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5. La escarcha

El águila comprendió el peligro que la rondaba y soltó al león de sus garras, pudiendo elevarse con mayor ligereza y evitando el impacto del arma blanca que se le hubiera ensartado en la pata con su trabajado filo y le hubiera provocado alguna dolorosa molestia.

Hercus quedó flotando por un momento. Se dio vuelta en el aire, para luego descender en picada Pudo cubrirse la cara con sus brazos, mientras caía. Fue un instante corto, pero se sintió eterno desde su perspectiva. El río lo impactó brusquedad. Por suerte, sus huesos eran duros, pero su piel era más sensible y receptora de dolor, por lo que percibió el quemón en su carne y en su cráneo. Quedó mareado por unos segundos, atontado. Cerró la boca y contuvo la respiración. Se iba hundiendo en las profundidades del afluente, hasta que agitó la cabeza y recobró los sentidos. Nadó hacia el felino, todavía inconsciente. Lo abarcó con sus extremidades y emergió con él. Agarró una gran bocanada de aire para llenar sus pulmones. Se limpió la cara, mientras trataba de estabilizar su ritmo agitado. Le hablaba felino para despertarlo y le daba suaves palmadas en la cara. Pero por más que lo hacía, todavía se mantenía inconsciente del vigoroso golpe que le había dado. No se arrepentía de haberlo hecho, porque había sido para defenderse de él, si no se lo habría comido. Era solo por supervivencia, no por nada personal. Se había obligado a violentarlo para mantenerse con vida. Se mantenía flotando. Miró a los lados. Las orillas estaban un poco lejos, pero podía llevarlo h

Los cocodrilos parecieron alegrarse ante el estrépito que habían sentido en sus dominios. Movieron de manera natural la membrana blanca de sus ojos y sus pupilas verticales y negras enfocaron a sus presas en la distancia. Los que estaban afuera se metieron, dando un chapuzón, y los que ya estaban, comenzaron nadar hasta su espléndido banquete.

Hercus se percató del peligro que lo asechaba al observar el rastro que se formaba. Además de la tempestad, sus manos y temblaron por el pavor. Se apresuró a tratar de despertar al león. Sacó su daga más pequeña, presto para morir con honor ante los cocodrilos que pronto iban a devorar su cuerpo. Respiraba de forma intermitente y apurada. Era por haber corrido tanto. Había rastreado al ciervo, peleado contra Zack, sus hermanos y los demás, contra los leones y había perseguido a la enorme águila. Estaba un poco cansado. Necesitaba tomar un descanso para recuperar al aliento. Cuando estaba por perder sus esperanzas de vivir, la tormenta de nieve aumentó su furia. El viento se hizo más fuerte, agitando el caudal. Un polvo brillante cayó a su alrededor, creando una fortaleza circular, evitando el cruce de los cocodrilos. Por la zona opuesta, la escarcha seguía cayendo. El ruido de la cascada empezó a disminuir y se fue congelando de manera rápida.

Hercus se sorprendió al presenciar tal acto maravilloso que había ocurrido y que si ni fuera por la existencia de las brujas, nada podría haber explicado tal hecho mágico y precioso. Hubo un silencio espeluznante al cesar el sonido de la cascada al tornarse gélida. Así, se comenzó a formar un puente de hielo blanco entre su ubicación y la orilla más cerca que, estaba a su diestra. El felino despertó y lo atacó. Se apresuró a alejarse, y luego ayudó a subirlo con afán. La defensa gélida que se había creado había desaparecido al instante. Entonces, los temibles reptiles pudieron continuar acercándose con una velocidad propia de los señores del río. Al fin pudo alzar a la bestia anaranjada. Entonces, se apresuró a montarse. Sus dedos no le daban un agarre firme en la superficie del hielo, por lo que tuvo que clavar su daga para lograr treparse. Al perder tiempo, un hábil cocodrilo pudo morderlo en la pierna con sus duras fauces, que le rompieron la carne y la piel. Soltó un grito desgarrador. De inmediato giró su cuerpo, anticipado a que el animal se iba a dar vuelta sobre sí mismo, pues era la manera de terminar con sus víctimas. Tensó la mandíbula y apretó su puño derecho. No estaba dispuesto a dejarse arrancar nada de él. Antes de que volviera moverse, como si fuera un tornado, le golpeó el hocico, casi doblándoselo del ímpetu en que lo había hecho, logrando liberarse de la poderosa mordedura. Vio a su espalda como los reptiles también estaban escalando. Fue entonces cuando la plataforma congelada se agrietó y se hundía, para tumbar a los cocodrilos como si el mismo hielo supiera que ellos eran el enemigo y a él era a quien estaba salvando. Inició a correr con pasos firmes y pesado sobre el puente hielo, evitando patinar sobre la superficie resbaladiza. Brincó, impulsándose con su pierna diestra, como si fuera un resorte para llegar a la orilla. Enseguida se rodó para no dejar sus extremidades dentro del agua, infestadas por devoradores de hombres.

Hercus respiraba de manera alterada. El pecho se le inflaba y se reducía de forma apurada y rápida. Puso su mano en su frente. ¿Eso había sido la escarcha mágica su majestad? Además, por allí no había nadie más. ¿Podía verlo desde su sala del trono? Sin duda alguna, ese había sido el inmaculado hielo de su majestad, lo que le había salvado la vida y de su muerte segura. Pero, ¿por qué su alteza real lo había ayudado? Nada más era un humilde granjero que vivía en el campo. No era digno, ni siquiera de la monarca de Glories usara su magia para protegerlo. Sin embargo, no pudo evitar expresar una sonrisa de felicidad mezclada con frustración por lo que había pasado. Era una escarcha milagrosa otorgada por los espíritus de los elementos, y que pertenecía a su idolatrada monarca.

—Gracias, su majestad —dijo Hercus, mientras sus ojos se cristalizaron de la alegría por seguir vivo—. Gracias. Yo… —Puso su palmar en su torso y se dio leves golpes en el pecho, en la zona del corazón—. Hercus de Glories, del pueblo de Honor, le serviré, la admiraré y la adoraré por siempre. Lo prometo. —Alzó su mano al cielo. Observó las nubes grises y la ventisca blanca que soplaba con vehemencia, haciendo que los copos de nieve brillaran con fulgor. —. ¡Larga vida…! ¡A la reina! —gritó con vigor, como un trueno, haciendo que su voz se escuchara en un eco.

Hercus desde que había oído las historias que se contaban acerca de su alteza real, había quedado fascinado y prendado de la valentía de ella. La reina Hileane, una de las brujas de la profecía, tenía el poder de doblegar el clima y mandar sobre las ventiscas. Justo como la que estaba cayendo ahora. Desde niño le había interesado el arte de la guerra y la batalla, mientras que su emoción era aumentada por los bardos al son de su lira. Podía escuchar los poemas una y otra vez, y jamás se cansaría de oírlos. Su majestad estaba en la cima del poder jerárquico de todo Glories. Por lo que, para él, estaba más lejos que las nubes en el cielo, mucho más arriba. Más allá, incluso de lo que podía ver. Era inalcanzable y nunca esta vida la podría tocar o ver directo a los ojos. Hasta hablarle era un imposible para un campesino como él.