

distintos puntos del universo, la fluctuación total del fondo cósmico de

microondas guarda una correlación con la expansión del universo. Se trata de un

cambio extremadamente lento cuando se mide en comparación con la edad del

 universo. Es posible que, incluso contando con la gran sensibilidad del satélite

Planck, un período de observación continua de un millón de años fuera incapaz de

detectar ningún cambio de esa naturaleza. ¡Y usted quiere ver una fluctuación del

cinco por ciento esta noche! ¿Es consciente de lo que eso significaría? ¡Sería

como si el universo entero parpadease igual que un tubo fluorescente a punto de

fundirse!

 «Y lo hará para mí», pensó Wang.

 —La profesora Ye debe de estar gastándome una broma —musitó la doctora,

incrédula.

 —Ojalá fuera el caso. —Wang no pudo ser más sincero. Estuvo a punto de

confesarle que su antigua profesora no estaba al corriente de lo que le movía a

realizar semejante petición, pero luego temió que se negara a ayudarlo.

 —En fin, la profesora Ye me ha pedido personalmente que lo ayude, así que

procedamos con la observación. No es nada complicado: como solo necesita una

precisión del uno por ciento, bastará con que usemos datos del explorador del

fondo cósmico COBE. —La doctora Sha empezó a teclear furiosamente ante el

terminal correspondiente. De repente, apareció en él una línea verde—. Esta

curva es una medición en tiempo real del fondo cósmico de microondas. En

realidad, es más apropiado hablar de línea más que de curva… La temperatura es

de 2726±0,010K. El margen de error se debe al efecto Doppler del movimiento

de la Vía Láctea, que ya ha sido filtrado. Si el tipo de fluctuación que usted

espera observar (superior al uno por ciento) se da realmente, esta línea se

volverá roja y pasará a ser un gráfico de ondas. Personalmente, apuesto a que

seguirá siendo una línea verde hasta el fin de los tiempos; si espera una

fluctuación observable a simple vista, me temo que tendrá que esperar hasta la

extinción del Sol…

 —¿Estoy interrumpiendo su trabajo?

 —Por eso no se preocupe. Dada la baja precisión que requiere, nos bastará

con usar datos básicos del COBE. Ajá, ahí lo tiene. A partir de ahora, en caso de

producirse una de esas grandes fluctuaciones que espera, los datos se grabarán

automáticamente en el disco.

 —Me parece que hasta la una no pasará nada.

 —¡Vaya precisión! En fin, no importa… De todos modos, hoy hago el turno de

noche. ¿Ha cenado ya? Bueno, pues entonces le enseñaré las instalaciones.

 Era una noche sin luna. La doctora le señaló las antenas por las que pasaban.

 —Impresionantes, ¿verdad? Qué lástima me da que sean como los oídos de un

 sordo…

 —¿Qué quiere decir?

 —Desde que se completó la construcción, no ha parado de haber

interferencias en las bandas de observación. Empezaron con los servicios de

buscapersonas de los ochenta y llegan hasta la actualidad, con todo el embrollo

de las redes de comunicación móvil y las antenas de telefonía. Estos telescopios

son capaces de realizar numerosas tareas científicas: monitorizar el cielo,

detectar fuentes de radio variables, observar los restos de una supernova… pero

no podemos realizarlas con normalidad. Nos hemos quejado a la Comisión

Reguladora de Radiotelecomunicaciones en múltiples ocasiones, pero nunca

hemos conseguido nada. ¿Cómo vamos a enfrentarnos a una China Mobile, a una

China Unicom, a una China Netcom? Sin dinero de por medio, los secretos del

universo no importan nada. Menos mal que mi proyecto solo depende de los datos

de los satélites, que no tiene nada que ver con estas atracciones turísticas…

 —En los últimos años, la comercialización de la investigación básica ha sido

bastante exitosa —dijo Wang—, también en la física de altas energías. No sé,

quizá deberíamos construir los observatorios lo más alejados posible de las

ciudades…

 —Vuelve a ser una cuestión de dinero. Ahora mismo, nuestra única opción es

hallar los medios técnicos capaces de protegernos de las interferencias. ¡Ojalá

pudiéramos seguir contando con la profesora Ye! Su contribución en este campo

fue enorme.

 La conversación viró entonces hacia la profesora, y Wang pudo al fin conocer,

por boca de su antigua estudiante, su azarosa vida.

 Le habló de cómo había presenciado la muerte de su propio padre durante la

Revolución Cultural, de la injusta acusación que sufrió en el Cuerpo de

Producción y Construcción de Mongolia Interior y de cómo luego había

desaparecido del mapa, hasta que en los años noventa regresó a Pekín para

impartir clases de Astrofísica en la Universidad de Tsinghua, donde había

enseñado su padre, hasta su jubilación.

 —En los últimos tiempos, hemos sabido que pasó veinte años en la base de

Costa Roja.

 —¡¿Costa Roja?! —exclamó Wang, anonadado—. ¿Me está diciendo que la

leyenda era cierta?

 —En su mayor parte, sí. Uno de los investigadores que desarrollaron el

sistema de decodificación para el proyecto Costa Roja emigró a Europa el año

 pasado y publicó sus memorias. Todos los rumores que circulan tienen su origen

en ese libro, y al parecer casi todos son ciertos. Muchos de los implicados aún

siguen con vida.

 —Pero… ¡es una historia increíble!

 —Especialmente teniendo en cuenta la época en que sucedieron los hechos.

 Siguieron conversando. La doctora le preguntó acerca del propósito de su

singular petición, pero Wang evitó ser claro en su respuesta. Ella tampoco quiso

presionarlo: su orgullo profesional le impedía mostrar excesivo interés en una

petición que claramente iba más allá de sus capacidades.

 A continuación, lo llevó a un bar para turistas que abría toda la noche, y allí

pasaron un par de horas. Ella, cuanto más cervezas bebía, más distendida se

mostraba. Wang empezó a inquietarse: pensaba en aquella línea verde en el

monitor del laboratorio. Pero hasta casi la una menos diez, la doctora estuvo

evitando llevarlo de vuelta al laboratorio.

 A esa hora, las luces que habían iluminado las antenas se habían apagado, y

estas conformaban una negra estampa bidimensional recortada contra la noche.

Parecían una hilera de símbolos abstractos. Todas ellas apuntaban al cielo en el

mismo ángulo, como si esperaran algún tipo de suceso. Wang sintió un escalofrío

pese a la calidez de esa noche primaveral: aquellas antenas le recordaban los

grandes péndulos de Tres Cuerpos.

 Llegaron al laboratorio justo a la una de la mañana. En cuanto miraron el

terminal, vieron que la fluctuación estaba comenzando. La línea plana se convirtió

en una onda de picos irregulares; parecía una serpiente roja cuyo cuerpo lleno de

sangre se contoneaba con furia tras el fin de la hibernación.

 —¡Debe de ser una avería del COBE! —exclamó, aterrorizada, la doctora

Sha, con los ojos fijos en el monitor.

 —No es ninguna avería —respondió Wang con tranquilidad. Estaba

aprendiendo a contenerse frente a cualquier suceso.

 —¡Enseguida lo sabremos! —dijo ella, abalanzándose sobre los otros dos

terminales y tecleando para hacer aparecer los datos que enviaban la sonda

Wilkinson y el satélite Planck.

 Tres idénticos gráficos de ondas bailaban ahora simultáneamente desde ambos

monitores. La doctora se apresuró a encender un ordenador portátil al que conectó

un cable de red, y luego descolgó el teléfono. Aun cuando solo podía escuchar su

parte de la conversación, Wang supo que trataba de contactar con el Observatorio

Radioastronómico de Urumqi. Ella no se molestó en explicarle lo que intentaba

 conseguir. Tenía la vista fija en la ventana del navegador del portátil. Wang

escuchó su agitada respiración.

 Al cabo de unos minutos, apareció en la pantalla del portátil un gráfico de

ondas rojo que se movía en perfecta sincronía con los otros tres.

 Tanto los tres satélites, como los aparatos de observaciones basadas en tierra

de Urumqi, confirmaban un mismo hecho: el universo parpadeaba.

 —¿Podría imprimir el gráfico de ondas? —pidió Wang.

 Sha asintió mientras se secaba el sudor de la frente con la mano. Movió el

cursor con el ratón y pulsó el botón de impresión. Wang cogió la primera página

en cuanto salió de la impresora láser. Usando un lápiz, comenzó a casar las

distintas distancias entre los picos del gráfico con la tabla de código morse que

llevaba en el bolsillo.

 Corto-largo-largo-largo-largo, corto-largo-largo-largo-largo, largo-largo-

largo-largo-largo, largo-largo-largo-corto-corto, corto-corto-largo-largo-

largo, corto-largo-largo-largo-largo, corto-corto-corto-largo-largo, largo-

largo-corto-corto-corto.

 «Eso es 1108:21:37», pensó.

 Corto-largo-largo-largo-largo, corto-largo-largo-largo-largo, largo-largo-

largo-largo-largo, largo-largo-largo-corto-corto, corto-corto-largo-largo-

largo, corto-largo-largo-largo-largo, corto-corto-corto-largo-largo, largo-

corto-corto-corto-corto.

 «Eso es 1108:21:36».

 La cuenta atrás seguía su curso, ahora a escala universal. Habían pasado

noventa y dos horas desde que la viera por última vez. Solo quedaban 1108 horas.

 La doctora Sha paseaba con gran nerviosismo de aquí para allá y solo se

detenía para mirar las secuencias de números que Wang escribía.

 —¿Me puede decir qué ocurre? —preguntó.

 —Créame, doctora. Soy incapaz de explicárselo. —Wang retiró la pila de

papeles impresos con gráficos de onda. Contemplando las secuencias numéricas,

añadió—: No sé… quizá los tres satélites y el observatorio se han averiado al

mismo tiempo.

 —¡Sabe que eso es imposible!

 —¿Y si se tratara de algún tipo de sabotaje?

 —¡Tampoco! ¿Alterar simultáneamente los datos de tres satélites, además de

un observatorio terrestre? ¡Estaríamos hablando de un saboteador con poderes

sobrenaturales!

 Wang asintió. Prefería esa hipótesis a la posibilidad de que el universo

realmente le estuviera mandando una señal. La doctora se encargó de terminar con

sus esperanzas.

 —No es algo difícil de confirmar —dijo—. Si de verdad el fondo cósmico de

microondas está fluctuando de esta manera, lo veremos con nuestros propios ojos.

 —¿Qué insinúa? La longitud de onda del fondo cósmico de microondas es de

siete centímetros. Eso son cinco órdenes de magnitud más largos que la longitud

de onda de la luz visible. ¿Cómo vamos a observarlo a simple vista?

 —Usando gafas de 3K.

 —¿Gafas de qué? —preguntó Wang.

 —Un artilugio de carácter divulgativo que nos encargó el planetario de la

capital —respondió la doctora—. A base de emplear la tecnología de la que

disponemos, redujimos el tamaño de aquella enorme antena gracias a la cual

Penzias y Wilson descubrieron el fondo cósmico de microondas hasta que cupo

dentro de unas gafas. Luego a estas les incorporamos un convertidor que

comprimía la radiación detectada en cinco órdenes de magnitud, a fin de convertir

en luz roja visible las ondas de siete centímetros. Así es como las gafas de 3K

permiten que los visitantes del planetario en horario nocturno sean capaces de

observar el fondo cósmico de microondas. Y ahora nos van a servir para ver

parpadear al universo.

 —¿Y dónde puedo encontrar esas gafas?

 —Están todas en el nuevo planetario de la capital. Fabricamos unas veinte.

 —Necesito conseguir un par antes de las cinco —dijo Wang.

 La doctora Sha descolgó el teléfono, marcó un número y aguardó

pacientemente hasta que por fin la atendieron desde el otro lado de la línea. Tardó

varios minutos en convencer a quien fuera, que acababa de despertar, de la

necesidad de desplazarse hasta el planetario en plena noche y esperar la llegada

de Wang.

 Mientras lo acompañaba hasta el coche, la doctora le dijo:

 —No voy con usted porque lo que acabo de presenciar me basta para estar

segura de que lo que ocurre es cierto, no necesito mayor confirmación. Sí espero

que cuando lo estime oportuno, se tome la molestia de contarme de qué va toda

esta historia. Ah, y en caso de que el fenómeno origine cualquier clase de

investigación con resultados, tenga por seguro que no me olvidaré de usted.

 —El parpadeo se detendrá a las cinco de la mañana —repuso Wang, ya dentro

del coche, apoyando el brazo en el hueco de la ventanilla—. Le sugiero que no

 trate de investigarlo. Créame, no conducirá a nada.

 La doctora lo observó. Al rato dijo, asintiendo con la cabeza:

 —Entiendo. Últimamente ocurren fenómenos muy extraños en el mundo de la

ciencia…

 —Eso es —contestó Wang, y guardó silencio para no ahondar más en el

asunto.

 —¿Nos ha llegado la hora? —preguntó ella.

 —A mí, como mínimo, sí —respondió él, encendiendo el motor.

 Una hora más tarde, llegó al nuevo planetario y aparcó. Las luces de la ciudad

atravesaban las paredes del enorme edificio de cristal y revelaban su estructura

interna. Wang se dijo que si su arquitecto lo había diseñado como metáfora del

universo, podía felicitarse de su éxito, pues cuanto más transparente era, más

misterioso resultaba. El universo era justamente así: con tal de que la vista le

alcanzara, uno podía ver todo lo lejos que quisiera. Sin embargo, cuanto más se

adentraba en él, más insondable le resultaba.

 De pie ante la puerta, lo esperaba un empleado con aspecto somnoliento, que

le entregó un maletín y dijo:

 —Aquí dentro tiene cinco pares de gafas de 3K con la batería cargada y listas

para usar. Se encienden pulsando el botón de la izquierda, y el dial de la derecha

sirve para ajustar el brillo. Si fuera necesario, arriba tengo una docena más.

Ahora usted dedíquese a mirar cuanto desee, que yo voy a echarme un rato en

aquel cuarto de allí. La doctora Sha tiene que estar mal de la cabeza… —Dicho

esto, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad del planetario.

 Wang abrió el maletín en el asiento trasero de su coche y escogió un par de

gafas, que parecían el visor panorámico del casco de un traje virtual. Se las puso

y miró alrededor. La ciudad conservaba el mismo aspecto que antes, solo que

estaba más oscura. Entonces recordó que las gafas debían encenderse. Al hacerlo,

la imagen de la ciudad se transformó instantáneamente en una amalgama de halos

resplandecientes. La mayoría brillaba con una intensidad fija, pero algunos

parpadeaban o incluso se movían. Wang sabía que, en el centro de cada uno, se

hallaba una fuente de radiación en el rango del centímetro, que las gafas se

encargaban de reconvertir en luz visible. Dadas sus grandes longitudes de onda

originales, resultaba imposible distinguir sus formas.

 Levantó la vista y observó que el cielo estaba iluminado por una tenue luz

 rojiza. Fue así, con ese simple gesto, como por fin se halló observando el fondo

cósmico de microondas.

 Aquella luz rojiza, último remanente del Big Bang, un ascua todavía caliente

de la Creación, llegaba hasta sus ojos tras un viaje de diez mil millones de años.

No fue capaz de ver ni una sola estrella. En principio, como la tecnología de las

gafas se encargaba de convertir su luz, perceptible por el ojo humano, en

invisible, debían de aparecer transformadas en puntos negros. Sin embargo, la

difracción causada por la radiación en el rango del centímetro desdibujaba

cualquier otro detalle.

 En cuanto sus ojos se acostumbraron a las gafas, notó que aquel fondo de luz

rojiza temblaba levemente. En realidad, el cielo entero parecía estar produciendo

el destello intermitente de una vieja bombilla colgada a la intemperie, y a merced

del viento.

 De pie bajo aquella luz que provenía del cielo nocturno, Wang sintió que el

universo se encogía hasta contenerlo únicamente a él, tan minúsculo como un

corazón bañado por la sangre translúcida de aquel brillo rojizo que ocupaba el

cielo. Aún hallándose suspendido en mitad de aquel plasma, notó que el pulso —

es decir, el temblor de la luz rojiza— era irregular. Eso le hizo sentir una extraña

y perversa presencia de dimensiones colosales, que escapaba a la comprensión

del intelecto.

 Se quitó las gafas y, casi sin fuerzas, fue a sentarse en el suelo, apoyándose

contra una de las ruedas de su coche. La estampa nocturna de la ciudad

recuperaba ante sus ojos el aspecto habitual que le daba la luz visible. Y, sin

embargo, su mirada buscaba frenéticamente algo más. Cerca de la entrada del

parque zoológico, halló una hilera de luces de neón. Una de ellas, a punto de

fundirse, parpadeaba de forma irregular. Unos metros más allá, vio cómo el

viento agitaba las hojas de un pequeño árbol. Algunas de ellas brillaban al

devolver el reflejo de un semáforo. A lo lejos, la estrella roja que coronaba la

aguja del viejo centro de exposiciones quedaba iluminada por los faros de los

coches que pasaban.

 Trató de interpretar todos aquellos destellos aleatorios basándose en el

código morse, pero fracasó. Luego llegó a plantearse si los pliegues de las

banderas que ondeaban a su alrededor, o quizá las ondas del agua de los charcos

de la calzada, trataban de enviarle algún mensaje. Empeñado en encontrar señales

en cada mínimo detalle de la realidad, sentía con creciente angustia que cada

segundo lo acercaba al final de la cuenta atrás.

 Tras un tiempo indeterminado, reapareció el trabajador del planetario para

preguntarle si ya había terminado. En cuanto vio la cara de Wang, se le quitó el

sueño de golpe; comprobó el contenido del maletín, le dedicó una breve mirada

aterrorizada y se marchó a toda prisa.

 Wang cogió el teléfono móvil y marcó el número de Shen Yufei, quien contestó

de inmediato. Quizá también padeciera insomnio.

 —¿Qué ocurrirá al final de la cuenta atrás?

 —No lo sé —respondió ella antes de colgar.

 «¿Qué podrá ser? —se preguntó Wang—. ¿Mi muerte, como le pasó a Yang

Dong? ¿O tal vez algún desastre como aquel tsunami que arrasó la zona próxima

al océano Índico hace más de una década? Nadie sería capaz de relacionarlo con

mi trabajo como investigador en el campo de los nanomateriales. ¿Y si todos los

grandes desastres que se han sucedido a lo largo de la historia, incluyendo las dos

guerras mundiales, hubieran coincidido con el final de una cuenta atrás fantasma?

¿Es posible que siempre existiera alguien como yo, del que nadie sospechara,

sobre quien cayera la responsabilidad última? Tal vez llegue el fin del mundo.

Bien mirado, con un universo tan caótico como el de ahora podría ser un

alivio…».

 Una cosa estaba clara: independientemente de lo que hubiera al final de la

cuenta atrás, durante las poco más de mil horas restantes, las posibilidades iban a

torturar su mente con la crueldad del mismísimo demonio, hasta sufrir un colapso.

 Se metió en el coche, se alejó del planetario y condujo sin rumbo fijo. Aunque

aún no había amanecido y las calles estaban relativamente vacías, no se atrevió a

ir deprisa. Tenía la sensación de que, cuanto más rápido avanzara, antes

concluiría la cuenta atrás.

 En cuanto divisó un atisbo de luz en el horizonte, aparcó, se bajó del coche y

empezó a deambular por las calles. Su mente solo podía pensar en la cuenta atrás,

que avanzaba, impertérrita, superpuesta al fondo cósmico, y rojizo, de

microondas.

 Wang no sintió el agotamiento hasta que el cielo empezó a clarear, y fue

entonces cuando se sentó en un banco. Al levantar la vista y comprobar hasta

dónde lo había llevado el subconsciente, sintió un escalofrío.

 Estaba al pie de la iglesia de San José, en la zona de Wangfujing.

 Las tres bóvedas que coronaban el edificio, apenas iluminadas por la luz del

 alba, parecían tres dedos gigantes que señalaban algo situado en las

profundidades del espacio.

 Cuando ya se disponía a marcharse, los cánticos de un himno lo hicieron

detenerse. No era domingo, así que el coro debía de estar ensayando. La canción

que entonaban se titulaba Luz celestial, ven a mí. Al escucharla, Wang volvió a

sentir que el universo empequeñecía, lo vio menguar hasta ser reducido al tamaño

exacto de la iglesia. El techo quedaba oculto tras la luz intermitente de la

radiación de fondo, y él era una hormiga que correteaba por las grietas del suelo.

Notó que una enorme mano invisible le acariciaba el corazón para que dejara de

temblarle, y volvió a ser un bebé desvalido. En lo más profundo de su mente,

aquellos cimientos, que le proporcionaban la firmeza necesaria para seguir

aferrándose a la vida, se fundieron como la cera de una vela. Solo entonces se

llevó las manos al rostro y empezó a llorar.

 Sus lágrimas fueron interrumpidas por una gran carcajada.

 —¡Ja, ja, ja! ¡Otro que la palma!

 Wang se volvió.

 De pie frente a él, exhalando una densa humareda blanca, estaba el comisario

Shi Qiang.