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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantasy
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El misterioso individuo

En torno a una mesa rectangular de madera, protegida por un mantel color vino, con acabados en las patas, tallados que representaban las heroicas luchas del reino, se encontraba un grupo de siete individuos, recatados y de rostros ajenos a las emociones al observar al hombre con el título sobresaliente, el del anillo dorado en su anular con el magnífico grabado del victorioso.

Los rayos de la mañana, que entraban semiobstruidos por el balcón era la única fuente de luz de la que disponía la habitación. El blanco de las losas le permitía distribuirse por zonas que de otro modo sería inalcanzable.

—Nada —Mató el silencio—, ni un maldito pelo, ni un trozo de su armadura. Nada han podido conseguir. —Apretó el puño y golpeó con fuerza la madera, que distribuyó el poder del ataque a sus patas.

El continuo silencio solo forzó a la incomodidad. Cada uno de los presentes se mantenían solemnes, impávidos a la personalidad del hombre, que parecía querer encontrar una excusa para devastar el mundo.

—Su Majestad —intervino el hombre sentado en el segundo asiento a su flanco izquierdo. Un elegante y alto individuo de cabello negro como la noche, corto y ondulado. De ojos sonrientes, orejas pequeñas, mentón partido y labios rotos por la cicatriz que empezaba en su mejilla izquierda—, me dolió tanto cuando escuché la noticia, como a todos los presentes, y, aunque respeto y guardó el luto, no creo que perseguir al aventurero que "causó" su muerte sea lo ideal.

Katran inspiró y reforzó el ceño, su mirada gélida penetró en los sonrientes ojos del hombre, que, sin inmutarse, le mantuvo la mirada.

—¿Perseguir al asesino de mi hermano no te parece correcto, distinguido Alan Marhs?

—Simplifica mis palabras, Su Majestad —afirmó, sin verse influenciado por la cólera naciente de su monarca.

—Habla claro —ordenó.

El Distinguido asintió, calmó su respiración, carraspeando al sentir la saliva en su garganta.

—Gracias, Su Majestad. —Prosiguió luego del ademán de cabeza—. Lo que deseaba comunicarle, era que, la ciudad no se ha recuperado de la última incursión de las bestias mágicas...

—¿Osas declarar que no me importa lo que sucede en la ciudad? —interrumpió.

—No —Negó con la cabeza—, Su Majestad. —Prefirió guardarse sus siguientes palabras, manteniendo una mansa sonrisa en su rostro.

—Nadie de aquí es su enemigo, Su Majestad —intervino la mujer a su derecha, sentada en la segunda silla. Hembra de rostro alargado y fino, de ojos afilados y cejas delgadas, cabello negro, nariz pequeña y grandes orejas—. Los aquí presentes valoramos la seguridad del reino como lo primordial, Su Majestad, empero, no por ello creemos que usted lo hace menos.

Katran se volvió a la nueva voz, a la de la mujer con el anillo antiguo en su dedo anular.

—Estupideces —gritó el viejo sentado al flanco derecho del monarca, en la primera silla—, el rey ha hecho lo que los dioses mandan, y ustedes solo saben ladrar cuando sus intereses se ven perjudicados —Observó a los presentes con autoridad, salvo al rey, a quién le dirigió una cálida mirada—. El segundo príncipe fue asesinado en nuestro territorio, y sabrán que otras cosas hizo ese monstruo. Darle caza y muerte es lo que con urgencia se debe hacer, lo que dictan nuestras leyes.

—Ese "monstruo" salvó al reino —dijo la mujer con tono serio—, y nadie de los presentes puede asegurar que él haya sido el culpable de la muerte del segundo príncipe —Se levantó y quitó de su túnica el símbolo circular—. Si es así como Atguila paga sus deudas, yo opto por retirarme —Lo arrojó a la mesa, creando un sonido pesado—. No seré partícipe en esta cacería.

—Siéntese, Distinguida —ordenó el anciano, mirándole directamente.

—Hasta donde tengo entendido —replicó—, el trono le pertenece a su nieto, no a usted, Distinguido Extroc Bricgo.

—Silencio, ambos —dijo Katran, molesto por la irreverencia de los dos individuos. Las palabras prontas a decir se estancaron en sus labios al sentir la imponente presencia a sus espaldas.

Los más sensibles a la energía se vieron inmersos en una angustiante situación, y, aunque fueron conscientes del lugar de donde provenía, no fueron tan valientes como para dirigir sus miradas, salvo una, la mujer de pie, que había acercado el anillo antiguo a su pecho.

En el umbral que daba paso al balcón se manifestó la presencia de un alto individuo, rubio y de ojos cafés. Vestido con una túnica blanca, pulcra y con decorados de piedras preciosas en las mangas, un brazalete dorado con el símbolo del dios Sol en su muñeca izquierda, junto con una diadema plateada que contaba una historia de hazañas imposibles con su magnífico grabado.

—La Orden y el Santo Iluminado me han instado a regresar —La luz que lo cobijaba comenzó a atenuarse—. Niño Bricgo —dijo al ver al anciano, dibujando una sonrisa en su rostro y cortando la ceremonia que parecía no haber comenzado—, te has hecho viejo.

El abuelo del rey reconoció de inmediato la voz, una voz potente como un trueno, pero dulce como una melodía producida por un instrumento de cuerdas. Volteó, forzando la sonrisa en su nerviosa expresión, saludando con cortesía.

—Y usted no ha cambiado, Alto —respondió sin sorpresa, hace mucho que la había perdido al encontrarse con tan enigmático individuo.

El hombre de la túnica blanca se volvió a los presentes, reconoció a algunos, pero los recordaba más jóvenes, sin tantas arrugas y canas, y eso que podía oler las pócimas de juventud en sus cuerpos.

—Señor Rey —dijo al ponerse al lado del magno asiento. Se quedó ligeramente sorprendido al ver al estoico Katran, que no se atrevía a profesar palabra al sostenerle la poderosa mirada—. ¿Qué ha sucedido con el rey Brickjan? —Observó a los presentes, sin cambiar su expresión imponente y tiránica.

—Falleció —respondió Extroc.

—¿De forma natural?

—A causa de severas heridas —explicó, sin tratar de camuflar la verdad.

—¿Heridas? ¿Quién se ha atrevido a dañar a un rey? —preguntó, cargado de enojo.

—No fue un individuo, Alto, fue una bestia mágica.

El enigmático individuo guardó silencio al recibir la respuesta, causando que al cerrar los ojos la habitación temblara por menos de un segundo, probablemente a causa de que los hechizos protectores se vieran influenciados por la magnitud de poder que había desprendido el hombre.

—Increíble —dijo al volver sus ojos a la luz—. ¿Cuál es tu nombre, Señor Rey? —Se volvió a Katran, y, aunque se notaba la deferencia que tenía por el título, no era lo mismo para la persona que lo poseía.

—Katran Lavis Bricgo —respondió, forzando la calma en su tono inquieto.

—Te recuerdo —dijo, y cuando el recuerdo del niño cubierto de mocos pegado a la teta de su madre apareció, también lo hizo la sonrisa—, Señor Rey. Pero eso es pasado, y los años venideros son los importantes. Te haré saber lo mismo que le hice saber a tu padre, y la mayoría de las generaciones que se han sentado en el mismo tronó —Se giró para observar a los presentes, que seguían tan quietos como silenciosos—. Pero es conocimiento que solo puedo y voy a decirle al rey.

—Retírense —ordenó Katran.

La Distinguida le ofreció una última mirada a su monarca, instándole a retractarse de su idea, y de lo que podría considerarse como el principio de la caída de su reino, y una de las cartas de supervivencia de la humanidad. Luego observó al llamado Alto, le asintió, e hizo un sello de dedos, él sonrió con sorna, siendo eso su única respuesta.

Al ver despejada la habitación, el Alto cubrió en su totalidad la sala de hechizos, bastándole dos segundos para culminar con la tarea.

—Nunca se sabe quién puede estar escuchando —dijo, aunque había sido más un espectáculo, ya que había destruido toda intención mágica extranjera en la ciudad tan pronto como apareció—. Lo que te diré puede o no ser importante, pero quiero que sepas que, aunque respeto y obedezco los mandatos de los dioses, no soy tu subordinado, ¿entendido?

Katran asintió, parecía un niño asustado al lado de tan temible bestia, en su vida había estado tan nervioso, y no sabía cuál era la razón que la causaba.

—Mi nombre ha sido olvidado por el tiempo, y mi título ya no se obsequia, me nombran Alto, y puedes hacer uso de ese apodo para dirigirte a mí. No soy un instrumento de disuasión, no me importan tus tramas o intrigas, ni tus enemigos imaginarios. Pero, aun con todo eso, soy el guardián de este reino, me presentaré cuando se requiera, o cuando sea llamado de urgencia, como en esta ocasión. Te repito, no soy tu subordinado, pero puedo escuchar tus peticiones.

Katran sintió como si el hombre ya supiera lo que iba a pedirle, se sentía desnudo ante aquellos ojos cafés, tan penetrantes e imponentes, similares a una montaña.

—No sé quién sea el niño —continuó el Alto al notar el silencio. En su momento de contemplación había barrido la totalidad de la ciudad, se había hecho con la historia de lo ocurrido gracias a sus misteriosas habilidades, mismas que ocupó para desvelar los anhelos en el corazón del joven rey—, pero sé que deseas su poder —Su mirada se tornó todavía más intensa—, ¿quieres que lo traiga ante ti?

—Estaría muy agradecido, Señor Alto.

—Solo Alto —compuso.

Katran asintió.

—Será mi dádiva por tu ascensión al trono, Señor Rey. —Simuló una breve reverencia, y cuando Katran se percató de lo sucedido, el enigmático individuo ya había desaparecido.