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6. El extraño

Hercus sonrió de felicidad al mantenerse en una pieza, luego de haberse enfrentado a los agudos colmillos de los dos felinos y sus garras mortales, así como a las terribles mandíbulas y a la mordedura de los reptiles. Si se lo contaba a Herick, le iban a salir brillo por los ojos al escuchar su historia de lo que había pasado, después de haberse quedado solo. Pero, la tormenta se había vuelto tan fría y fuerte, que necesitaba buscar un refugio para protegerse de la tempestad. Ya podría estar más aliviado.

Sin embargo, el rugido del león lo hizo ponerse en guardia. Aunque, por suerte, fue para atacar a un cocodrilo que había salido del río. Mas, cuando lo ahuyentó, la bestia se volvió hacia él. El felino se quitó la humedad de su melena agitando su cuerpo.

—Te he salvado. No intentes comerme —dijo Hercus, inquieto. Se mantenía preparado con su daga en la diestra, mientras que la otra la mantenía con el palmar abierto, indicándole que no lo atacara.

Hercus estuvo más tranquilo cuando el león le rugió y se marchó sin más. Se encorvó y llevó sus manos hasta sus rodillas. Había visto esta parte de la selva, solo desde arriba de la montaña, en el precipicio, pero nunca desde abajo. Esta zona del bosque era de mucho cuidado y no la había explorado, por lo que no conocía el camino para volver. Aún tenía el carcaj con algunas flechas en su dorso. Movió su cabeza de izquierda a derecha observando el paisaje. Arrugó el entrecejo al ver como los pájaros salieron asustados de las copas de los árboles, blancas, por la ventisca, como si algo los hubiera espantado. Su corazón, encogido, le advertía del peligro que se acercaba. Sin pensarlo dos veces empezó a correr en la misma dirección en la que habían volado las aves. Se adentró de nuevo en el bosque, saltando y esquivando los obstáculos. El terreno era malo y escarpado. Debía tener cuidado de no doblarse el pie, porque eso sería fatal para él en su supervivencia y en su trabajo. Un hombre herido era una carga, en el contexto del campo. Al evitar un tronco, no se dio cuenta del fin del camino. Frenó de repente, provocando que su cuerpo se doblara hacia delante. Recuperó el equilibrio y divisó el lago de fango en el que pudo haber caído y que era una trampa mortal. Esa selva debía llamarse muerte, porque todo trataba de comérselo y asesinarlo, hasta el barro de la tierra. Agarró una estaca y marcó el sitio, para evitarlo en el futuro. Rodeó la zona y continúo corriendo. Sus sentidos le avisaban de que un depredador temible lo estaba asechando, mientras seguía su rastro. Se detuvo un momento al sentirse observado.

Hercus miró la cima de los árboles y fue cuando avistó a una inmensa manada de monos de hocico rojo, y azul a los lados. Estaban en las ramas, mientras lo miraba en silencio, como analizándolo. Tragó saliva y apretó su puño para controlar su temblor. Agarró con vigor la empuñadura de su cuchillo pequeño. Le daba más seguridad. Hizo contacto con los pequeños ojos dorados de uno de los machos dominantes y entendió que debía salir de ahí. Se emprendió a la fuga, mientras los monos emitieron gruidos y gritos espeluznantes. La selva de Glories podía llegar a ser un lugar, en verdad aterrador y espantoso. Sus pasos resonaban sobre el suelo. Se cubrió la cabeza con su zurda para protegerse de las piedras, semillas y demás cosas que le arrojaban. Las hojas caían de gran manera, en tanto la furiosa tormenta, cada vez más poderosa, lo cansaba y lo volvía más lento. Además de tornar su visión más nublada. Cada vez que respiraba se formaba un aire denso en su boca. En todos sus años de vida, jamás había estado a la deriva, fatigado y herido en una ventisca de tanta magnitud. Su ropa y su piel expuesta empezaron a ser cubiertas por la blanca escarcha, que le calaba hasta los huesos.

Algunos de los monos saltaron al frente de él, para cerrarle el paso. Hercus lo ahuyentaba, manteniéndose en guardia con su cuchillo. Giró sobre sí, agitando so brazo diestro con violencia. Nada más deseaba salir de ese bosque y volver al pueblo. No estaba motivado en lastimar a ninguno de ellos. Al parecer sus ruegos fueron escuchados, cuando detalló como los monos se alejaron, espantados. En su corto momento de tranquilidad, recibió un doloroso picor en su cuello. Al pasarse la mano por reflejo, pudo batir a una avispa que lo había picado, y que luego volvió a irse. El frío lo carcomía hasta las entrañas. Si fuera en otra ocasión hubiera estado encantado de apreciar la nieve. Entonces, sintió como una especie de cuerda gruesa y pesada se subía en él. Se percató de que una enorme serpiente se había enrollado en su cuerpo, hasta a aprisionarlo. La cabeza de la serpiente se puso delante de su cara, viéndolo con esos grandes ojos con una negra pupila vertical.

La gigantesca serpiente sacó la lengua para sentir el poco calor que seguía emitiendo al estar vivo. Hercus se resistía con sus brazos al abrazo amoral de la serpiente que ansiaba asfixiarlo y romperlo para luego comerlo. Con su poca energía se mantenía en pie. No sabría por cuánto tiempo podría soportar tal agonía. Pudo oír el crujir de sus huesos, que poco a poco, iban sucumbiendo ante el poderío de la monumental culebra. Así que era ella quien lo había estado siguiendo y quien había espantado los pájaros. Estaba seguro de que podía haber aguantado más. Pero la picadura del diminuto insecto en su cuello, que le ocasionaba un dolor en la cabeza y hacía que su mundo se moviera y se tornara distante. Estaba quieto, pero todo ante él le daba vueltas. Enseguida comprendió que no había sido colosal serpiente quien había logrado matarlo, sino la pequeña avispa. Tal ironía le hizo moldear una leve sonrisa al saber que iba a perecer en ese inhóspito lugar. Cuando iba a aflojar sus músculos para apurar su partida, escuchó el chillo del águila en las alturas, tan penetrante y agudo, como la vez que la había visto. Parecía estar cerca. ¿También iba a deleitarse con su carne? En su momento más crítico, divisó la mancha marrón que pasó a su frente y que hizo que se cayera al jalar por la cabeza a la serpiente. En ese fugaz instante de distracción, recobró los sentidos y empujó con sus brazos, haciendo alarde su fuerza, consiguió zafarse de la prisión de la culebra que, para su sorpresa, había sido atacada por el ave rapaz. Corrió escasos metros, tratando de alejarse. Divisó lo que parecía una choza en medio del bosque. Quiso ir para refugiarse, pero se detuvo de repente. Se dio medio vuelta y cayó de rodillas sobre el suelo. Su cuerpo estaba paralizado y respiraba de manera entrecortada. Quiso escapar, pero ya nada podía hacer. Estaba al límite. A lo lejos oyó el rugido potente de los leones. No importaba, si no era por la culebra, sería un buen festín para los reyes de la selva o para el águila.

La serpiente, luego de recuperarse, se empezó a arrastrar hacia él. Además, en las ramas de los árboles distinguía las manchas de los monos.

Hercus cayó hacia un lado, boca arriba. En su vista borrosa pudo ver la imagen alguien. No distinguía quién era. ¿Era un hombre o una mujer? ¿Era quién vivía en esa choza? Al parecer, tenía vestiduras blancas. ¿Y qué hacía en esa selva tan peligrosa y cómo había logrado vivir allí? Extendió su extremidad en un reflejo inconsciente y desesperado, lleno de sufrimiento y desconsuelo. Lo agarró por la mano, sintiendo una suavidad única como una tela terciopelo, final sutil y agradable. Pero también percibió un frío tan intenso que le quemó su palmar al sostenerlo. Era como estar agarrando un témpano de hielo.

—Huye —susurró Hercus—. Sal… Sálvate.

Hercus apretó la mano gélida de ese desconocido en acto temerario para aferrarse a la vida. Se enfadó consigo mismo por abandonar un cuerpo tan joven y resistente, que le había costado años entrenar y fortalecer. Ni siquiera había tenido esposa ni descendencia. En verdad, morir así era triste y lamentable. Al menos le hubiera gustado enamorarse de alguien. Antes de perder la consciencia, divisó una gran ave blanca que se posó sobre el hombro del extraño. ¿Cuáles debían ser sus últimas palabras? Eso era algo que había decidido desde hacer varios años.

—Larga… Vida… A la reina —Susurró Hercus con su último aliento— Hileane.

Y entonces, todo fue oscuridad para él.