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Life and Death #3: Después del amanecer

El final que vivirá por siempre «Beau no quería que nadie saliera herido. ¿Cómo iba a evitar que algo como eso fuera posible? ¿Es que había alguna posibilidad de que le pudieran enseñar con la suficiente rapidez para que se convirtiera en un peligro para cualquier miembro de los Vulturis? ¿O estaba condenado a ser un completo inútil para ver como su familia moría frente a sus ojos?» Crepúsculo dio rienda suelta a la peligrosa relación de Beau y Edward. Noche Eterna unió sus lazos más que nunca. Y ahora, en el último capítulo de la trilogía, las dudas sobre lo que ahora es Beau empuja a una confrontación con los Vulturis que cambiará sus vida por siempre.

_DR3AM3R_1226 · Book&Literature
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52 Chs

SOLDADOS DEL INFIERNO

—Oberón —musitó Edward, frío, mientras contemplaba la ciudad.

A través de las capas de humo, a Beau le pareció que casi podía vislumbrar el angosto laberinto que tramaban las calles de la ciudad, atestadas de figuras que corrían, diminutas hormigas negras moviéndose desesperadamente de un lado a otro; pero volvió a mirar y no vio nada, nada salvo las espesas nubes de vapor negro y el hedor de las llamas y el fuego.

—¿Crees que es cosa del rey? —El humo amargaba el aire que respiraba Beau—. Parece un incendio. A lo mejor ha empezado espontáneamente.

—Las puertas que dan a las tierras de los hijos de la luna están abiertas. —Edward indicó hacia algo que Beau sorprendentemente consiguió discernir, dada la distancia y el humo que lo escondía todo—. Hay criaturas en cuatro patas saliendo enfurecidos de allí. Y la mansión de dónde venimos ha perdido su luz. Parece como si la hubieran tirado. —Apretó con fuerza el cuerpo de la mujer desfallecida, y su mano libre la cerró en un puño con tanta fuerza que parecía que iba a romperse—. Tenemos que salir de aquí.

Una corriente de energía cruzó por todo el cuerpo de Beau, esta vez por temor.

—Julie…

—Los habrán evacuado del baile. No te preocupes, Beau. Probablemente está mejor que la mayoría de los que hay ahí abajo. No es probable que los soldados la molesten a ella. La batalla parece estar de éste lado.

—Lo siento —susurró Beau—. Nuestra familia… Royal… Eleanor…

Edward le entregó el cuerpo de la mujer a su prometido, mientras éste se preguntaba el por qué.

—Beau, quiero que permanezcas aquí. Regresaré por ti.

La confusión que albergaban sus ojos desde que habían abandonado ese lugar solariego se había evaporado. Era como todo un héroe en aquellos momentos.

Beau negó con la cabeza.

—No. Quiero ir contigo.

—Beau, iré por los demás y luego…

Se interrumpió, rígido de pies a cabeza. Al cabo de un momento Beau también lo oyó: un intenso y rítmico martilleo, y, por encima, un sonido parecido al chisporroteo de una hoguera enorme. Beau necesitó unos instantes para desmantelar el sonido en su mente, para descomponerlo como uno podría hacerlo con una pieza musical en las notas que la componían…

—Son…

—Hombres lobo.

Edward miraba detrás de Beau. Siguiendo la dirección de su mirada los vio, surgiendo de la colina más próxima como una sombra que se extendía, iluminada aquí y allá por fieros ojos brillantes. Una manada de lobos… Más que una manada; debía de haber cientos de ellos, incluso miles. Sus ladridos y aullidos habían sido el sonido que Beau había confundido con el fuego, y se alzaba en la noche crispado y discordante.

La cabeza de Beau le dio un vuelco. Conocía a los hombres lobo. Había peleado junto a ellos. Pero éstos no eran como los lobos de Sam, no eran lobos con instrucciones de cuidar de él y no hacerle daño. Tampoco eran del tamaño de los Quileute. Pensó en el terrible poder de destrucci��n de la manada de Sam cuando fueron a cazarlo, y de repente se sintió abrumado.

Oyó a Edward maldecir una vez, con ferocidad. No había tiempo de quedarse allí parados; la estrige apretó con fuerza el cuerpo de la mujer contra él, rodeándola con el brazo y con la otra mano tomó la de Edward en un intento de mantenerse unidos. Beau apretó los dientes.

Los lobos estaban ya sobre ellos. Fue como una ola estrellándose: un repentino estallido de ruido ensordecedor y una ráfaga de aire cuando los primeros lobos de la manada se abrieron paso al frente y saltaron —había ojos ardientes y fauces abiertas—; Edward hundió los dedos en la mano de Beau…

Y los lobos pasaron majestuosos a ambos la dos de ellos, evitando el espacio en el que ellos se encontraban por un margen de más de medio metro. Beau giró la cabeza a toda velocidad, incrédulo, cuando dos lobos —uno de piel brillante y moteada, y el otro enorme como Julie y de un gris acerado— golpearon el suelo con suavidad detrás de ellos, haciendo una pausa para mirarlos, y siguieron corriendo, sin echar siquiera la vista atrás.

—Eran Seth y Leah —dijo Edward.

Había lobos por todas partes a su alrededor, y ni uno solo los había tocado. Pasaron a la carrera junto a ellos, una avalancha de sombras, con los pelajes reflejando la luz de la luna en forma de destellos plateados de modo que casi parecían constituir un único río en movimiento de formas que avanzaban atronador en dirección a Edward y Beau… y luego se dividía a su alrededor como el agua al topar con una piedra. Los vampiros podrían muy bien haber sido estatuas a juzgar por la poca atención que los licántropos les prestaron mientras pasaban raudos, con las fauces bien abiertas y los ojos fijos en la carretera que tenían delante.

Y a continuación ya no estaban. Edward se volvió para observar cómo el último de los lobos pasaba por su lado y corría para atrapar a sus compañeros. Volvía a reinar el silencio, tan sólo alterado por los sonidos muy quedos de la ciudad situada a lo lejos.

Beau soltó a Edward, poniendo toda su fuerza sobre el cuerpo.

—¿Estás bien?

—¿Qué ha pasado? —musitó Beau—. Ésos hombres lobo… han pasado sin más por nuestro lado…

—Por lo que escuché… van a la ciudad. A Elfame. Su alfa se siente mal por haberse ido sin siquiera luchar, y en parte fue gracias a que Leah y Seth lo convencieron de venir — entonces miró a Beau—. Necesitaremos darnos prisa.

—¿No vas a dejarme aquí, entonces?

—No serviría de nada. Ningún lugar es seguro. Pero… —Vaciló—. ¿Tendrás cuidado?

—Lo tendré —dijo Beau—. ¿Qué hacemos ahora?

Edward bajó la mirada hacia Elfame, que ardía a sus pies.

—Corramos.

Cualquiera diría que nunca era fácil seguir el ritmo de Edward, y ahora que Beau corría a toda velocidad y con un cuerpo sobre sus hombros, resultaba fascinante. Beau percibió que de hecho Edward estaba dando lo mejor de sí, por lo que Beau redujo la velocidad para que él pudiera alcanzarlo, y lo hizo a regañadientes.

La carretera se allanaba en la base de la colina y describía una curva a través de un grupo de árboles altos y con muchas ramas que creaban la ilusión de un túnel. Cuando Beau salió por el otro lado se encontró ante la una puerta. A través del arco, Edward pudo ver una confusión de humo y llamas. Beau lo esperaba de pie en la puerta. Sostenía a la mujer ahora del otro lado cuando vieron como una daga pasó justo a su lado, brillaba pero su luz era absorbida por el resplandor de la ciudad que ardía a sus espaldas.

—Los soldados —preguntó Beau, cuando Edward estuvo cerca—. ¿Por qué están aquí? Parece que no les importa acabar con su propia gente.

—Y justo es así, al menos él trató de hacer la diferencia. —Edward indicó con la barbilla al camino por el que había llegado—. Hecho pedazos. No, no es necesario que mires. —Bajó la mirada.

Edward lo miró con serenidad.

—Este no es nuestro problema, es egoísta pero debemos lidiar con nuestros propios demonios. Así que, no te encariñes mucho con este lugar.

—¿Está mal que yo también haya pensado en eso? —replicó Beau—. Todavía tenemos que negociar con los Vulturis.

Un amago de sonrisa apareció en la comisura de los labios de Edward.

—Suceda lo que suceda, Beau —dijo Edward, mirándolo a través de la luz del fuego—, permanece a mi lado. ¿Entiendes? —Lo miró fijamente, exigiéndole una promesa.

—Permaneceré a tu lado.

—Estupendo. —Desvió la mirada y lo soltó—. Vamos.

Cruzaron la puerta despacio, uno al lado del otro. Al penetrar en la ciudad, Beau fue consciente del ruido de la pelea por vez primera. Una barrera de sonido conformada por gritos humanos y aullidos inhumanos, por el sonido de cristales haciéndose añicos y por el chisporroteo del fuego.

El patio situado justo al otro lado de la puerta estaba vacío. Había formas apiñadas desperdigadas allí sobre los adoquines. Beau intentó no prestarles demasiada atención. Se preguntó cómo podría uno saber si alguien estaba muerto desde tanta distancia, sin mirar con detenimiento. Los cuerpos muertos no parecían personas inconscientes; era como si se pudiese percibir que algo había huido de ellos, que alguna chispa esencial ya no estaba en ellos.

Edward hizo que cruzaran el patio a toda prisa —Beau se dio cuenta de que a él no le gustaba permanecer en la zonas cerradas y silenciadas— y que siguieran por una de las calles que salían de él. Encontraron más escombros. Habían destrozado escaparates, habían saqueado el contenido y luego lo habían esparcido por la calle. También había olor en el aire, un dulce y exquisito olor a sangre. Beau conocía aquel olor. Significaba que había hadas cerca.

—Por aquí —siseó Edward.

Se introdujeron por otra calle más estrecha. Un fuego ardía en el piso superior de una casa, aunque ninguno de los edificios colindantes parecía haber sido afectado. A Beau le recordó de un modo extraño a las imágenes que había visto en su libro de historia sobre un bombardeo alemán de Londres, que había esparcido la destrucción al azar desde el cielo.

Al levantar la mirada vio que una fortaleza situada en el punto más alto de la ciudad estaba envuelta en el humo negro.

—Dios mío.

—Tranquilo, ya…

Edward se interrumpió cuando salieron de la calle estrecha y penetraron en una vía más grande. Había varios cuerpos en mitad de la calle. Algunos eran cuerpos en las llamas del fuego. Vampiros. Edward corrió hacia delante, con Beau siguiéndolo más vacilante. Eran tres, como pudo comprobar cuando estuvieron más cerca… ninguno de ellos, se dijo con culpable alivio, era Royal o Eleanor. Junto a ellos se hallaba el cadáver de un hombre de edad avanzada, con los brazos todavía abiertos de par en par como si hubiese estado protegiendo a algún pequeño con su propio cuerpo.

La expresión de Edward era dura.

—Demos la vuelta. Despacio.

Beau se volvió. Justo detrás de él había un escaparate roto donde había habido armas expuestas en algún momento… Pero eso no era lo que había alertado a Edward. Alguien se movía fuera del escaparate… alguien fuerte, enorme y armado. Alguien equipado con una doble hilera de dientes distribuida a lo largo de toda su boca.

El hada empezó a correr hacia ellos. Algo en su movimiento rezumante y carente de inteligencia hizo que a Beau le entraran unas ansias de sangre. Retrocedió, chocando casi con Edward; el cuerpo de la mujer seguía completo.

—Es una mutación de un goblin —le explicó él, con la vista clavada en la criatura que tenían ante ellos—. Se lo comen todo.

—¿Como las estriges?

—Solo que no son tan difíciles de matar —dijo Edward—. Ponte detrás de mí.

Beau retrocedió por un segundo. Pero luego se planteó mejor la situación, pues él acabó con la mayoría de los reos en aquel calabozo, era obvio que podría con una criatura como esta. Con pasos demasiados rápidos como para que alguien pudiera pararlo, Beau le entregó el cuerpo de la mujer a Edward, quedando de pie frente aquella bestia. Por supuesto que no debería tener muchos problemas para matarla.

Beau corrió hacia el goblin, asestando un golpe muy duro con su puño, que se hundió en la espalda de la bestia emitiendo un sonido parecido al de una fruta demasiado madura cuando la pisan. El goblin pareció contraerse, luego se estremeció y cayó echo pedazos, Beau se limpió la sangre de la criatura con la capa, que se arrancó al instante.

Edward lo miró con sorpresa.

—Sí, me temía que hicieras algo como esto —masculló acomodando el cuerpo de la mujer en su hombro—. Al menos tuve razón con eso de que no eran difíciles de matar.

—Salgamos de aquí.

Se volvieron y corrieron en la dirección por la que habían venido.

Pero otra de esas cosas se les apareció, delante de ellos, obstruyendo la calle. Parecía más grande que el anterior, y de él brotaba una especie de enojado chirrido de insecto.

—Creo que no quieren que nos vayamos —dijo Beau.

—Beau…

Al mismo tiempo un lobo se arrojó sobre ellos, con los labios tensados hacia atrás en un feroz gruñido y las fauces bien abiertas.

Edward gritó algo; Beau no le puso atención, pero percibió la enloquecida expresión de sus ojos y se arrojó a un lado, fuera del camino del animal, que voló, con las zarpas extendidas y el cuerpo arqueado… y alcanzó a su blanco, el goblin, derribándolo contra el suelo antes de empezar a desgarrarlo a dentelladas.

La bestia chilló, o emitió lo más parecido a un chillido que pudo: un gimoteo agudo, similar al sonido del aire al escapar de un globo. El lobo estaba encima de él, inmovilizándolo, con el hocico profundamente enterrado en el pellejo viscoso de la criatura. El goblin se estremeció y trató desesperadamente de levantarse y curar sus heridas, pero el lobo no le concedía la menor oportunidad. Con las zarpas profundamente hundidas en la criatura, el lobo arrancaba con los dientes pedazos de carne gelatinosa del cuerpo de la bestia, cuidando de que, los chorros de fluido verde que llovían, no cayeran sobre él. El goblin inició una última y desesperada serie de convulsas contorsiones, con las mandíbulas dentadas chasqueando entre sí mientras se revolvía… y entonces desapareció, dejando sólo un charco viscoso de fluido verde humeando en los adoquines donde había estado.

El lobo emitió una especie de gruñido de satisfacción y se volvió para contemplar a Edward y a Beau con ojos que la luz de la luna volvía plateados. Beau lo miró con cuidado, como si el lobo fuera a atacar y por lo tanto él igual.

El lobo gruñó y su pelaje se erizó a lo largo del lomo.

Edward le sujetó el brazo.

—No…, no lo hagas.

—Pero puede matarnos, Edward…

—¡Mató al goblin por nosotros! ¡Está de nuestro lado!

Se separó de Beau antes de que éste pudiera retenerlo y se acercó al lobo, con la palma de su mano libre y extendida. Le habló en voz baja y tranquila.

—Lo siento. Lo sentimos. Sabemos que no quieres hacernos daño. —Se detuvo, cuidando de no dañar el cuerpo de la mujer, mientras el lobo lo contemplaba con ojos inexpresivos—. ¿Quién eres? —le preguntó, y miró hacia atrás a Beau y frunció el ceño—. ¿Podrías dejar de mirarlo así?

Antes de que pudiera decir nada, el lobo profirió otro gruñido quedo y empezó a levantarse. Las patas se alargaron, la columna se enderezó, las fauces se retrajeron. En unos pocos segundos un joven apareció de pie ante ellos; un chico que llevaba una manchada franela holgada de color blanco, con los rizados cabellos hacia atrás formando múltiples chinos, y una cadena de plata decorándole la garganta que palpitaba como una luciernaga.

—«¿Quién eres?» —remedó el muchacho con indignación—. No puedo creer que esperaran una respuesta mía. Como si los lobos pudiéramos hablar, excepto por Valter…

—Mi prometido puede leer mentes —dijo Beau indignado—. No iba a tener problemas.

—Como sea, mi nombre es Danilo.

—¿Danilo? —dijo Beau creyendo que debería reconocerlo.

—Ése soy yo. Salvándoles el trasero, como de costumbre suelo hacer por aquí.

Sonrió ampliamente. Su ropa estaba salpicada de sangre de hada; sobre el pelaje del lobo no había resultado visible, de todas formas, eso era buena señal. Se llevó la mano al estómago.

—¡Qué asco! No puedo creer que me haya zampado tanta cantidad de goblin. Espero no ser alérgico.

—Creí que la sangre de hada era peligrosa para cualquiera —le dijo Beau a Edward.

—No cuando eres inmune a cualquier veneno, tardé en descubrir esa ventaja que tengo sobre las hadas —dijo Danilo—. En fin, mi bendición.

—Pero ¿por qué nos ayudaste? —exigió Beau—. No es que no nos alegremos por eso, pero…

—¿No lo saben? —Danilo los miró con perplejidad—. Amblys ya está por aquí.

—¿Amblys? —Beau lo miró con asombro—. ¿Amblys está… aquí?

Danilo asintió.

—Luego de que un brujo llamado Pamphile nos haya llevado fuera de Elfame, nos platicó que Zé y un grupo más de lobos habían decidido quedarse. Los quileutes convencieron a nuestro Alfa de regresar, al menos para salvar a los necesarios. Y entonces, Amblys dijo que era necesario mantenerte con vida, y decirte que ya está aquí —rió—. Por supuesto que no lo sabías. Error mío.

—Cierto —dijo Edward—, y dudo que la Corte lo sepa tampoco. No les entusiasma demasiado que la gente se invite sola.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Beau.

—Alice, y la mente de alguno que otro que no tenía su escudo.

Danilo se irguió en toda su altura; sus ojos centelleaban encolerizados.

—De no haber sido por nosotros, varios habrían sido masacrados. Nadie protegía a los inocentes cuando nosotros llegamos…

—No —terció Edward, dirigiendo una mirada a Beau—. Te estoy muy agradecido por salvarnos, de verdad, Danilo, y también Beau, solo que parece haberse dejado llevar por sus instintos y no quiere admitir que está siendo muy orgulloso. Y no esperes que lo haga —añadió en seguida, viendo la expresión del rostro del muchacho—, porque no serviría de nada. Necesitamos llegar con el resto de nuestra familia, los Cullen, igual a Julie Black, luego tenemos que salir de aquí…

—¿Julie Black y Silas? ¿Los Cullen? Creo que están en la Sala de los Tratados. Están esperando a alguien. Al menos los vi allí cuando fui —dijo Danilo—, y el hada también, el del pelo rojo. Silas.

—Si Silas está allí, Julie también, y por lo tanto mis hermanos igual.

La expresión de alivio en el rostro de Edward hizo que Beau deseara posar la mano en su hombro. No lo hizo.

—Por cierto, ¿ella quién es? —dijo Danilo refiriéndose a la mujer sobre los hombros de Edward.

—No lo sabemos pero en cuanto despierte, lo averiguaremos —explicó Edward—. Por ahora tratemos de sobrevivir en esa Sala.

—Créeme, ha sido muy inteligente reunirnos en esa Sala; nadie entrara por ahora. —dijo Danilo—. Vamos.