1 Un último suspiro (Reescrito)

Los policías irrumpieron en su hogar como heraldos de la desgracia, portando noticias que destrozaron el frágil equilibrio de su existencia. El mensaje cortante, afilado como un puñal, se clavó en su corazón con una crueldad insuperable: su John, su hijo, yacía muerto. La realidad se deslizó entre las sombras de su mente, fragmentada y distorsionada, como si la misma oscuridad que habitaba su alma se apoderara de su razón. Todo por culpa de ella, de esa despreciable, de esa perra... Las palabras se perdieron en un torbellino de furia y desesperación. Eso era lo último que retuvo con claridad antes de que el abismo de la muerte lo reclamara con sus garras heladas. Su único deseo, su último suspiro, era escapar de este torbellino de dolor que era su vida. Quería apartar de su mente a Alice y a sus hijos, quería renunciar a la misma existencia... Y así lo hizo. Una dosis letal, una liberación en forma de veneno que arrastraría su alma a las sombras eternas. ¿Acaso no era una muerte apropiada para alguien como él? Lo sabía porque lo vio, en un fugaz destello entre el mundo de los vivos y el más allá, vió su cuerpo maltrecho, inerte, como un despojo abandonado por la vida. En el abrazo gélido de la muerte, la consciencia se desplegó como un tapiz oscuro, desenrollando los hilos de su existencia pasada. Recordó cada rostro que había marchitado con sus manos manchadas de sangre, cada vida que había arrebatado en un frenesí de ira y miedo. Pero también rememoró a aquellos a quienes amó, a quienes confió su corazón, solo para que lo destrozaran en pedazos. Una conclusión indigna para una vida plagada de miseria y sombras, así definiría Alexander su destino. Jamás pretendió ser un hombre bueno, ni alcanzar las alturas de la virtud. En un mundo teñido por la oscuridad, él fue solo otro reflejo de su crudeza, de su despiadada realidad.

Desde el mismo momento de su nacimiento, Alexander emergió del vientre de una mujer carente de conciencia y de un hombre perdido en las espirales de su propia autodestrucción. No había cuna que lo acunara con amor, ni manos que lo sostuvieran con ternura. Él, un mero accidente en el caos de la existencia, nunca conoció el porqué de su llegada al mundo. ¿Acaso fue un error no abortarlo como hicieron con sus otros hijos? Quizás, solo quizás, planeaban lucrarse con su carne, con sus órganos... Era solo una de las miserables especulaciones de una vida marcada por la sordidez y la depravación. ¿Qué era la suerte para él? ¿Un mendrugo de pan en la boca, una sobra arrojada con desdén? Si se acordaban de su existencia, quizás le otorgaban algo de alimento, un gesto de benevolencia tan escaso como la compasión en su hogar. Los días transcurrían como un lamento constante, cada uno una sucesión de golpes físicos y emocionales, la marca indeleble del desprecio que lo rodeaba. El maltrato, un vínculo siniestro tejido por la mano de un padre ebrio y una madre desprovista de amor maternal, una combinación letal de crueldad y desidia. Su infancia se deslizó en las sombras de un barrio donde el miedo se enseñoreaba de cada callejón, donde la ley no se atrevía a penetrar. Las "amistades" que forjó no eran más que sombras retorcidas, seres igualmente despojados de esperanza y moralidad. Fue así como se deslizó, sin advertirlo, por las grietas del inframundo, en un oscuro ballet de violencia y desesperación. Quería dinero, anhelaba una vida mejor que la que le fue impuesta, y por ello se sumergió en un océano de crimen y corrupción. Era una elección manchada por el hambre y el desamparo, una decisión que lo arrastraría aún más profundo en el abismo de su propia ruina. Pero, ¿qué otra opción tenía en un mundo que lo había condenado desde su primer aliento? La miseria lo engulló como un manto oscuro, consumiendo cada rastro de luz que pudiera haber quedado en su alma marchita.

Cada día de su vida estaba impregnado del amargo regusto de las acciones que había perpetrado por un puñado de monedas. El remordimiento lo carcomía como un ácido corrosivo, pero no había marcha atrás en el camino de la depravación que había escogido. Lo que estaba hecho, estaba hecho, y sus manos, manchadas de sangre y miseria, nunca podrían ser limpiadas por completo. Sin embargo, el destino tenía preparada una sentencia aún más cruel para él y sus camaradas de infortunio. Después de una década marcada por la impunidad y el terror, una operación militar desencadenó el colapso de su imperio de sombras. Los que una vez se consideraron jueces y verdugos se encontraron ahora en el banquillo de los acusados, enfrentando el juicio inexorable de la justicia militar. ¿Y él? ¿Cómo escapó de la carnicería que consumió a sus antiguos cómplices?. La fortuna, si se le puede llamar así, lo salvó de la misma ruina que había sembrado. Una noche de excesos, una borrachera que lo sumió en un letargo profundo, fue su salvación. No se levantó para cumplir con los encargos de muerte y destrucción que sus compañeros habían planeado para el día siguiente. ¿Una intervención divina, o simplemente un capricho del destino indiferente?. La desaparición de sus "amistades" no marcó el fin de sus penurias, sino el inicio de una nueva lucha por la supervivencia en un mundo que le había dado la espalda desde su nacimiento. Sin dinero, sin recursos, sus opciones se desvanecieron como sombras al alba. ¿Qué podía hacer un hombre marcado por el pecado y el sufrimiento?. La idea de enlistarse en el ejército surgió como un destello de esperanza en el abismo de su existencia. No había nada en su pasado que delatara su antigua vida de crimen y violencia. ¿Acaso importaba en un mundo donde la moralidad se diluía en la oscuridad? Además, ¿qué otra opción tenía? Una cama donde dormir, una comida asegurada... Eso era todo lo que anhelaba en un mundo que le había arrebatado todo, incluso su propia humanidad.

Durante sus años de servicio militar, Alexander se convirtió en una sombra entre las sombras, un engranaje más en la máquina implacable de la guerra. Su disciplina era inquebrantable, su obediencia ciega como la de un perro entrenado para la violencia. Más máquina que hombre, más muerto que vivo, así era él, el perfecto soldado, un instrumento afilado por el dolor y la desesperación. Sus superiores lo alababan como un ejemplo de eficiencia y brutalidad controlada. Las recomendaciones llovían sobre él como una lluvia ácida, erosionando cualquier vestigio de humanidad que pudiera quedar en su interior. Y así, como un premio macabro por su devoción a la causa, fue seleccionado para las fuerzas especiales, donde su oscura habilidad para la violencia encontró un nuevo campo de batalla. Sin embargo, incluso en el mundo de los soldados de élite, había límites que él no estaba dispuesto a cruzar. Después de años de servir a los intereses de gobiernos corruptos y agendas ocultas, decidió tomar un nuevo rumbo en su búsqueda de redención... o tal vez solo de supervivencia. Abandonó las filas militares para unirse a una compañía de seguridad privada, un eufemismo elegante para lo que realmente era: un mercenario. Ahora, su violencia se vendía al mejor postor, su lealtad era un producto que se subastaba al precio más alto. Sin vínculos con ningún gobierno, su trabajo lo llevó a los rincones más oscuros y peligrosos del mundo, donde las leyes se diluían en el río de sangre y dinero que alimentaba sus acciones. Ya no luchaba por una bandera, ni por un ideal. Ahora luchaba por sí mismo, por el único objetivo que le quedaba en esta vida desprovista de significado: la supervivencia, a cualquier costo. En un mundo donde la moralidad era una ilusión y la muerte era solo una moneda de cambio, Alexander se había convertido en un espectro de la guerra, un monstruo sin rostro que acechaba en las sombras del conflicto humano.

El trabajo como mercenario, el comercio sucio de la violencia y la muerte, había dejado su huella en el alma de Alexander. Cada bala disparada, cada vida arrebatada, se había convertido en un peso insoportable que arrastraba consigo a todas partes. El estrés agudo, la depresión, la ansiedad... eran las sombras que lo envolvían día tras día, una neblina oscura que nublaba su mente y su corazón. Para calmar los demonios que lo atormentaban, se sumergió en las profundidades del alcohol y las drogas, buscando refugio en la niebla embriagadora que le ofrecían. Pero en lugar de alivio, solo encontró una espiral descendente hacia la oscuridad más profunda. La empresa para la que trabajaba no mostraba compasión por su sufrimiento. No les importaba su bienestar mental, solo los contratos millonarios que estaban en juego. Cuando su estado de ánimo y su adicción comenzaron a afectar su desempeño, lo suspendieron temporalmente, no como un acto de compasión, sino como una medida para proteger sus propios intereses. En ese tiempo suspendido, obligado a enfrentarse a sus propios demonios, Alexander buscó ayuda desesperadamente. Psicólogos, grupos de apoyo... intentó todo lo que le ofrecieron, pero encontró poco consuelo en sus palabras vacías y sus promesas huecas. La única recompensa que obtuvo fue el escaso consuelo de poder conciliar el sueño por unas pocas horas cada noche, antes de que los fantasmas de su pasado lo arrastraran de nuevo al abismo de la desesperación.

En la fría y desolada sala de espera del psicólogo, Alexander encontró a la única luz en medio de su oscuridad, la única persona que lo miró sin juzgarlo, sin temor a lo que podía encontrar debajo de su fachada de dolor y desesperación. Cada vez que el nombre de esa mujer, Alice, se filtraba en los recovecos de su mente, un nudo se formaba en su garganta y un torrente de lágrimas amenazaba con inundar su alma. Alice fue su salvación, su oasis en medio del desierto ardiente de su existencia sin sentido. Ella le ofreció los únicos momentos de verdadera felicidad que había conocido, una calma en la tormenta interminable que era su vida. Su relación fue un destello de luz en la oscuridad, una chispa de esperanza en un mundo marcado por la desolación. Fue ella quien lo convenció de dejar atrás el trabajo que lo consumía lentamente, quien lo alentó a buscar una vida más normal, más digna. Juntos, se sumergieron en la cotidianidad de una existencia común, encontrando refugio el uno en el otro, construyendo un futuro que parecía prometedor. Dos años de dicha, dos años que parecían un sueño efímero en el vasto océano de su desdicha. Pero incluso los sueños más bellos están destinados a desvanecerse en la fría luz del amanecer. El día que debería haber sido el más feliz de su vida se convirtió en una pesadilla insoportable cuando el parto de Alice tomó un giro hacia lo trágico. Ni Alice ni su hija sobrevivieron, y la pérdida fue como un corte profundo en el alma de Alexander, dejando una herida que nunca sanaría. La depresión lo engulló como un océano voraz, arrastrándolo de nuevo a las profundidades de su agonía. El alcohol y las drogas se convirtieron en sus únicos consuelos, en sus únicas compañías en la oscuridad de su duelo eterno.

El abismo de la autodestrucción parecía estar llamándolo con cada vez más fuerza, susurros oscuros que lo incitaban al final definitivo de su tormento. La idea del suicidio se había arraigado en su mente como una semilla de veneno, creciendo con cada día que pasaba, alimentada por la desesperación y el dolor. Pero antes de que pudiera llevar a cabo su oscuro plan, el destino intervino de la manera más irónica posible. Una sobredosis en medio de la calle, un último acto de autodestrucción antes de despedirse de este mundo inhóspito, y sin embargo, una llamada anónima a una ambulancia se convirtió en su boleto de regreso a la vida. Así fue como conoció a Sofía, una sombra entre las sombras del hospital, internada por las cicatrices de un accidente automovilístico. En medio de la oscuridad, sus almas se encontraron, un encuentro improbable en el abismo de la desesperación. Ella parecía ser su tabla de salvación, su último rayo de esperanza en un cielo sin estrellas. Pero como siempre, la esperanza era solo un espejismo en el desierto de su existencia. La relación con Sofía comenzó con un destello de luz en la penumbra de su vida, una promesa de amor y redención. Pero pronto descubrió que las apariencias engañan, que el amor no es más que una ilusión en un mundo donde el sufrimiento es la única verdad. A pesar de las actitudes peculiares que no pudo ignorar, Alexander se aferró desesperadamente a la idea de que esta vez, tal vez, las cosas serían diferentes. Pero se equivocó, como siempre lo hacía. Basar su felicidad en alguien más fue solo otro error en una vida plagada de ellos.

La ilusión de felicidad se desvaneció como una sombra efímera en la penumbra de la noche. Incluso cuando el pequeño John llegó a sus vidas, trayendo consigo un rayo de luz en medio de la oscuridad, Alexander nunca pudo escapar del espectro de la desconfianza y el dolor. Una noche, cuando regresó temprano a la casa que compartían, el velo de la falsa felicidad se desgarró de golpe, revelando la traición que yacía en lo más profundo de las sombras. Los ojos de Alexander se llenaron de horror y rabia al presenciar el acto de traición de Sofía, su cuerpo entrelazado con el de otro hombre, un espectáculo grotesco que se desplegaba ante sus ojos incrédulos. Pero fue el lugar donde cometieron el acto lo que encendió la chispa de su furia hasta el punto de la explosión. Junto a la cuna de su hijo, donde debería haber reinado la inocencia y la pureza, la depravación se manifestaba en su forma más repugnante. El fuego de la ira ardió en su interior, una tormenta que amenazaba con arrasar todo a su paso. Intentó mantener la calma, intentó contener el torrente de emociones que lo consumía, pero fue en vano. La racionalidad se desvaneció en la oscuridad de su mente, dejando solo un vendaval de violencia y desesperación. Sin pensar en las consecuencias, se abalanzó sobre el hombre, golpeándolo con una furia desenfrenada hasta dejarlo medio muerto en el suelo. Fue el acto más idiota que pudo haber cometido, un arrebato de ira ciega que solo empeoró su situación desesperada. En medio de la sangre y el caos, la ilusión de una vida feliz se desvaneció para siempre, dejando solo ruinas y cenizas en su camino.

El estallido de violencia fue el principio del fin, el punto de no retorno en el descenso hacia el abismo de la desesperación. Mientras golpeaba al hombre que profanaba su hogar, Sofía intentó intervenir, pero un movimiento mal calculado la convirtió en víctima de su propia furia. El golpe accidental, el sonido sordo de un puño encontrando carne, resonó como un eco ominoso en la habitación. A partir de ese día, la vida de Alexander se desmoronó como un castillo de naipes golpeado por una ráfaga de viento. La justicia, esa farsa retorcida que se disfraza de equidad, se alzó en su contra como un titán implacable. Las demandas se acumularon en su contra: violencia intrafamiliar, intento de asesinato en primer grado. Un cinismo abrumador, una burla cruel del destino que lo había arrastrado a este torbellino de dolor y desesperación. La sala del juicio se convirtió en su propio infierno personal, un teatro macabro donde él era el protagonista de una tragedia sin fin. El dinero y el poder del gordo, una sombra omnipresente que acechaba en cada rincón, aseguraron que el veredicto estuviera sellado desde el principio. No hubo nada a su favor, ninguna voz que alzara la verdad en medio del tumulto de mentiras y manipulaciones. El moretón en el rostro de Sofía, una marca accidental pero irrefutable de su ira desatada, se convirtió en la piedra angular sobre la cual se construyó su condena. Su pasado como soldado y mercenario, una mancha oscura que lo perseguía como un espectro, una sombra del hombre que una vez fue y que ahora se desvanecía en la oscuridad de su propia destrucción. En el juicio, no había lugar para la redención, no había salvación para él en este mundo sin compasión ni justicia.

El abismo de la desesperación se abrió ante él una vez más, devorando todo a su paso en su vorágine insaciable de dolor y desesperanza. La pérdida de su hijo, la única luz en medio de la oscuridad, fue el golpe final en una vida marcada por la tragedia y el sufrimiento. Los oficiales de policía le entregaron la noticia con frialdad, como si las palabras fueran dagas que se clavaban en su corazón ya destrozado. Por culpa de Sofía, su hijo yacía ahora en el frío abrazo de la muerte, víctima de la negligencia de su propia madre. El enojo lo envolvía como una manta de fuego, una ira incandescente que lo consumía desde adentro, pero también lo hacía sentir imponente, como un titán en un mundo destruido. La única razón para recomponer su vida, para seguir adelante a pesar de todo, había sido arrancada de raíz. En ese día maldito, Alexander murió en vida, dejando solo un cascarón vacío lleno de dolor y desesperación. Ya no le importaba nada, ya no había razón para seguir luchando en un mundo tan cruel y despiadado. Vendió lo poco que tenía valor, todo lo que alguna vez significó algo para él, y compró cualquier cosa que pudiera adormecer su alma atormentada. Quería olvidar, quería borrar cada recuerdo doloroso, cada error y cada pecado que lo atormentaban día y noche. Quería morir, y así lo hizo, en una danza macabra con la muerte, buscando alivio en el abrazo helado del olvido eterno.

En el abismo de la oscuridad, donde las sombras se devoraban a sí mismas en un torbellino de vacío y desesperación, Alexander flotaba como una hoja arrastrada por la corriente de la eternidad. Ya no había dolor, ya no había sufrimiento, solo una calma ominosa que lo envolvía como un sudario funerario. Por primera vez en su vida, experimentó una sensación extraña de paz, un silencio sepulcral que lo abrazaba con la frialdad de la muerte misma. Pero esa paz era interrumpida por la llegada de una luz dorada, un resplandor que cortaba la oscuridad como una espada afilada. La luz irradiaba una aura de muerte y terror, una presencia ominosa que hacía temblar incluso las sombras más oscuras. Alexander lo sabía instintivamente, lo había sentido antes, en los campos de batalla y en los callejones oscuros donde reinaba la violencia y el caos. Pero esta vez, no era el miedo lo que lo invadía, sino una inquietud insondable, una sensación de que algo oscuro y siniestro se cernía sobre él. Nunca había sido religioso, nunca había creído en un dios benevolente que velaba por los débiles y los desamparados. Si existía un dios, pensaba Alexander, no podía ser completamente bueno, no en un mundo tan cruel y despiadado como este. Y si era completamente bueno, entonces no podía ser un dios en absoluto, sino una ilusión creada por mentes débiles que necesitaban creer en algo más grande que ellos mismos. Ante la presencia de esa luz misteriosa, Alexander se encontró atrapado entre la fascinación y el temor, preguntándose qué destino le aguardaba en ese oscuro rincón del universo. Pero una certeza se aferraba a él como una sombra: ya nada sería igual después de este encuentro con lo desconocido.

La voz retumbaba en su cabeza con una cacofonía de tonos discordantes, una amalgama de voces de hombres, mujeres, niños y niñas que se entrelazaban en una sinfonía grotesca de sonidos. Alexander trató de hablar, pero sus labios se negaron a articular cualquier sonido, como si estuvieran sellados por el frío abrazo de la muerte. —Voy a darte una segunda oportunidad en otro mundo—, resonó la voz, envolviéndolo en una neblina de incredulidad y desesperación. Pero él no quería volver, no quería abandonar la paz que había encontrado en la oscuridad eterna. ¿Qué sentido tenía regresar a un mundo lleno de dolor y sufrimiento? —Tú debiste morir en otras circunstancias—, continuó la voz, como si estuviera leyendo su destino en las estrellas. —Pero un pequeño error causado por un ser inferior cambió el curso de los acontecimientos. Ahora, tu mundo sigue siendo un lugar aburrido y sin sentido, y yo necesito algo de entretenimiento—. El nerviosismo se apoderó de Alexander, una sensación de inquietud que se retorcía en lo más profundo de su ser. ¿Era eso lo que llamaban Dios? ¿Un ser caprichoso que jugaba con las vidas de los mortales como si fueran simples piezas en un tablero? La ira burbujeó en su interior, alimentada por la sensación de ser manipulado y utilizado como un títere en manos de un titiritero invisible. ¿Era ese su propósito en la vida? ¿Ser un simple juguete para las divinidades caprichosas?

La voz resonaba con un tono siniestro de diversión, como si estuviera disfrutando del tormento de Alexander como un espectador cruel en un circo de horrores. —Así que como el ser benevolente que soy y para remediar mi pequeño error, te daré dos recompensas—, las palabras se deslizaban entre las sombras con una malicia palpable. —La primera es devolverte la vida, y la segunda... bueno, eso dependerá de ti—. Alexander podía sentir el peso de las palabras sobre sus hombros, una carga ominosa que amenazaba con aplastarlo bajo su implacable peso. —No te preocupes, no te daré una misión imposible como matar a alguien invencible o salvar el mundo—, continuó la voz con una risa burlona. —Solo tienes que mantenerte vivo en el mundo al que te enviaré, y si lo logras, haré que las almas de tu descendencia tengan una buena vida en un mundo casi perfecto... Pero si mueres y aún tengo interés en tu nuevo mundo... bueno, no seré tan benevolente—. El enojo se agitaba en el interior de Alexander, una ira ardiente que quemaba como el fuego del infierno. Pero también había miedo, un miedo paralizante que se aferraba a su corazón como una garra helada. No le importaba lo que le sucediera a él, pero no podía soportar la idea de que sus hijos sufrieran por sus acciones. Si se mantenía vivo, si lograba sobrevivir en ese nuevo mundo, tal vez podría asegurar un futuro mejor para sus hijos, una redención para sus pecados pasados. Pero si fallaba... si fracasaba en esta última oportunidad... no quería ni pensar en las consecuencias.

—Bueno, como ya me he tomado la molestia de explicar tus recompensas, te enviaré hacia tu nueva vida. Así que suerte y no me aburras—, la voz resonó con una frialdad implacable, como si estuviera arrojando a Alexander a las fauces de un monstruo hambriento. Un destello cegador inundó su visión, una explosión de luz que quemó sus retinas y dejó su mente sumida en la oscuridad. Y luego, el dolor. Un dolor agudo y penetrante que se extendía por cada fibra de su ser, como si mil cuchillos afilados estuvieran desgarrando su carne y triturando sus huesos. El tormento era insoportable, una agonía que amenazaba con consumirlo por completo. Alexander gritó en silencio, su voz ahogada por el dolor que lo envolvía como una manta de fuego. Y entonces, en medio de la tormenta de sufrimiento, todo se desvaneció en la oscuridad del inconsciente.

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