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Life and Death #3: Después del amanecer

El final que vivirá por siempre «Beau no quería que nadie saliera herido. ¿Cómo iba a evitar que algo como eso fuera posible? ¿Es que había alguna posibilidad de que le pudieran enseñar con la suficiente rapidez para que se convirtiera en un peligro para cualquier miembro de los Vulturis? ¿O estaba condenado a ser un completo inútil para ver como su familia moría frente a sus ojos?» Crepúsculo dio rienda suelta a la peligrosa relación de Beau y Edward. Noche Eterna unió sus lazos más que nunca. Y ahora, en el último capítulo de la trilogía, las dudas sobre lo que ahora es Beau empuja a una confrontación con los Vulturis que cambiará sus vida por siempre.

_DR3AM3R_1226 · Book&Literature
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52 Chs

SORPRESA

—¡Ah, no! ¡Eso no, de ninguna manera! —Beau sacudió la cabeza y después lanzó una mirada a la sonrisita de suficiencia que mostraba el rostro de su novio de diecisiete años—. Eso no cuenta. Y ni se les ocurra hacerme una fiesta, ni hoy ni el próximo año.

—Sea como sea —replicó Alice, despreciando la protesta de Beau con un rápido encogimiento de hombros—, vamos a celebrarlo, ¿queda claro?

Beau suspiró. Rara vez tenía sentido discutir con Alice, cuya sonrisa se agrandó hasta un punto rayano en lo imposible cuando leyó la rendición en sus ojos.

—¿Estás preparado para abrir tu regalo? —canturreó ella.

—Regalos —la corrigió Edward, y sacó otra llave de su bolsillo, más larga y plateada, con un lazo azul menos aparatoso.

Beau luchó por evitar el poner los ojos en blanco. Supo enseguida que ésa debía de ser la llave de su motocicleta de «después». Se preguntó si tendría que sentirse emocionado, porque no parecía que la conversión a vampiro le hubiera suscitado ningún interés repentino por las motos.

—El mío primero —dijo Alice, y le sacó la lengua, previendo su respuesta.

—El mío está más cerca.

—Pero mira cómo va vestido —las palabras de Alice sonaron casi como un quejido—. Estoy sufriendo desde que lo vi por la mañana. Claramente parece un muerto con ese trajecito. Está claro que la mía es una cuestión prioritaria.

Beau alzó las cejas mientras se preguntaba cómo una llave podía proporcionarle ropa nueva. ¿Es que le había comprado un baúl lleno?

—Ya sé qué vamos a hacer… nos lo jugaremos —sugirió Alice—, a piedra, papel o tijeras.

Jasper se echó a reír entre dientes y Edward suspiró.

—¿Por qué no nos dices simplemente quién va a ganar? —inquirió Edward con ironía.

Alice mostró una sonrisa deslumbrante.

—Yo. Estupendo.

—De todas formas, será mejor que yo espere a mañana —convino Edward, que le dedicó una sonrisa esquinada a su prometido.

Beau le devolvió la sonrisa.

—Excelente —canturreó Alice—. Beau, olvidarás ese trajecito que llevas puesto en cuanto veas lo que te preparé.

—¿De qué demonios hablas?

Alice se encogió de hombros.

—Decirte ahora sería arruinar la sorpresa.

Edward se echó a reír porque seguramente él ya conocía el regalo de su hermana.

—Ya conoces a Alice —replicó Royal—. Ojalá pudiéramos prevenir todo lo que haga para callarla de una buena vez.

Luego, le dedicó una gran sonrisa a Beau. Ese gesto le confirmó que empezaba a existir una camaradería establecida entre ellos. Había estado completamente seguro de que ni aun siendo vampiro Royal le hablaría, pero quizás habían luchado tanto tiempo en el mismo bando que ahora podrían ser amigos para siempre. Al final, Beau había pasado por las mismas que Royal al no tener otra opción, y eso parecía haber borrado todo su resentimiento por cualquiera de las otras decisiones que Beau pudiera haber tomado en el pasado.

Alice puso la engalanada llave en su mano y lo tomó del codo, empujándolo hacia la profundidad del bosque.

—Vamos, vamos —gorjeó.

—¿Está aquí afuera?

—Algo así —replicó Alice, empujándolo hacia el bosque.

—Disfruta de tu regalo —le dijo Royal—. Es de todos nosotros, de Earnest especialmente.

—¿No viene ninguno conmigo? —Beau se dio cuenta de que nadie se había movido.

—Te daremos la ocasión de que lo disfrutes a solas —replicó Royal—. Ya nos dirás qué te parece… más tarde.

Eleanor soltó una gran risotada. Algo en su risa le hizo sentir el deseo de ruborizarse, aunque no estaba seguro del porqué.

Se percató del sinnúmero de cosas que no habían cambiado ni un ápice, como la profunda aversión a las sorpresas y el disgusto por los regalos en general. Era un alivio y una revelación descubrir cuántos de sus rasgos esenciales habían permanecido consigo en este cuerpo nuevo.

Continuaba siendo el mismo, algo que no había esperado. Sonrió con verdadera alegría. Alice le empujó el codo, y no pudo dejar de sonreír mientras la seguía a través de la noche de color púrpura. Sólo Edward los acompañaba.

—Ése es el entusiasmo que buscaba —murmuró Alice con aprobación. Entonces soltó su brazo, dio dos ágiles saltos y aterrizó al otro lado del río—. Venga, Beau —le llamó desde la orilla opuesta.

Edward saltó a la vez que él, y fue tan divertido como la primera vez. Quizás un poco más, porque la noche transformaba todo, aplicándole nuevos y ricos colores.

Alice salió disparada en dirección norte, y la siguieron. Era más fácil guiarse por el susurro del roce de sus pasos contra el suelo y por el camino que dejaba su fresco aroma que por el atisbo de su silueta entre la densa vegetación.

Ante algo que Beau no pudo ver, Alice se dio la vuelta y salió disparada hacia donde Beau se había detenido.

—No me ataques —previno Beau y Alice saltó sobre él.

—¿Qué estás haciendo? —le exigió el neófito, encogi��ndose cuando saltó sobre su espalda y le puso las manos sobre los ojos. Sintió la necesidad de sacudírsela de encima, pero la controló.

—Asegurándome de que no puedas ver nada.

—Puedo ocuparme de esto sin tanto teatro —ofreció Edward.

—Tú lo dejarías hacer trampa. Tómalo de la mano y condúcelo hacia delante.

—Alice, yo…

—No fastidies, Beau. Vamos a hacer esto a mi manera.

El chico sintió cómo los dedos de Edward se entrelazaban con los suyos.

—Son sólo unos segundos más, Beau. Después, se largará a maltratar a otro.

Lo empujó hacia delante y Beau se dejó llevar sin resistencia. No le daba miedo darse un golpe contra un árbol, ya que, en ese caso, sería el árbol quien sufriría las consecuencias.

—Podías ser un poco más agradecido —le recriminó Alice—. Al fin y al cabo es tanto para ti como para él.

—Eso es cierto. Gracias de nuevo, Alice.

—Okey, okey, está bien —la voz de Alice repentinamente se alzó llena de emoción—. Detente aquí. Vuélvelo un poco hacia la derecha. Sí, okey, así. Estupendo, ¿estás preparado? —chilló.

—Sí, lo estoy —se percibían en aquel lugar nuevos olores que despertaron su interés y aumentaron su curiosidad. No eran aromas propios de lo más profundo de un bosque.

Madreselva, humo, rosas y… ¿serrín? También algo metálico. La riqueza del olor de la tierra fértil, recién cavada y expuesta al aire. Beau se inclinó hacia el misterio.

Alice saltó bajándose de la espalda de Beau, y le apartó las manos de los ojos. Beau miró fijo hacia la oscuridad violácea. Allí, acurrucada en un pequeño claro del bosque, había una casita de campo hecha de piedra gris lavanda que refulgía a la luz de las estrellas.

El chalé pertenecía a aquel lugar; tanto era así que parecía como si hubiera surgido de la misma roca, como si fuese una formación natural. La madreselva cubría una de las paredes, una celosía subiendo hasta llegar a cubrir las gruesas tejas de madera. Unas rosas tardías de verano florecían en un jardín del tamaño de un pañuelo bajo las oscuras ventanas profundamente incrustadas en la pared. Había un caminito de piedras planas que refulgían en la noche con un reflejo de color amatista. Conducía a la pintoresca puerta de madera en forma de arco.

Beau cerró la mano en torno a la llave que sostenía, sorprendido.

—¿Qué te parece? —inquirió Alice con una voz suave que encajaba a la perfección con la inigualable serenidad de la escena, como la de un cuento infantil. El chico abrió la boca, pero no fue capaz de articular palabra.

—Earnest pensó que nos gustaría tener un lugar para nosotros solos durante un tiempo, pero no quería que nos fuéramos demasiado lejos —murmuró Edward—. Y ya sabes que le encanta tener cualquier excusa para renovar cosas. Este sitio, tan pequeño, llevaba casi un siglo cayéndose a pedazos.

Beau continuó con la mirada fija, con la boca abierta como si fuera un pez.

—¿Te gusta? —la expresión del rostro de Alice se vino abajo—. Quiero decir que, si quieres, podemos arreglarla de otra manera completamente distinta. Eleanor quería que le añadiéramos unos cientos de metros, con un segundo piso, columnas y una torre, pero Earnest pensó que la casa te gustaría más si mantenía el mismo aspecto que se suponía debía tener —empezó a alzar la voz y a acelerarse—. Si estaba equivocado, podemos ponernos otra vez manos a la obra, no creo que nos llevara mucho…

—¡Chist! —consiguió exclamar por fin el neófito.

Ella apretó los labios y esperó. Le llevó varios segundos a Beau recobrarse.

—¿Me estás regalando una casa por mi primera semana como vampiro? —susurró Beau.

—Todos nosotros —le corrigió Edward—. Y no es más que una cabaña. Creo que la palabra «casa» implica algo más de espacio.

—No te metas con mi casa —le susurró Beau.

La sonrisa de Alice relumbró.

—Te gusta.

Beau sacudió la cabeza.

—¿Te encanta?

Asintió.

—¡No puedo esperar a contárselo a Earnest!

—¿Por qué no ha venido él?

La sonrisa de Alice se desvaneció un poco, torciéndose de un modo que expresaba que su pregunta era difícil de contestar.

—Bueno, ya sabes… Todos saben cómo eres con los regalos. No querían presionarte mucho para que dijeras que te gustaba.

—Pero si me encanta de verdad. ¿Cómo podría no gustarme?

—A ellos sí que les va a gustar —le dio unas palmaditas en el brazo—. De cualquier modo tienes el armario hasta arriba. Úsalo con cabeza, y… creo que esto es todo.

—¿No vas a entrar?

Ella dio un par de zancadas hacia atrás como si lo hiciera de forma casual.

—Edward conoce bien todo esto. Ya me pasaré… más tarde. Llámame si no sabes cómo conjuntar la ropa o quizá Edward también te pueda enseñar —Alice le arrojó una mirada dubitativa y después sonrió—. Jazz quiere ir de caza. Nos vemos.

Salió disparada entre los árboles como una grácil bala.

—Qué extraño —comentó Beau en cuanto se hubo desvanecido del todo el sonido de su carrera—. ¿De verdad soy tan malo? No tendrían que haberse quedado atrás. Ahora me siento culpable. Ni siquiera le he dado las gracias de forma adecuada. Vamos a volver, a decirle a Earnest…

—Beau, no seas tonto. Nadie piensa que seas tan irrazonable.

—Entonces, qué…

—Su otro regalo es que podamos tener un poco de tiempo para nosotros solos. Alice intentaba sugerirlo de forma sutil.

—Ah.

Eso fue todo lo que hizo falta para que desapareciera la casa. Podrían haber estado en cualquier otro lugar. No veía ya ni los árboles ni las piedras ni las estrellas. Sólo a Edward.

—Déjame que te enseñe lo que han hecho —le instó, tirándole de la mano.

¿Acaso no se daba cuenta del modo en que una corriente eléctrica parecía recorrer el cuerpo de Beau como si tuviera la sangre llena de adrenalina?

Una vez más sintió que había perdido el equilibrio, y esperó a que su cuerpo reaccionara de un modo que ya era imposible. En circunstancias normales, su corazón estaría ahora atronándolos de forma ensordecedora, como si fuera una máquina de vapor a punto de atropellarlos. Y sus mejillas se habrían puesto de un brillante color rojo.

Por otro lado, tendría que haberse sentido agotado. Ése había sido el día más largo de su vida. Se echó a reír, apenas una pequeña y suave risita de asombro, cuando se dio cuenta de que ese día no terminaría nunca.

—¿Qué tal si me cuentas el chiste?

—No es muy bueno que digamos —replicó Beau, mientras él lo conducía hasta la pequeña puerta en arco—. Simplemente estaba pensando que es el primer y último día de la eternidad. Me resulta muy difícil asumir esa idea, incluso con todo el espacio extra que hay en mi mente —se echó a reír de nuevo.

Edward también coreó sus risas. Luego, con un gesto de invitación, tendió la mano hacia el picaporte para que Beau hiciera los honores de entrar como el primero. Metió la llave en la cerradura y le dio la vuelta.

—Te lo estás tomando todo con tanta naturalidad, Beau, que a veces se me olvida lo nuevo que debe de resultar todo esto para ti. Me gustaría poder oírlo —se inclinó y lo tomó en brazos tan rápido que apenas lo vio venir… y mira que eso era difícil.

—¡Eh!

—Los umbrales son parte de mi trabajo —le recordó—. Tengo curiosidad. Dime qué te ronda por la cabeza en estos momentos.

Edward abrió la puerta, que chirrió de forma casi inaudible, y dio un paso hacia el interior del pequeño salón de piedra.

—Pues le estoy dando vueltas a todo —contestó—, ya sabes, y todo a la vez. A las cosas buenas, a las preocupantes, a las que son nuevas… y al modo en el que he ido acumulando superlativos en la cabeza. Justo en estos momentos estaba pensando que Earnest es un artista, ¡todo ha quedado tan perfecto…!

El salón de la cabaña parecía sacado de un cuento de hadas. El suelo era un desigual edredón de suaves piedras planas. El techo bajo exponía las vigas de modo que alguien tan alto seguramente se hubiera dado un golpe. Las paredes eran de cálida madera en algunos lugares y un mosaico de piedras en otros. La chimenea, colocada en una esquina en forma de colmena, mostraba los rescoldos de un llameante fuego lento. Lo que se quemaba era madera de deriva, y por eso las llamas se veían azules y verdes, debido a la sal.

Estaba amueblado de forma ecléctica, con piezas que no conjuntaban entre sí, pero sin perder por ello la armonía: una silla tenía un aspecto vagamente medieval, la baja otomana contigua al hogar era de estilo contemporáneo, y la estantería llena de libros situada junto a la ventana más lejana le recordaba a algunas películas realizadas en Italia. De algún modo, cada pieza encajaba con las otras como si fuera un gran rompecabezas tridimensional. Había unas cuantas pinturas en las paredes que Beau reconoció como algunas de sus favoritas de la casa grande. Eran valiosos originales, sin duda, pero también parecían pertenecer a ese lugar, como todo lo demás.

Cualquiera habría dado por cierta la existencia de la magia en un paraje donde no hubiera sido sorpresa alguna ver a Blancanieves con una manzana en la mano o a un unicornio mordisqueando los rosales. Que por cierto, ahora Beau se preguntaba si esos cuentos habían pasado en la vida real.

Edward siempre había pensado de sí que pertenecía al mundo de los cuentos de terror, pero claro, Beau sabía que estaba del todo equivocado. Era obvio que él correspondía a este lugar, un cuento de hadas.

Y ahora Beau compartía el cuento con él.

Estaba a punto de aprovechar el hecho de que Edward no había vuelto a ponerlo sobre sus pies, y de que su rostro, enloquecedoramente hermoso, estaba a pocos centímetros del suyo, cuando dijo:

—Alice tuvo la suerte de que Earnest pensara en añadir una habitación más. Nadie había planeado que apareciera un closet tan grande.

Le puso mala cara, y sus pensamientos adquirieron un rumbo mucho menos agradable.

—¿Es enserio? —se quejó.

—Lo siento, amor. Ya sabes, a Alice no le gusta ser muy modesta con lo que hace.

Beau suspiró. Sabía mejor que nadie que aquella chica no se daba por vencida. Quizá ya no tenía remedio. Bueno, de todos modos Beau no pensaba usar la mitad de lo que hubiera ahí dentro.

—Estoy seguro de que te mueres por ver el armario. O al menos, eso será lo que le diga a Alice para que se sienta bien.

—¿Debería asustarme?

—Más bien aterrorizarte.

Lo llevó a lo largo de un estrecho pasillo de piedra con pequeños arcos en el techo, como si estuvieran en su propio castillo en miniatura.

—Aquí está nuestro cuarto. Earnest intentó trasladar algo de su isla hasta aquí, tal vez deberíamos ir en alguna ocasión.

La cama era grande y blanca, con nubes vaporosas como telarañas flotando del dosel hasta el suelo. El luminoso suelo de madera armonizaba con todo a su alrededor, y comprendió que imitaba con notable precisión el color de una playa virgen. Las paredes eran del blanco casi azulado de un día brillante y soleado y la pared trasera tenía grandes puertas de cristal que se abrían a un pequeño y recóndito jardín. Había un pequeño estanque redondo, tan liso como un espejo, rodeado de piedras relucientes y rosas que escalaban las paredes. Un diminuto océano en calma sólo para ellos.

—Oh —fue todo lo que pudo decir.

—Lo sé —susurró Edward.

Estuvieron allí quietos durante un minuto, observando.

Edward mostró una amplia y reluciente sonrisa y después rompió en carcajadas.

—El armario está detrás de esas puertas dobles. Te lo aviso… es más grande que esta habitación.

Beau ni siquiera echó una ojeada a las puertas. En esos momentos no había nada en el mundo más que Edward, con sus brazos doblados debajo de él, su dulce aliento en el rostro y sus labios apenas a centímetros de los suyos; y tampoco había nada que pudiera distraerle, fuera un vampiro neonato o no.

—Le vamos a decir a Alice que salí disparado a ver los esmoquin y sacos de colores —le susurró, retorciendo los dedos dentro de su pelo y acercando su rostro al de su novio—, y también que me pasé horas jugando a probármelo todo. Mentiremos.

Edward captó su estado de ánimo al instante, o quizás es que ya estaba de ese humor y que sólo estaba intentando que disfrutara a tope de su regalo, como un caballero. Atrajo el rostro de Beau contra el suyo con una repentina fiereza y un bajo gemido en la garganta. Ese sonido lanzó una corriente eléctrica a través de su cuerpo hasta ponerlo casi frenético, como si no pudiera acercarse a él lo suficiente ni lo bastante rápido.

—Solo tengo una duda.

Dijo Beau y al instante Edward se detuvo.

—Dime.

—¿Por qué hay una cama? Los vampiros no dormimos.

Edward se rió de una manera tan exquisita que Beau quiso atraerlo de nuevo para besarlo.

—No es para dormir.

Escuchó cómo se desgarraba la tela bajo sus manos, y se alegró de que sus ropas, al menos, ya estuvieran destrozadas. Para las suyas fue demasiado tarde. Le pareció casi maleducado ignorar la bonita cama blanca, pero no tuvieron tiempo de llegar hasta allí.

La primera vez que tuvo relaciones con Edward había sido el mejor momento de su vida humana, el mejor de todos. Había estado dispuesto a alargar su vida como humano sólo para poder prolongar lo que tenía con él durante un poco más de tiempo, porque sabía que la parte física de su relación no iba a volver a ser igual nunca más.

Debería haber adivinado, después de una semana como esa, que iba a ser incluso mejor.

Ahora podía apreciarle de verdad, ver con propiedad cada una de las líneas de su rostro perfecto, cada ángulo y plano de su cuerpo esbelto e impecable con la precisión de sus nuevos ojos. Beau podía saborear también su puro y vívido olor con la lengua y sentir la increíble sedosidad de su piel marfileña bajo la sensible punta de sus dedos.

También su piel mostraba la misma sensibilidad bajo las manos de Edward. Era una persona desconocida por completo la que entrelazaba su cuerpo con el suyo, con una gracia infinita, en el suelo del color pálido de la arena. Sin precaución, sin restricción alguna. Y también sin miedo, sobre todo, eso. Podían hacer el amor juntos, participando ambos activamente. Por fin, como iguales.

Del mismo modo que había sucedido antes con sus besos, su contacto también era ahora mucho mejor que aquel al que se había acostumbrado. Edward se había contenido tanto… No se podía creer todo lo que se había perdido.

Intentó no olvidar que era más fuerte que Edward, pero resultaba difícil concentrarse con esas sensaciones tan intensas que, a cada segundo, atraían su atención en un millón de lugares distintos de su cuerpo. Si le hizo daño, Edward no se quejó.

Una parte muy, muy pequeña de su mente consideró el interesante acertijo que suponía esta situación. No se iba a sentir cansado jamás, ni Edward tampoco. No debían detenerse para recuperar el aliento, descansar, comer o incluso usar el baño, puesto que no tenían las mundanas necesidades humanas. Edward tenía el cuerpo más hermoso, más perfecto del mundo y era todo para Beau. Y Beau no se sentía precisamente como si pudiera llegar el momento en que se le ocurriera pensar, «bueno, ya he tenido bastante por hoy». Siempre iba a querer más y ese día no iba a acabarse jamás. Así, en una situación como ésta, ¿cómo iban a parar?

No le molestó en absoluto desconocer la respuesta. Se dio cuenta (o algo así) cuando el cielo comenzó a iluminarse. Su pequeño océano de fuera cambió del negro al gris y una alondra empezó a cantar en algún lugar muy cercano, como si tuviera su nido entre las rosas.

—¿Lo echas de menos? —le preguntó Beau cuando Edward terminó de cantar.

No era la primera vez que habían hablado, pero tampoco es que estuvieran manteniendo una conversación hilada, ni mucho menos.

—¿Echar de menos, qué? —murmuró Edward.

—Todo eso: el calor, la piel blanda, el olor sabroso… Yo nada añoro, pero me estaba preguntando si no te entristecería a ti el haberlo perdido.

Se echó a reír, un sonido bajo y lleno de dulzura.

—Sería difícil encontrar a alguien menos triste que yo en estos momentos. Te diría que es casi imposible. No hay mucha gente que consiga todo lo que desea, además de otras cosas con las que ni siquiera había soñado, y encima en el mismo día.

—¿Estás evitando la cuestión?

Edward presionó su mano contra el rostro de Beau.

—Eres cálido —repuso.

Eso era cierto, al menos en un sentido. Para Beau, su mano también resultaba cálida. No era lo mismo que tocar la piel ardiente como una llama de Julie, pero sí más agradable. Más natural.

Edward deslizó los dedos muy lentamente por el rostro de su pareja, hacia abajo, siguiendo con levedad el contorno de su mandíbula hasta su garganta, rozando su clavícula y después más abajo aún hasta llegar a su abdomen y luego la pelvis. Los ojos de Beau casi se le pusieron en blanco otra vez.

—Eres suave.

Sintió sus dedos como satén contra la piel, de modo que comprendió lo que quería decir.

—Y en cuanto al olor, bueno, yo no diría que lo echo de menos. ¿Recuerdas el olor de aquellos excursionistas cuando salimos de caza?

—Estoy haciendo un gran esfuerzo para no recordarlo.

—Imagínate besando eso.

La garganta de Beau ardió en llamas como si hubieran tirado de la cuerda de un globo de aire caliente.

—Oh.

—Precisamente. Así que la respuesta es no. Estoy lleno de alegría, porque no echo nada de menos. Nadie tiene más que yo ahora.

Beau estuvo a punto de informarle de la única excepción a esta afirmación, pero sus labios estuvieron de nuevo ocupados con rapidez.

Cuando el pequeño estanque adquirió un tono perlado después del amanecer, pensó en hacerle otra pregunta.

—¿Cuánto durará todo esto? Quiero decir, Carine y Earnest, Elli y Roy, Alice y Jasper… no se pasan el día encerrados en sus habitaciones. Tienen una vida pública, vestidos todo el tiempo —Beau se retorció para pegarse más a él, lo que era algo parecido a un cumplido; en realidad, para dejar bien claro de qué estaba hablando—. ¿Es que esta… ansia se acaba alguna vez?

—Eso es difícil de decir. Todo el mundo es distinto y, bueno, tú eres de lejos el más diferente de todos. El vampiro neonato promedio está demasiado obsesionado con la sed para notar alguna otra cosa durante un tiempo. Esto no parece aplicarse a ti. Volviendo a ese vampiro promedio, después del primer año, aparecen otras necesidades. En realidad, ni la sed ni cualquier otro deseo desaparecen. Es simplemente cuestión de aprender a equilibrarlos, a priorizarlos y manejarlos…

—¿Cuánto tiempo?

Edward sonrió, arrugando un poco la nariz.

—Los peores fueron Royal y Eleanor. Me llevó una década larga poder soportar acercarme a ellos a menos de un radio de dos kilómetros. Incluso Carine y Earnest tenían dificultades para digerirlo. De hecho, expulsaban a la pareja feliz de vez en cuando. Earnest les construyó una casa también. Era más grande que ésta, ya que Earnest sabía lo que le gusta a Royal igual que ha adivinado lo que tú preferirías.

—Así que… ¿unos diez años, entonces? —Beau estaba bastante seguro de que Eleanor y Royal no tenían nada que ver con ellos, pero podría haber sonado como una exageres por su parte si pretendía alargar la cosa más de una década—. ¿Después todo el mundo se vuelve normal? ¿Cómo lo son ahora?

Edward sonrió de nuevo.

—Bueno, no estoy seguro de lo que consideras normal. Tú has visto a mi familia desenvolverse en una vida que casi podríamos considerar humana, pero te has pasado las noches durmiendo —le guiñó un ojo—. Cuando no tienes que dormir hay una cantidad tremenda de tiempo disponible, lo cual hace bastante fácil… equilibrar tus intereses. Existe un motivo por el cual yo soy el mejor músico de la familia, o por el cual, aparte de Carine, soy el que más libros ha leído, o por el que puedo hablar con fluidez la mayoría de los idiomas. Puede que Eleanor te haya hecho creer que soy un sabelotodo porque leo la mente, pero la verdad es que he tenido más tiempo libre que el resto.

Se echaron a reír a la vez, y el movimiento que provocaron sus carcajadas tuvo como consecuencia cosas bastante interesantes por el modo en el que sus cuerpos estaban conectados. Y dieron por concluida la conversación de forma muy eficaz comenzando de nuevo con los besos.