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Capítulo 4 Drizzle Parte 2

Drizzle se dirigió hacia su propia tienda y Alfons lo siguió, al parecer se pasaría el día detrás de él. Drizzle lo dejó pasar, él también se había pegado a alguien del campamento hasta que supo cómo funcionaban las cosas por el lugar. Era algo inteligente, no algo que ameritara critica.

Drizzle entró en su carpa. Darkness no estaba allí, era probable que ya estuviese ayudando con el registro e inspección de los nuevos. Drizzle sacó el libro de magia de su bolcillo y lo colocó en la biblioteca, dejando una parte sobresaliente para que Darkness pudiera verlo al volver.

—¿Donde los has conseguido? —preguntó Alfons mirando los libros con asombro.

—Los he robado de varios castillos —respondió Drizzle. Alfons asintió con entusiasmo sin parecer tímido—. Cuando haya alguna campaña contra un castillo, puedes tomar algún libro, pero no permitas que nadie te vea hacerlo.

»A los nobles y a los magos no les gusta que toquemos los libros y nunca son parte del botín —explicó Drizzle. Alfons asintió con seriedad.

Drizzle recogió el saco de la ropa sucia suyo que olía a trapos sucios, y el de Darkness que tenía un olor agradable. «¿Por qué las mujeres huelen también? Otra injusticia del mundo», pensó Drizzle. Él salió de su tienda y se dirigió al pueblo que estaba a un kilómetro del campamento. Su campamento estaba a las afueras de Roca Primordial, una gran ciudad en el extremo norte del continente en el ducado Victoria.

—¿Irás a pie? —preguntó Alfons.

—Tenemos caballos, pero son de la compañía y no se pueden usar para cosas personales —explicó Drizzle. Ellos eran una compañía de a pie, los caballos eran demasiado caros y cuando viajaban por mar eran un gasto doble.

—Yo tengo un caballo —ofreció Alfons y corrió de vuelta al campamento para volver cinco minutos después sobre un caballo blanco con pintas negras.

Era un caballo de buena calidad que costaría unas veinte monedas de oro. Drizzle aceptó la mano que le tendió Alfons y se dirigieron a la ciudad de Roca Primordial, llegando en diez minutos a su destino. La ciudad era una de las más grandes de la región, por lo que la habían elegido para su reclutamiento.

Después de pasar la muralla y los guardias, tardaron veinte minutos en llegar a una de las plazas, que era el destino de Drizzle.

Drizzle se bajó del caballo para decirle a Alfons que volviera luego, pero Alfons que también bajó del caballo, miraba con los ojos entrecerrados a otro lugar. Drizzle siguió su mirada.

En la plaza había gente transitando, y puestos de comerciantes vendiendo comida, frutas, verduras, ropas y más. Las plazas eran mercados públicos.

Alfons miraba a un tipo de ropas no muy arregladas que estaba junto a dos de sus amigos. Él sostenía una moneda en lo alto mientras un niño mugriento daba saltos para atraparla, pero cuando estaba a punto de tomarla, el tipo levantaba más la moneda y se reía del niño. La gente a su alrededor miraba la escena con disgusto al igual que Alfons. Drizzle no le diría nada al resto, pero le dio un pequeño golpe a Alfons en la cabeza.

—¿Qué ves? —le preguntó cuándo este lo miró sin comprender—. ¿Crees que ese tipo es cruel al burlarse del niño mugroso? —preguntó Drizzle—. ¿Quieres que te diga lo que yo veo?

»Veo que el pequeño mugroso está seguro de obtener esa moneda, y está haciendo de payaso para satisfacer al hombre y a sus dos amigos. También veo un montón de gente idiota que se auto complace a si misma reprendiendo al tipo de la moneda y a sus dos amigos en su interior, pero quizás nunca en la vida han tenido que ver con cualquier niño mugriento que encuentran por el camino.

»¿De qué le sirven a ese niño su falsa preocupación? Si uno de ellos interviene y reprende al hombre, es probable que el niño ni siquiera obtenga la moneda, pero el idiota que intervino se irá lleno de autosatisfacción a su casa creyendo que hizo su buena acción del día.

»Mira bien. Esa es una moneda de plata, ese tipo no es una persona común, es probable que sea algún rufián local, también es probable que haya sido uno de esos niños mugrosos. Esa moneda es demasiado para ser una obra de caridad, lo que está haciendo es ofrecer trabajo y ya sea que el niño acepte o no, los demás lo sabrán y le buscarán. Nada es gratis —dijo Drizzle y esperó a que el matón dejara de jugar y le entregara la moneda al niño asegurándose de que los otros mendigos lo vieran hacerlo.

Drizzle esperó un minuto a que el tipo se fuera y se dirigió hacia donde estaban los niños mendigos.

—Sostén estos —dijo pasándole los dos sacos a Alfons que los tomó como si fueran sacos rellenos de arena.

«Este tipo va a terminar con el trasero plano durante el entrenamiento», pensó Drizzle sintiendo cierta empatía por el pobre desgraciado. «O quizás no», reflexionó, porque Alfons era un mago de sangre divina y una de sus magias era fuerza. En cuanto él fuera presionado, su magia reaccionaría. Los magos tenían un camino demasiado fácil.

Drizzle se acercó al niño que pedía limosna. Era un niño de unos ocho años, con el pelo corto, polvoriento, sin rastros de mal olor y que vestía un pantalón lullido y con parches. Era algo lindo y provocaba cierta lástima al verlo. Esta era la segunda mejor táctica al pedir limosna. Drizzle nunca fue un niño lindo y su puesto siempre estuvo en la retaguardia, cuidando que algún otro niño no se robara las limosnas.

Drizzle miró más allá del niño, a cuatro niños de mayor tamaño que parecían jugar de forma despreocupada a unos cuatro metros del que pedía limosna, justo frente a la entrada de un callejón oscurecido por trapos, que parecían haber caído sobre él por casualidad, dejando el lugar en sombras.

Si algo malo pasaba, estos niños desaparecerían por ese lugar tan rápido que el que los persiguiera quedaría aturdido. Drizzle siguió la tradición para ofrecer trabajo y sacó una moneda de plata. El niño que mendigaba se puso alerta y los que estaban detrás dejaron de jugar.

Drizzle no habló demasiado alto, pero se aseguró que su voz llegara al callejón. Él no cometió la estupidez de entrar allí. En sus tiempos de mendigo, él mismo se había hecho una pequeña ballesta y estos truhanes no eran menos inteligentes. Drizzle alzó la moneda.

—Soy Drizzle, miembro de la compañía mercenaria Sol Ardiente. Hoy nuestro reclutamiento está abierto y aceptaremos a cualquiera de más de cinco años sin importar sus condiciones de salud o estado físico.

»Las condiciones de vida son horribles. Recibirán un entrenamiento infernal, y a los más escasos de talento en la lucha, les aplanarán el trasero a tablazos. Recibirán dos comidas que saben a rayos y una más que sabe a truenos si se desempeñan bien y cumplen las órdenes. Las noches son frías y los viajes son lo peor de todo, una vez un oso trató de comerme en pleno campamento.

»Pero lo más importante, es que hay posibilidades de no morir hasta que el entrenamiento concluya y de allí en adelante, ustedes pueden elegir sus propias batallas y abandonar la compañía después de tres años de servicio.

»Tampoco se les ordenará acudir a la batalla si no tienen más de quince años. Volveré a este mismo lugar en unas cuatro horas, los que estén dispuestos a unirse, pueden esperarme acá cuando vuelva —dijo Drizzle y le entregó la moneda al niño que recogía la limosna dando media vuelta y preparándose para irse.

—Espera —dijo uno de los niños que cuidaba al que recogía la limosna—. ¿Es en serio? La mayoría de nosotros moriría por correr demasiado y nos pides que sobrevivamos a un entrenamiento infernal? —preguntó el niño con interés.

—Mocoso, yo era más pequeño y desnutrido que tú, pero aquí estoy —dijo Drizzle.

El mocoso estaba mintiendo, un mendigo que no podía correr, era un mendigo muerto. La ciudad no era un sitio agradable para las personas adultas, mucho menos para un niño que ni siquiera pudiera escapar corriendo entre los huecos pequeños.

—¿Aceptarás a cualquiera? —preguntó una voz desde las sombras del callejón.

—A cualquiera mayor de cinco años —dijo Drizzle.

—¿Sin importar su condición física? —preguntó la voz. Drizzle pensó que podría haber algún lisiado entre ellos, pero un lisiado no importaba demasiado, había muchas tareas que un lisiado podía hacer.

—Sin importar su condición física —confirmó Drizzle y se marchó junto con Alfons que sostenía los sacos con preocupación.

—¿Entrenamiento infernal? —preguntó Alfons que ya se había olvidado por completo de los niños mendigos.

—Ya has firmado el contrato —le dijo Drizzle con tranquilidad. Alfons perdió el color de la cara—. Tranquilo. Les aconsejaré que sean blandos contigo —dijo Drizzle con tono tranquilizador.

—¿Les aconsejarás? ¿Por qué no se los ordenas? —preguntó Alfons con preocupación.

—Ya te lo dije, soy un consejero, yo no doy órdenes —dijo Drizzle con despreocupación. Alfons quería seguir hablando, pero ya habían llegado a su destino, y Drizzle lo ignoró para saludar a la mujer de unos treinta años, que atendía un puesto de panes rellenos junto a dos niños y una niña de entre diez y cinco años.

—Buenos días, Sara —saludó Drizzle. Sara era alta, 1,75m, rostro suave y buen cuerpo. Drizzle le dio un vistazo rápido mientras saludaba.

—Buenos días, Drizzle. ¿Ahora reclutas? —preguntó la mujer con una sonrisa.

—Mis inútiles compañeros solo consiguieron once aspirantes y si continuamos así, la compañía desaparecerá —respondió Drizzle. Sara señaló a su lado, donde seguía Alfons con cara de preocupación.

—Alfons, ella es Sara, la persona que «lava» mi ropa. La estaré acompañando a su casa, ve por allí y nos reuniremos después de un rato donde estaban los niños —dijo Drizzle.

—No hay problema, puedo llevar a la señora y esperar luego —dijo Alfons señalando su caballo.

«Y yo pensando que este idiota era listo», pensó Drizzle. Drizzle se acercó a él y le tocó el hombro para acercarse a su oído.

—Alfons, esto tomará algún tiempo. «A solas». «Sara y yo». ¿Entiendes? —preguntó Drizzle.

Alfons se ruborizó como si fuera una adolecente a la que le hablaran palabras sucias al oído. Él se quedó tieso y envarado. La gente que estaba a su alrededor los miró y algunos sacudieron la cabeza con desaprobación. Drizzle sacudió la cabeza.

Ahora la gente pensaba que era gay. Sara se rio cuando Drizzle se volvió para separarse del idiota de Alfons. Ella se despidió de sus hijos encargándoles el puesto y caminó junto a Drizzle que llevaba los dos sacos con ropa sucia.

La casa de Sara no estaba lejos de la plaza. Su casa era algo grande para las ganancias de su trabajo, pero no para el dinero proveniente del saqueo hecho por él. Una casa no era demasiado costosa, hasta más barata que un caballo de buena calidad y él no tenía que darle mantenimiento.

Drizzle dejó los sacos de ropa en el recibidor y Sara le guio a su cuarto. Su olor estaba por todos lados. Ella se sentó en su cama y pretendió posar de forma provocativa mientras levantaba una ceja, pero Drizzle no necesitaba ninguna provocación y se le lanzó encima como una fiera hambrienta.

Tres horas después, Drizzle suspiró y Sara se recostó de él con su suave cuerpo desnudo. Drizzle acarició su espalda y sus erguidos pechos y agradeció cada una de las cincuenta monedas de oro, que invirtió para que un sanador le quitara todo rastro de imperfección a su piel, le devolviera el vigor a sus pechos y remediara los pequeños excesos de grasa. Gracias a eso, ahora podía sentir una gran paz y serenidad. Su nivel de estrés caía por los suelos cada vez que estaba con Sara.

—Ya van tres horas —dijo Sara acariciando su pecho.

—Aún nos queda una hora —dijo Drizzle señalando la bañera y levantándose sin fuerzas de la cama.

Era impresionante lo mucho que el sexo podía agotar a una persona. Él podía pasarse todo el día y la noche entre caminatas y trotes, pero unos minutos de mover la cintura lo dejaban exhausto.

Durante tres horas, era más el tiempo de descanso que el que pasaba en acción, pero tampoco era que perdiera el tiempo, porque sus manos siempre estaban dispuestas a más.

Drizzle llenó la bañera, y cuando los dos estuvieron dentro, Sara volvió a gritar cuando él volvió a volverse una fiera hambrienta.

Una hora después a Drizzle le temblaban las piernas y pensó que quizás había exagerado, viendo a Sara aturdida en la cama. Drizzle sacó una moneda de oro y la colocó al lado de la cama.

—Es un gran pago para una prostituta —dijo Sara con voz atona, mientras miraba la moneda. Drizzle frunció el ceño y miró a Sara que ahora lo miraba con el orgullo herido.

—Sara, no me acuesto con prostitutas. Si eso pretendes ser, nunca volverás a verme en tu casa. Me marcharé a rogarle cariños a alguna otra dama que disfrute con mi aburrida compañía y mi lujuria desenfrenada.

»¿Si lo que te molesta es que te deje dinero después de estar juntos?... —Drizzle miró su cuerpo desnudo algo voluptuoso—. Lo siento, no tengo el suficiente autocontrol para mirar algo tan jugoso y permanecer indiferente, así que si no te dejo dinero después de estar juntos, no podría dejarlo nunca —dijo Drizzle con sinceridad. Sara se levantó y se abrazó a su pecho para gimotear. Drizzle quería ser tierno, pero ella estaba desnuda...

—Desgraciado, de verdad no tienes nada de voluntad —dijo Sara dándole un pellizco. Drizzle no apartó sus manos y Sara acabó corriéndole de la habitación.

Después de un rato, Drizzle se dirigió a la plaza y cuando llegó estaba sudoroso y cansado. Alfons se volvió a ruborizar al verlo, pero esta vez Drizzle le pasó por un lado y fingió no conocerlo. Este cabrón era cinco años mayor que él, pero era tan tímido como si fuera...

«Dios, el tipo es virgen», pensó Drizzle y se regresó para buscarlo y orientarlo respecto al tema. Alfons siguió ruborizado, pero prestó atención a cada palabra. Drizzle le impartía su poca experiencia con tono grave, pero su alma cayó al suelo cuando llegó donde estaban esperando los mugrosos a los que les había ofrecido trabajo.

«Mierda, mierda, mierda», pensó Drizzle al ver a sus reclutas. «Me han engañado... No, me han estafado a lo grande», pensó con ganas de cortarse su propia lengua.

Del lado derecho del callejón, estaban diez mocosos mugrientos de entre nueve y trece años. Estaban flacos y desnutridos, pero eso no importaba. Lo que importaba estaba a la izquierda del callejón.

Allí había cincuenta niñas flacas y una adolecente disfrazada con una capa y capucha. Drizzle sentía ganas de gritar y sacarse los cabellos. ¿Qué demonios pasaba en esta ciudad? ¿De qué abismo habían salido tantas niñas?, se preguntó Drizzle.

Todas ellas lucían más o menos igual, algo harapientas y mugrientas las más pequeñas, y un tanto más limpias y con mejor ropa las más grandes.

—Estas niñas nos quieren estafar —dijo Alfons en un susurro.

Drizzle levantó la mano para evitar que la adolecente disfrazada, que parecía ser su líder, hablara. Él estaba seguro de que tenían algún plan astuto y rastrero para hacerle cumplir su palabra delante de la multitud, pero estaba agotado y no tenía tiempo para eso.

—Síganme —dijo Drizzle y se dio la vuelta para empezar a caminar.

Drizzle ignoró todas las miradas que lo seguían con curiosidad, extrañeza o de acusación y procedió a comprar comida para él y Darkness. Él también fue al puesto de Sara que ya había vuelto y compró todos sus panes rellenos para que sus nuevos reclutas llenaran el estómago y no se desmayaran por el camino. Sara miró a las niñas y le dio un beso en la mejilla. Drizzle no dijo nada. Tenía el presentimiento de que pronto iba a ser un hombre más pobre de lo que ya era.

Después de cruzar las puertas de la ciudad, que fue más fácil esta vez, ya que los guardias se esforzaron por fingir no ver al grupo de niñas que lo seguía, Drizzle volvió a su campamento y con su grupo de estafadoras se dirigió a donde el capitán adjunto roncaba en su labor de esperar nuevos reclutas.

Drizzle pateó su única pierna y señaló a las niñas y a los pocos niños. El gran grupo de gente ya había llamado la atención de los miembros de la compañía y estos se apresuraron para ver qué estaba pasando, agolpándose en la plaza.

El jefe, un hombre alto, de cuarenta años, con barba y bigote espeso, el cuerpo algo musculoso y el cabello hasta los hombros, se acercó a mirar. Él caminó hasta Drizzle frunciendo el ceño al mirar a las niñas.

—Ya notaste que estos reclutas son algo más flacos y «delicados» de lo común, ¿verdad? —preguntó con el ceño fruncido.

El capitán adjunto había empezado a anotar, pero había hecho dos colas y primero pasaba a los niños. Era un zorro viejo y estaba esquivando la discusión al tiempo que evitaba involucrarse.

—Ya sé que son niñas —dijo Drizzle. El capitán dio un suspiro de alivio.

—Bien, bien. Porque no reclutamos niñas. No nos sirven de nada. Si las ponemos en la línea de escudos, se romperá por donde estén ellas. Una vez pensé que podían ser arqueras, pero es lo mismo, la fuerza de sus brazos es insuficiente para tensar un arco tantas veces como un hombre —dijo el jefe con voz discreta.

Drizzle ya se temía esto, por lo que no replicó, el jefe era un hombre con sobrada experiencia en batallas e ignorarlo podría matarlos a todos.

—Pienso crear una nueva unidad con ellas. Yo pagaré por su equipo y vigilaré su entrenamiento hasta que los resultados sean evidentes —dijo Drizzle algo deprimido.

—Ah, ¡excelente! —exclamó el jefe y miró a los curiosos—. El consejero Drizzle creará una unidad con estas chicas. Él pagará por su equipo y su mantenimiento hasta que podamos ver si tienen alguna utilidad.

»Para comenzar, aportará cien monedas de oro al tesorero para tiendas y comida. ¿Alguien se opone? —preguntó el jefe.

Drizzle sintió que le clavaban una daga en el corazón. Cien monedas de oro eran comida y cobijo para unos cinco años para estas niñas. Eso significaba que el jefe no tenía ninguna esperanza de que pudieran ser útiles. Drizzle tenía un plan, pero temía que este truhan tratara de estafarle a la hora de devolver el oro y él era mezquino con su dinero. Los presentes miraron a las niñas y a Drizzle y no dijeron nada, aunque algunos refunfuñaron un poco.

—Esas niñas van a arruinar nuestra reputación —dijo uno de los que estaba en frente.

—Somos mercenarios, no tenemos una reputación que arruinar —replicó el jefe y se rascó la barba para desestimar la propuesta y volver a su tienda.

Drizzle le indicó al jefe adjunto que anotara a las niñas y a Alfons que las vigilara. Luego se dirigió hasta su tienda para llevar la comida comprada. Darkness estaba leyendo un libro.

—Han llegado más reclutas —informó Drizzle. Darkness era la encargada de anotar los detalles familiares, si los había, y las características físicas de los nuevos reclutas.

—¿Cuantos conseguiste? —preguntó Darkness.

—Diez niños y cincuenta niñas, más alguien que no sé si se unirá o huirá por la noche. Las niñas estarán por mi cuenta, necesitaré invertir algunos de nuestros ahorros —dijo Drizzle.

—No importa, en un año podré darte un castillo —dijo Darkness.

Ella seguía apostando a la profecía, pero la profecía ya se había cumplido una vez y a ella la habían desplumado sin que eso afectara las cosas. Quizás habría otra laguna legal esta vez y la pobre volvería a seguir perdiendo.

—No tienes fe en mí, ¿verdad? —preguntó Darkness levantándose y acercándose a él mientras hacía un puchero.

—Claro que tengo... Está bien, no tengo fe en ti, pero no es por ti, es que esa profecía no es confiable. Cualquiera que la lea, creería que nuestro bando tendría la ventaja absoluta, pero míranos. Vivimos en una tienda, el otro bando nos ha robado, y tu único aliado es tan tonto que ha sido estafado por un grupo de niñas flacas —dijo Drizzle.

—Ya, ya, todo está bien —dijo Darkness dándole un abrazo. Drizzle se preparaba a abrazarla, cuando Darkness lo apartó de repente.

—Date un baño —dijo y salió de la tienda.

Drizzle se mordió los labios. Debió darse un segundo baño antes de salir de la casa de Sara. Drizzle se tomó una hora para cargar agua del pozo y tomar un baño. Debía ir a buscar un lugar para acomodar a las estafadoras antes de que acabaran de anotar sus nombres y características personales. Necesitaba que fuera un lugar vigilado, ya que no quería ser parte de ningún asunto turbio con respecto al grupo de niñas.

Drizzle pensó en Alexander. Él era un mago y no sería tentado como otros hombres, era la persona ideal para el trabajo. Alfons también era apropiado, pero esa chica disfrazada parecía demasiado fuerte para él.

Drizzle salió de la tienda y se dirigió al lugar del reclutamiento tratando de divisar a Alexander. Él estaba mirando desde un lado. Drizzle lo llamó mientras les indicaba a varios hombres que lo siguieran.

—Necesitaré a alguien que vigile la carpa de las nuevas reclutas, me gustaría que te quedaras con ellas —dijo Drizzle sin darle vueltas al asunto.

—¿No basta con los guardias del campamento? —preguntó Alexander. «Los magos», pensó Drizzle.

—¿Recuerdas lo que me dijiste sobre que todos los hombres están enfermos? —preguntó Drizzle para indicarle a lo que se refería. Alexander quedó sorprendido.

—Pero son niñas —dijo Alexander. Era mejor no decirle a qué se dedicaban las niñas en la ciudad.

—¿Lo harás? —preguntó Drizzle.

—Me quedaré junto a su tienda —dijo Alexander.

—Alexander, aún son niñas...

—¿Quieres que te rompa la cara? —interrumpió Alexander. Drizzle suspiró. Él de verdad le tenía miedo a las mujeres. Drizzle ya lo sospechaba.

—Está bien —dijo Drizzle. Esta vez ignoró que Alexander podía vigilar a las niñas desde fuera de su carpa a pesar de que aseguraba no poseer magia.

—Hay una persona peligrosa entre ellas —dijo Alexander. Drizzle sonrió y Alexander miró hacia otro lado.

—Si tú pudiste verlo, yo también —dijo envarado.

—Yo puedo ver su belleza, ¿cómo le hiciste tú? —preguntó Drizzle levantando una ceja.

—También pude ver su belleza. He visto muchos libros de belleza cuando era pequeño, el que no pueda saber si una mujer es bella no significa que no pueda aprender cómo se ve una —dijo Alexander con prisas.

—¿Esos libros decían cómo se veía una belleza disfrazada? —preguntó Drizzle.

Alexander se mordió los labios, dio un pisotón en el suelo que hizo temblar la tierra en todo el campamento, y se marchó rechinando los dientes.

«Afeminado», pensó Drizzle. Él no traumaría gente si sus gestos no fueran tan delicados. Drizzle se encogió de hombros. Alexander tendría que admitir su fuerza un día de estos y así sería más fácil conseguirle la esposa que tanto quería. Drizzle miró a los diez hombres que le seguían.

—Vamos a la carpa almacén. Necesitamos una carpa grande, para cincuenta personas, la colocaremos a cincuenta metros de las demás. También cavaremos algunas letrinas —dijo Drizzle sacando varias monedas de plata y dándole una a cada uno.

Los hombres asintieron encantados, y una hora después, la carpa estaba armada y las letrinas cavadas. Alexander también había traído su tienda y la había colocado a unos diez metros en frente de la tienda de las reclutas.

Drizzle se dirigió a buscar a las reclutas que ya recibían sus equipos. Ropa había suficiente, pero sabanas y colchones para dormir no. Tendrían que compartirlas hasta que compraran más. Drizzle las guio a su carpa seguido por Alfons que seguía en su labor de vigilancia. Él no le había preguntado por qué le pedía vigilar a un grupo de niñas débiles.

Drizzle miró el informe de las características físicas de las niñas. En general, estaban desnutridas, pero sanas, ni siquiera tenían piojos, algo incongruente con su vida en los callejones. Su buena salud debía ser obra de la chica disfrazada.

Cuando las niñas estuvieron en sus carpas, Drizzle les indicó los tobos para que cargaran agua para las bañeras y se dieran un baño. Alfons también se dio por eludido y se apresuraba hacia el tobo cuando Drizzle le dio por la cabeza.

—Deja que lo hagan ellas mismas —dijo Drizzle.

—Pero son niñas —dijo Alfons.

—También los otros reclutas y a partir de mañana les espera un infierno de entrenamiento. Ellas ya lo sabían y lo aceptaron, no tienes que ayudarlas en nada —reprendió Drizzle.

Alfons hizo una mueca y miró a las niñas que resoplaron molestas ante la intervención de Drizzle, pero no se quejaron.

—¿Por qué abandonaron la ciudad? No parecen muy maltratadas y Drizzle les dijo que el entrenamiento seria infernal —les preguntó Alfons a las niñas.

—Es mejor que prostituirse en los callejones —dijo una de las niñas de enfrente con indiferencia.

Alfons se quedó paralizado en su lugar. Drizzle suspiró y salió de la tienda. El inocente Alfons tardaría un tiempo en recuperarse del trauma.

Drizzle pasó por la tienda del jefe dejando un pagaré por cien monedas de oro y amenazándole para que no se le ocurriera tratar de timarle ni un cobre.

Al salir, Drizzle volvió a la ciudad para dirigirse a una de las herrerías. Allí se encontró con un musculoso herrero de cuarenta años con el que su compañía tenía algunos tratos. La herrería era de tamaño medio y había unos veinte aprendices y otros cinco herreros.

—¿Drizzle? —preguntó el herrero al verlo, inspeccionando su coraza.

—Mi armadura está bien. Estoy aquí por las ballestas que me mencionaste hace algún tiempo. ¿Dijiste que no se necesitaba fuerza para usarlas? —preguntó Drizzle.

—Dije que no se necesita fuerza para tensarlas. Cada ballesta pesa tres kilos —dijo el herrero.

—Bien, necesitaré cincuenta de esas y su correspondiente munición. ¿Cuánto tardarás en hacerlas? —preguntó Drizzle.

—Si son cincuenta, tardaré un mes en hacerlas. Si son quinientas, puedes llevártelas en este mismo momento —dijo el herrero con astucia. Drizzle frunció el ceño—. El señor de la ciudad quería crear un batallón de ballesteros y me encargó las mejores ballestas, pero ahora no está dispuesto a pagar el precio justo. Por eso desde hacen dos meses dispongo de un pedido de quinientas ballestas —dijo el herrero. Drizzle no necesitaba tantas, pero el herrero no parecía dispuesto a vender menos.

—¿Cuánto seria el pedido completo? —preguntó Drizzle.

Una buena ballesta podía costar de treinta a cincuenta monedas de plata. Quinientas ballesta a lo sumo costarían Quinientas monedas de oro y si el herrero había agregado algo especial quizás valdrían el doble y el señor de la ciudad decidió que era mejor comprar las normales y ahorrarse algunas monedas...

—Son cinco mil monedas de oro... Espera.. —Drizzle ya lo tenía agarrado del cuello y se preparaba a golpearlo por querer robarlo—. No son ballestas comunes, son casi un artefacto mágico. Te las puedo mostrar —se apresuró a decir el herrero antes de que Drizzle lo golpeara. Drizzle lo soltó y el herrero suspiró al igual que sus ayudantes.

—Ve al patio, buscaré una de las ballestas —dijo el herrero.

Si no hubiese mencionado lo de artefacto mágico, Drizzle lo habría golpeado, pero ahora sentía curiosidad por la ballesta y se dirigió al patio.

El herrero no tardó en aparecer con una caja de madera pulida y de exquisita manufactura que llevaba su marca. Junto a él, estaban cinco aprendices musculosos. El herrero abrió la caja con gesto orgulloso para mostrar la ballesta que también estaba pulida y su manufactura parecía hecha para exhibirla en alguna casa noble. La marca del herrero estaba en la culata.

El herrero se la pasó a Drizzle. No parecía demasiado diferente a una ballesta común en cuanto a su forma. Lo único diferente en su forma era una manija situada a un lado de la empuñadura. El herrero al ver que él no parecía impresionado, señaló la ballesta.

—Las ballestas tienen dos limitaciones, los materiales y la fuerza necesaria para usarlas. Una gran ballesta tensada por un hombre fuerte tendrá un alcance efectivo de unos cincuenta metros. Más allá de eso, solo podemos aumentar el tamaño y convertirla en un arma de asedio.

»Si pudiéramos encontrar a un hombre tan fuerte como un mago para tensar más la cuerda, esta se rompería junto con el arco de la ballesta. Si pudiéramos encontrar materiales más fuertes, los hombres comunes no podrían tensarla y los magos no necesitan ballestas.

»Pensando en esto, yo encontré la solución al problema, e integré los dos componentes en esta ballesta. El marco está hecho de madera de hierro reforzada, importada del continente dragón, y la cuerda está hecha de tendones de dragón sacados de los laboratorios de alquimia. Pero lo más novedoso es el mecanismo de carga —dijo señalando la manija—. Funciona con aceite inyectado a través de un tubo interno, que al girar la manecilla cambia de un cilindro de almacenamiento a otro, empujando el mecanismo hacia adelante y tensando la cuerda. —Drizzle frunció el ceño.

El herrero suspiró con tristeza y le tendió un virote de acero para que lo usara en la ballesta. Drizzle se apresuró a tensar la cuerda girando la manecilla y se sorprendió al notar que la fuerza requerida era poca, hasta un niño podría darle vuelta y no era una expresión. Además, la fuerza requerida para girar la manecilla era la misma desde el comienzo hasta el final, lo que era algo insólito que lo dejó asombrado.

El herrero asintió con satisfacción mientras Drizzle colocaba el virote, y liberaba la cuerda del mecanismo de tensado para que se ajustara al mecanismo de disparo.

—¿Cuánto tiempo crees que te tomaría recargar? —preguntó el herrero con interés.

—Con algo de práctica, cuatro segundos. Con mucha práctica, tres segundos —dijo Drizzle. El herrero asintió complacido.

—A mis ayudantes les ha tomado seis segundos, supongo que hay una gran diferencia con un mercenario experimentado —dijo el herrero y señaló los blancos a sus ayudantes que se apresuraron a colocar uno detrás del otro, colocando dos láminas de armadura sobre cada uno por delante y por detrás.

Drizzle sintió aprensión al ver los preparativos del herrero. El hombre quería presumir y si colocaba los blancos de esa forma, era que quería demostrar el poder de la ballesta.

La aprensión que sentía Drizzle, era debido a que esas láminas de armadura eran tan gruesas como su coraza. Si esta ballesta lograba atravesarlas, significaba que su coraza era inútil...

No, hasta los escudos de su compañía serían algo inútil. Drizzle esperó a que los ayudantes terminaran su trabajo, y apuntó la ballesta que soltó el virote metálico con un chasquido y un sonido mesclado, parecido a la cuerda de una guitarra.

El virote traspasó los tres blancos en línea como si fueran papel y se clavó hasta el tope en la empalizada de troncos al final del patio. Parecía que el virote tampoco era de un material común.

—En condiciones normales de viento y Sol, tiene un alcance efectivo de doscientos metros y un alcance libre de quinientos metros. No lo he probado contra los escudos de los magos, pero sospecho que quedarían como coladora si un escuadrón de ballesteros les apuntara con esta ballesta —dijo el herrero exultante de alegría.

Drizzle no pensó que exageraba, el arma que había creado no era casi un artefacto mágico, sino que superaba a muchos artefactos mágicos. Ningún mago sobreviviría a uno de esos virotes si estos impactaban en su cuerpo sin importar lo fuertes que fueran sus amuletos protectores. Drizzle miró a los ayudantes del herrero.

—Márchense —ordenó y los ayudantes se dieron prisa en irse—. Cien mil monedas de oro por tus servicios —ofreció Drizzle. El herrero se mostró sorprendido, pero negó con la cabeza.

—Ese es el precio de mi herrería y la mayoría de mis conocimientos, pero calculo que lo que sé, cuesta el doble...

—Un millón de monedas de oro —volvió a ofrecer Drizzle. El herrero abrió mucho los ojos, pero pareció dudar. Drizzle no esperó a que reflexionara—. ¿Mujeres? ¿Tierras? ¿Un castillo? ¿Un título? ¿Qué es lo que deseas? —preguntó Drizzle con seriedad. El herrero se quedó mudo por unos segundos mirándole a él con fijeza.

—Todo. Deseo todas esas cosas. Hasta las mujeres. Mi mujer quizás me mate por ello, pero aun así las quiero —dijo el herrero carcajeándose. Drizzle sonrió y asintió recordando lo que le dijo Alexander. «Todos los hombres están enfermos».

—Tú eres como dicen los rumores —dijo el herrero guardando la ballesta.

«¿Desde cuándo hay rumores sobre mí?», se preguntó Drizzle. Él no salía de su campamento y mantenía silencio durante los tratos que hacía la compañía. No hablaba con ningún noble y no tenía demasiados conocidos.

—¿Qué dicen esos rumores? —preguntó Drizzle.

—Mi señor, dicen que eres una persona aterradora —dijo el herrero con tono respetuoso.

Drizzle frunció el ceño. ¿Quién decía algo así? No sabía a quién había asustado para que dijera eso.

—De momento, te enviaré dinero. Cierra la herrería, pero contrata más personal. No necesitaré más ballestas, quiero que te centres en investigar eso —dijo señalando la manija de la ballesta. Los materiales eran algo común, el milagro del arma estaba en el mecanismo de carga—. Si tienes ideas similares, no dudes en ponerlas en marcha sin importar el costo. —Drizzle le pasó un documento firmado y sellado—. Lleva esto a cualquier templo si quieres comunicarte conmigo y no me encuentro cerca. No lo olvides, el precio no tiene importancia, quiero que investigues cosas como esta —dijo Drizzle tomando la caja consigo y tendiéndole un pagaré por cien mil monedas de oro que se podían retirar en cualquier templo central.

Drizzle se marchó con la caja de madera pulida y por el camino no pudo dejar de mirarla. La magia era un poder aterrador, pero lo que había descubierto no era algo tan malo, y ahora poseía un arma que podía…

¿Qué?... Él no tenía ningún gran plan entre manos. Actuaba según sus necesidades y ahora necesitaba algo de seguridad para Darkness y para él. No se atrevía a dejar sus vidas en manos de una dudosa profecía que tenía enormes agujeros legales. La pobre Darkness y su traumática experiencia eran prueba de ello.