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Capítulo 5 El Palo y la Zanahoria

—Santidad, la niña está drogada, creo que esto es una especie de ritual pagano de mayoría de edad. He visto a uno de esos brujos o lo que sean metiéndole mano a una de estas niñas en pleno altar, mientras una multitud drogada bailaba y rezaba a su alrededor, drogando a sus hijas y uniéndolas a... A lo que sea —informó el monje guerrero con repulsión y asco en la cara. Estos paganos tenían una moral extraña.

—Maten a los sacerdotes y sus aprendices, quemen sus templos y sus libros, maten a los que se interpongan y azoten a los que protesten —ordenó Azael y el capitán le miró con confusión, y algo de aprensión mientras sujetaba a la chica que tenía la mirada perdida y la saliva escurriéndole por la boca.

—¿Qué sucede? —preguntó Azael.

—Santidad, no hay templos, esta gente se reúne alrededor de un gran árbol y tampoco tienen libros, sino runas esculpidas en piedras y talladas en los árboles —informó el capitán.

—Bien, corta el árbol y quema los restos. Rompe el altar y todo lo que contenga esas runas —ordenó Azael.

El capitán asintió llamando a una de las sacerdotisas ayudantes y entregándole a la chica drogada, cuya única prenda de vestir era una túnica blanca y sencilla que delineaba el contorno de su cuerpo. También le habían hecho una pequeña cortada en el vientre que había manchado la túnica de sangre. Azael frunció el ceño observando el bosque donde se llevaba a cabo el ritual de los paganos.

«No hay templos, ni libros», pensó Azael. ¿Pero qué se podía esperar de esta gente? Vivían en chozas de paja, recolectaban verduras, frutas silvestres y animales salvajes. Su idea de civilización estaba en la edad de piedra y a pesar de que vivían en pequeñas aldeas, atacaban a todo aquel que pisara estas tierras, en especial les gustaba destripar a los monjes misioneros.

La iglesia podía ser tolerante con los paganos, como en el caso de los bárbaros del este y de los demás continentes, pero todo tenía sus límites, pensó Azael mirando a los soldados y sacerdotes guerreros entrar al bosque, mientras otros salían con niñas drogadas en los brazos y algunos heridos.

Azael había vigilado la aldea por algunos días usando exploradores locales y al ver a toda la aldea entrando al bosque mientras dejaban las armas atrás, vio su oportunidad y atacó. Él pensó que era una fiesta, pero resultó ser un ritual de mayoría de edad para las mujeres.

La iglesia no tenía un ritual de mayoría de edad para nadie, pero en el continente era costumbre que los nobles llevaran a sus hijos varones a un prostíbulo en cuanto se despertaba su interés por las mujeres.

Azael era incapaz de sentir deseos sexuales, y los sacerdotes no se atreverían a llevar a un santo a un prostíbulo, pero él reunía conocimiento sobre todo y no era ignorante sobre las costumbres más bajas de su sociedad.

—Santidad, los amuletos han reaccionado con estos sacerdotes —informó el capitán que había regresado con cuatro cautivos.

Azael no necesitó preguntar de qué forma había reaccionado el amuleto. Los monjes y sacerdotisas a su espalda sacaron sus armas y se prepararon a hacer una barrera, pero Azael levantó la mano para detener sus movimientos y volvió la mirada a los sacerdotes paganos en frente suyo.

Azael bajó de su caballo y los soldados que vigilaban colocaron sus espadas en el cuello de los cautivos. Azael observó a los cuatro brujos. Llevaban unos taparrabos mugrosos, las uñas largas, los dientes picados, aretes y brazales de hierro, la cabeza rapada y estaban tan flacos que sus costillas se veían. Sus ojos estaban hundidos y nublados por alguna droga fuerte.

Azael apretó los dientes. Los brujos le daban repelús, pero sacó su daga y pinchó la piel de uno de ellos para examinar una gota de sangre. Al examinarla, mirándola entre sus dedos, Azael quedó sorprendido. Esta era la sangre del bosque, podía sentir un rastro inequívoco de ella.

Azael sintió tristeza. Si alguien hubiese descubierto esto un siglo antes, quizás ahora tendrían un aliado más, pero el tiempo se había acabado y su descubrimiento ya era inútil. Bueno, si lograban triunfar, la sangre del bosque volvería de nuevo junto a las demás.

Azael miró al brujo. Una vez trajeran la civilización a este lugar, la sangre del bosque contaminada y envilecida que corría por dentro de estos brujos, se purificaría y volvería a hacer grande a su pueblo.

—Un brujo de sangre —dijo Azael y sacó su espada.

Él ya sabía para qué eran los cortes en los vientres de las niñas y qué les había pasado a los monjes que encontraron sin sus órganos internos. Los brujos no le agradaban. Ellos comían magos y devoraban la magia para aumentar su poder. Además, devoraban cualquier cosa para nutrir sus cuerpos, curar sus heridas, alargar su vida, y muchas cosas más. Eran el enemigo natural de cualquier criatura viviente, en especial de los magos.

Estos brujos que tenía al frente eran criaturas lamentables y débiles debido a su hábitat, pero Azael se había enfrentado a brujos que pusieron su vida en peligro en varias ocasiones.

—Somos espíritus inmortales, bendecidos por los bosques, ignorante —reprendió el que parecía ser su líder, usando el idioma del continente con fluidez.

—Bien, puedes hablar nuestro idioma. ¿Hay más brujos en esta tierra? —preguntó Azael.

—Claro, estamos en todos lados. En los árboles, en los ríos, en las piedras y en el viento que susurra en el alma de los elegidos —dijo el brujo con voz profunda y desprecio, tratando de asustar a sus soldados. Cuando los soldados buscaron sus amuletos y presionaron en ellos el brujo sonrió—. Esta tierra nos pertenece. Ustedes no son más que invasores en este lugar. Ya hemos detenido a sus ejércitos antes, lo haremos una vez más —dijo usando de nuevo su voz profunda como si hablara de una profecía.

Azael sonrió con tristeza al brujo. Él no estaba del todo herrado, su sangre lo demostraba. De hecho, el que tuviera la sangre del bosque, probaba que esta era su tierra ancestral y que ellos en verdad eran invasores. Pero a la vez era ignorante acerca de algo.

—Tienes razón. Muchos ejércitos de nobles, grandes señores, reyes y príncipes, han pisado estas tierras en busca de riquezas o conquistas, pero este ejército no pertenece a ninguno de ellos. Este ejército pertenece a la Iglesia Divina y está dirigido por mí. No busco oro, riquezas o conquistas, lo que nos interesa, son las almas —explicó Azael y el brujo que entendió sus palabras dejó ver preocupación en sus ojos.

Azael agito su espada y con un solo movimiento, decapitó a los cuatro brujos.

—Tiren sus cuerpos a la hoguera, junto a al árbol que adoraban —ordenó Azael.

—Sí, su santidad —dijo su capitán y ordenó a los soldados llevarse los cuerpos.

Azael pasó el resto de la noche observando el bosque arder. Por la mañana, al despuntar el Sol, solo quedaban cenizas. La aldea también había sido quemada con todas las pertenencias de los lugareños en ella, mientras los aldeanos ahora cautivos, observaban en un estado taciturno y melancólico bajo la vigilancia de los soldados y el castigo despiadado de los látigos, a aquellos que se atrevían a tratar de salvar algo.

—Su santidad Azael, su santidad Amabel se acerca —Informó un monje de su comitiva corriendo hasta plantarse en frente de su caballo.

Azael miró a las afueras de la aldea, desde donde se acercaba una mujer de 1,74m, ojos azules, de cabello en bucles dorados, que llevaba un vestido ancho, blanco y dorado. Ella era su hermana gemela, la segunda santa de la iglesia divina, y se acercaba a pie con su comitiva de monjes, sacerdotes, y sacerdotisas.

Al acercarse, Amabel frunció el ceño mirando la aldea, el bosque y a los paganos cubiertos de cenizas.

—Son todos tuyos —informó Azael. Su hermana lo miró con reproche.

—Al menos pudiste salvar la comida o la ropa —se quejó.

—No, he ordenado quemar todo. Lo único que ha sobrevivido hasta ahora son las rocas y eso porque aún no he descubierto cómo quemarlas, pero he hecho que las muelan a golpes y las conviertan en granizo para las carreteras, por lo que supongo que es un avance —explicó Azael.

Su hermana le reprendió con la mirada e intentó hablar, pero Azael levantó la mano.

—He ordenado traer las carretas con ropa y provisiones, a partir de ahora, toda esta gente está a tu cuidado. Si hay más sacerdotes sacrificados en altares de piedra volverán a estar en las mías —sentenció Azael.

—¡Esto es cruel y salvaje! —reprendió su hermana.

—Como representante de la inquisición, ser cruel y salvaje es mi deber —dijo Azael y colocó una media sonrisa.

—¿Hay algo gracioso? —preguntó su hermana con tristeza.

—Los soldados del ejército nos han puesto un apodo —dijo Azael—. Nos llaman el Palo y la Zanahoria. Creo que estoy de acuerdo con ellos. Mira esta gente —señaló Azael a los campesinos paganos—. Les ofreciste paz y bondad, pero ellos rechazaron esa paz y sacrificaron a nuestros sacerdotes, ahora yo les ofrezco sangre y destrucción. Más tarde volverás a ofrecerles paz y bondad. Ya veremos que escogen esta vez —dijo Azael con una sonrisa. Su hermana le miró con tristeza y se dirigió hacia los campesinos.

Ambos sabían que sus actos no eran aleatorios. Todo lo que había hecho Azael ya estaba calculado desde antes. Pronto esta aldea sería reconstruida con casas de madera, una iglesia, un monasterio, una plaza y una fuente. Las ropas serían dadas por ellos, los monjes enseñarían las letras y la escritura.

Pronto llegarían cientos de comerciantes y viajeros en busca de fortuna. Los reinos construirían carreteras y en unos veinte o treinta años, la fe de esta gente quedaría en el olvido. En unos cien años no habría más que leyendas.

La asimilación por la guerra era salvaje y brutal, pero era el método más eficiente para el desarrollo de las áreas salvajes, pensó Azael observando a su hermana orando mientras su cuerpo despedía una luz dorada que sanaba a soldados y campesinos por igual.

—¡Santidad! ¡Santidad! ¡Noticias urgentes desde el continente! —dijo otro monje mensajero acercándose corriendo con un pergamino y entregándoselo.

Azael tomó el pergamino y lo leyó frunciendo el ceño a medida que su lectura avanzaba.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó su hermana que se había acercado en algún momento.

Azael bajó del caballo y ordenó a todos alejarse. Su hermana miró el pergamino, pero Azael le prendió fuego y este se hizo cenizas. El mensaje contenía algunas cosas que solo podían ser vistas por agentes de la inquisición y su hermana no era uno de ellos.

—El rey Gael Radiant se ha infiltrado en el continente, y uno de los fuertes centrales del duque Bruner ha caído bajo sus manos, junto a un centenar de nobles, cuatro sacerdotes y el hijo del duque —dijo Azael con algo de furia.

Su hermana miró al cielo con melancolía. Azael maldijo en su mente. Él tenía ganas de cortarles la cabeza a los cuatro duques del continente. Todo este lio era su culpa. Ese niño no era su enemigo. De haber seguido sus órdenes, esto no hubiera pasado. Al principio, la iglesia había estado de su lado en su mayoría.

Azael no era el jefe de la inquisición cuando el rey Gael nació, y solo tenía doce años, pero él era un santo y su influencia en la iglesia era notable. Además, fue apoyado por su hermana, que era la única otra santa conocida. Juntos pudieron evitar que los duques invadieran las islas malditas.

Era un absurdo. ¿De qué iban a acusar al niño? ¿De intentar evitar que lo mataran? ¿De querer existir? Era su madre la que trataba de matarlo, no él. Si discutieran lo que pasó en un tribunal legal solo podían concluir que el bebé actuó en defensa propia.

Esas cosas sobre las profecías y el derecho de su madre como reina, no eran válidas en un tribunal, por lo que las cosas estuvieron en calma por otros cinco años. Hasta que a los nobles del reino del niño, se les ocurrió la brillante idea de destronar a la reina e intentar matarlo.

Alguien con un poco de cerebro habría pensado que si no pudieron matarlo cuando era un bebé, las posibilidades de hacerlo luego de cinco años eran muy escasas por no decir nulas, pero el hambre de poder segaba a los hombres y todos los involucrados terminaron ensartados en estacas en una plaza pública.

Según le habían informado, el niño los había hechizado y mantenido con vida por toda una semana. A Azael se le habían puesto los pelos de punta ante tanta crueldad. Él sabiendo que podrían terminar igual, había ordenado decapitar a cualquier miembro de la iglesia que siquiera mencionara una guerra en contra de ese niño que se había autoproclamado rey.

Por desgracia, la iglesia era solo la mitad del poder en el continente y a pesar de sus esfuerzos, los duques lograron arrastrar un ejército a las islas malditas, engañando a miles de campesinos que sufrieron un final miserable en manos de aquel niño despiadado e inmisericorde.

Que los principales líderes de aquel desastre también recibieran su merecido al ser capturados, no era ningún consuelo para el continente, ya que se ganaron la eterna enemistad de un hombre que no conocía el perdón.

«Él esperó diez años», pensó Azael.

—Hermano, ¿tan mala es la noticia de esa carta? —preguntó Amabel interrumpiendo sus pensamientos con voz preocupada.

—Es en extremo mala. El sacerdote que vigilaba el castillo envió una carta donde decía que el descendiente de la línea principal de la sangre de la muerte estaba con el rey Gael —dijo Azael pasándose la mano por la cabeza y tratando de pensar en alguna solución.

—Esto es una declaración de guerra, y no solo es contra el continente, sino contra la iglesia divina. Cuando el rey Gael llegó al castillo, el marqués asesinado se portó como un cerdo, pero el propio Gael no se comportó de mejor manera. Él vino a declarar una guerra, no fue ningún malentendido.

»Por fortuna, el anciano sacerdote que estaba en el castillo, comprendió la situación y envió a una de sus ayudantes para informar a la iglesia. Según el informe de los que inspeccionaron el castillo luego, los sacerdotes del castillo y los nobles de más alto rango, fueron hallados empalados en la sala de audiencias —explicó Azael.

Su hermana se llevó la mano a la boca y abrió mucho los ojos. Azael no tuvo ánimos para decirle lo que le pasó a ese marqués idiota, aunque la carta contaba los detalles que el vidente de la iglesia había contado después de recuperarse de la crisis nerviosa que sufrió al ver lo sucedido.

—Entonces, ¿qué haremos? —preguntó su hermana.

—No podemos dejar que el rey Gael haga la guerra en el continente. Sin importar que ganemos o perdamos, él arrasaría todo el lugar. Si vamos a enfrentarlo, ha de ser en su propia tierra, aunque eso nos ponga en una ligera desventaja. Si al final debemos pelear y perdemos, al menos la gente común del continente estará a salvo, porque me aseguraré de llevar conmigo a cada noble del escalafón gobernante en el continente. Si el rey Gael nos derrota, podrá tomar su venganza en el lugar y no tendrá nada que buscar en el continente —dijo Azael. Su hermana lució pensativa unos segundos y asintió.

—El que haya matado a los sacerdotes, quiere decir que también siente una gran enemistad hacia nosotros —dijo su hermana con pesar.

—¡No perderemos! Ahora prepara todo, debemos marcharnos de esta isla —dijo Azael subiendo al caballo y marchando a galope hacia el campamento seguido por su séquito.

«¿Quién iba a pensar que ese brujo tuviera razón y que el ejército guiado por la iglesia también tendría que abandonar estas tierras?», se preguntó Azael mientras cabalgaba.

Cuando Azael llegó al campamento de su ejército, solicitó llamar a sus generales para poner la flota rumbo a los puertos del continente. Luego volvió a su tienda para esperarlos con impaciencia.

Ellos debían llegar a las islas malditas antes de que el rey Gael consiguiera la forma de traer un ejército al continente.

Al entrar a su tienda, Azael miró el mapa mundial sobre la mesa. Estaba desplegado, al norte los continentes del dragón y de las sirenas, unidos por dos pequeñas franjas de tierra, eran los más grandes del planeta.

Al sur, separado por el mar de cristal, su propio continente divino, un poco más pequeño, pero con mejores tierras para el cultivo. Al norte de su continente estaba la isla en la que se encontraba él y su ejército, y al sur tres islas conocidas por todos como las islas malditas.

Hacían ya once mil años se hizo una profecía sobre ese lugar. La profecía hablaba del nacimiento de una especie de demonio al que la gente llamaría Engendro. Él sería el fruto de la violación de un ser infernal hacia una mujer humana. Devoraría a su propia madre y familiares al nacer, traería de vuelta a los dragones, haría que los muertos caminaran una vez más sobre la tierra, sometería reinos enteros, corrompería la sangre y la carne, se alimentaría del alma de sus enemigos, y mientras hacía todo esto sumiría el mundo en la oscuridad.

Por supuesto, Azael sabía que Gael no era el profetizado Engendro. El Engendro sería hijo de un demonio, y Gael a pesar de ser fruto de una violación, no era hijo de un demonio, y esta profecía era literal. Si el Engendro no fuera hijo de un demonio, entonces el resto de la profecía no debía ser tomada en cuenta ya que sería falsa. Por desgracia para la humanidad, la profecía no era falsa y el Engendro ya había nacido, aunque ellos no hubieran dado con él.

Azael se llevó la mano a la cara y se la restregó. Según todo lo que sabía de las profecías, era inútil tratar de evitar que se cumplieran.

En el pasado, todos los que intentaron evitar el cumplimiento de una profecía fracasaron de forma miserable, incluso ayudando a que esta se cumpliera. Por eso los antepasados no hicieron nada para evitar la profecía.

Hacía cuatrocientos años, cuando las islas malditas fueron descubiertas y la gente decidió vivir allí, la iglesia no hizo nada. Si el Engendro iba a nacer en ese lugar, sin importar lo que ellos hicieran y a cuanta gente mataran, ese evento iba a suceder, porque así estaba escrito. Si ellos evitaban que viviera gente allí, quizás, cuando el tiempo llegara, un barco llegaría al lugar y una mujer embarazada diera a luz allí cumpliendo la profecía.

¿Qué iban a hacer para que eso no sucediera? ¿Montar una flota de barcos para vigilar el lugar? ¿Evitar navegar a las mujeres embarazadas? ¿Prohibir navegar el mar? Cada opción era absurda y ridícula.

Por todas estas razones, la iglesia y sus santos se concentraron en los resultados. Si la profecía decía que el Engendro traería dragones, más les valía tener armas contra dragones listas para disparar. Igual con los muertos. Además, lo más importante de este asunto era el final.

Según la profecía, las cosas se pondrían muy feas en el planeta, nadie podía negar esto. Pero en ningún momento la profecía decía que sería el fin definitivo para los humanos. Tampoco decía algo como que el Engendro fuera invencible o algo así, por lo que sus antepasados se prepararon para crear un arma para derrotarlo…

Azael interrumpió sus pensamientos, cuando sus manos arrugaron parte del mapa en la mesa.

—Antepasados, ¿perderemos sin siquiera haber luchado? —murmuró Azael rechinando los dientes con frustración.

—Santidad, aún podemos luchar —dijo una voz suave desde las sombras en un rincón.

Era una de sus guardias, o algo así. Sus deberes iban más allá de proteger su vida, era más un seguro para los intereses de la iglesia que una guardia para él. Azael miró el mapa a las islas donde estaba.

—De las ocho líneas de sangre que podrían asegurar nuestra victoria, solo tenemos conocimiento de cinco… No, hoy he descubierto otra.

»La línea de sangre del bosque está en estos paganos, pero han degenerado a la brujería y está contaminada. A menos que los brujos sean exterminados y se purifique la sangre, no obtendremos una línea de sangre principal de esta gente. Además, aunque logremos obtenerla, la batalla ya habrá terminado, por lo que da lo mismo si la ignoramos. —Azael miró el continente de las sirenas—. El continente de las sirenas poseía dos líneas de sangre.

»Según los informes, la línea de sangre de la muerte a perdido su línea principal, y la línea de sangre del espíritu es dudosa de su despertar. —Azael subió su vista al continente del dragón—. El continente dragón. Ellos son los que protegieron mejor su línea de sangre, pero aún ellos han fallado.

»La línea de sangre del dragón de dos cabezas se llama así porque para emplear todo su poder, son necesarias dos personas y ahora solo cuentan con uno. —Azael hizo una mueca y miró su propio continente—. Nosotros somos igual de lamentables que los del continente de las sirenas, teníamos dos líneas de sangre principal.

»La línea de sangre divina y la línea de sangre de la vida. Pero no solo permitimos que la línea de sangre divina casi se extinguiera, sino que perdimos la línea de sangre de la vida. Están extintos, no queda ni rastro de ellos.

»La infertilidad que nos acosa a todos, es más fuerte en ellos, después de la guerra de hace diez mil años, muchos predijeron que serían los primeros en extinguirse. Ya era un milagro que lograran sobrevivir hasta nuestros días, y también producir un descendiente con la línea principal de la sangre. Pero todos sus esfuerzos fueron inútiles —dijo Azael con frustración.

—Santidad, los antepasados no eran los únicos interesados en este asunto. El casi exterminio de su familia y la extinción de la línea de sangre de la vida, fue obra suya. El asesinato de sus padres… —La voz suave se detuvo cuando los dedos de Azael se hundieron en la mesa como si fuesen clavos afilados.

El Engendro no era su único enemigo. Un día, él haría pagar un alto precio a los asesinos de su familia. Por eso se había convertido en jefe de la inquisición.

«Un día les destruiré», se juró Azael en su mente, sin importarle el silencio de su guardia. Él sabía que ella estaba allí para matarle si un día de estos él perdía la razón, pero no le importaba. Él no moriría sin encontrar a las criaturas mal nacidas que exterminaron a su familia.