Cordillera del Gran Khingan, dos años más tarde
—¡Árbol va!
Tras aquel grito, un majestuoso alerce dahuriano de tronco tan grueso como
las columnas del Partenón se desplomó sobre el suelo. Ye Wenjie sintió el
temblor bajo sus pies.
Cogió el hacha y la sierra y empezó a despejar el tronco de ramas. Siempre
que lo hacía se imaginaba amortajando el cadáver de un gigante. A veces incluso
le parecía que el gigante era su padre y volvía a su memoria la imagen de aquella
funesta noche, dos años antes, en que había limpiado su cuerpo en la morgue. Las
grietas y las astillas del árbol le recordaban los cortes y las heridas que lo
cubrían.
Las seis divisiones y los cuarenta y un regimientos del Cuerpo de Producción
y Construcción de Mongolia Interior, más de cien mil personas, se hallaban
dispersos por los vastos bosques y las llanuras de la región. En un primer
momento, recién llegados de las ciudades a aquel desconocido mundo rural por el
cual las abandonaban, muchos de aquellos «jóvenes instruidos» (como se les
conocía) albergaban una romántica aspiración: cuando los tanques de los
imperialistas revisionistas soviéticos alcanzaran la frontera sinomongola,
correrían a armarse y a hacer de sus carnes la primera línea de defensa de la
República.
Aquella había sido, en efecto, una de las consideraciones estratégicas al crear
el Cuerpo. Sin embargo, esa batalla que ansiaban librar parecía una gran montaña
al fondo de una planicie: claramente real a sus ojos, pero tan lejana todavía, que
bien podía ser un espejismo. Así que de momento se dedicaban a allanar tierras,
criar animales y talar árboles.
Muy pronto, aquellos jóvenes hombres y mujeres que un día estuvieron
inflamados de fervor revolucionario descubrieron que, frente a la inmensidad del
cielo y la tierra de esa región, incluso las más grandes ciudades del interior de
China resultaban meros establos de ovejas; que en mitad de aquellos enormes y
gélidos bosques y llanuras, su ardoroso entusiasmo era insignificante. Aun
derramando hasta la última gota de sangre, tan solo conseguirían enfriarse más
rápido y resultar menos útiles que una boñiga de vaca.
Pero arder o hacer arder estaba en su destino, y en el de toda una generación.
Bajo sus sierras mecánicas, las vastas extensiones de frondosos bosques
acababan convertidas en montañas peladas y valles estériles. Al paso de sus
tractores y cosechadoras, las más anchas llanuras se convertían primero en
campos de grano, luego en desiertos.
Ye Wenjie no concebía otro calificativo para toda aquella destrucción que el
de barbarie. Formidables alerces dahurianos, los más verdes pinos silvestres,
esbeltos y rectos abedules blancos, álamos que parecían alcanzar las nubes,
abetos siberianos; también abedules coreanos, robles, olmos montanos, Chosenia
arbutifolia… todo cuanto veía terminaba sucumbiendo bajo sus cientos de sierras
mecánicas, metálicas langostas que lo arrasaban todo a su paso. El único rastro
que dejaba su compañía era una explanada tras otra de troncos segados.
El alerce estaba por fin desnudo de ramas y listo para ser transportado. Ye
Wenjie acarició la superficie del corte. Solía hacerlo casi sin darse cuenta.
Siempre le recordaba una gran herida por la que casi podía sentir el gigantesco
dolor del árbol.
De pronto vio que a pocos pasos, sobre el tocón abandonado, había otra mano
que también acariciaba la superficie serrada. El pulso de aquella palma vibraba
al mismo ritmo que los latidos de su corazón. Era una mano pálida y delicada,
pero pertenecía a un hombre. Al mirarlo, vio que se trataba de Bai Mulin, un
joven escuchimizado y con gafas. Era el reportero de La Gran Producción, el
periódico del Cuerpo, que había llegado el día anterior para hacer un reportaje.
Ye Wenjie había leído sus artículos. Estaban muy bien escritos y su poética
belleza contrastaba con la crudeza del tosco entorno que describían.
—Ma Gang, ven aquí.
Bai Mulin llamaba a un joven que se encontraba a poca distancia de él, tan
robusto y fuerte como el alerce dahuriano que acababan de derribar. Cuando se le
acercó, el reportero dijo:
—¿Sabes cuántos años tenía este árbol?
—Cuenta los anillos —contestó aquel con un resoplido, señalando el tocón.
—Ya lo he hecho. Trescientos treinta. ¿Cuánto has tardado tú en derribarlo?
—Menos de diez minutos. ¡Mi sierra mecánica es la más rápida de toda la
compañía! Equipo que me asignan, banderín rojo al trabajador modélico que me
gano.
Bai Mulin estaba acostumbrado a aquel entusiasmo. Era todo un honor salir
entrevistado en La Gran Producción.
—Más de trescientos años. Eso son una docena de generaciones… Cuando
este árbol no era más que un arbusto, todavía reinaba la dinastía Ming. ¿Te has
parado a pensar cuánta lluvia ha caído desde entonces, cuántas cosas ha
presenciado hasta que tú has llegado con tu sierra y lo has echado por tierra? ¿Es
posible que no sientas nada?
—¿Qué quieres que sienta? —Ma Gang frunció el ceño—. No es más que un
árbol. Aquí nos sobran.
—Está bien, déjalo, vuelve a tu trabajo —dijo el reportero, decepcionado.
Sacudiendo la cabeza, se sentó en el tocón y exhaló un hondo suspiro.
Ma Gang también sacudió la cabeza. Al parecer, no iba a haber entrevista.
—Estos intelectuales están chalados —refunfuñó, dirigiendo la mirada a Ye
Wenjie para incluirla en su juicio.
El gigantesco tronco comenzó a ser arrastrado. Al moverlo, las rocas y los
tocones del camino resquebrajaron aún más su corteza: agravaban las heridas del
cuerpo. Su rastro era un hondo canal en la hojarasca que enseguida se iba
llenando de agua. Las hojas podridas la teñían de sangre oscura.
—Wenjie, ven a descansar —la llamó Bai Mulin, señalando la otra mitad del
tocón sobre el que estaba sentado.
Ella, que estaba agotada, dejó las herramientas, se acercó a él y se sentó a su
lado. Después de un largo silencio, Bai Mulin dijo de repente:
—Sé cómo te sientes. Aquí, tú y yo somos los únicos.
Ye Wenjie permaneció callada. Él ya lo había anticipado, pues sabía que era
muy parca en palabras y raramente conversaba con nadie. Hablaba tan poco que
los recién llegados al Cuerpo solían tomarla por muda.
—Estuve en esta región hará cosa de un año —siguió él—. Recuerdo que
llegué al mediodía y me dijeron que íbamos a comer pescado. Yo miré alrededor
de la cabaña y no vi más que un caldero de agua en el fuego. «¿De qué pescado
me hablan?», pensé. Luego, cuando el agua empezaba a hervir, el cocinero salió
con un rodillo, se fue al río, se puso a dar golpes en el agua y volvió con un
montón de peces. Era tan fértil…, y ahora mira cómo está, no lleva más que agua
sucia. Te juro que a veces no sé si el Cuerpo se dedica a construir o a destrozar…
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó ella, sin revelar si coincidía o
discrepaba, pero con evidente aprecio.
—Es que acabo de leer una obra que me ha impactado… ¿Sabes inglés?
Al ver que asentía, se sacó de la bandolera un libro con la portada azul. Ella,
tras cogerlo, vio que se trataba de Primavera silenciosa, de Rachel Carson.
—¿Dónde lo has conseguido? —le preguntó en voz baja, alarmada.
—Se ve que ha llamado la atención de los gerifaltes y nos han mandado
traducirlo para consumo interno. Yo me encargo de la parte que habla de los
bosques.
A Wenjie le bastó hojearlo para sentirse atraída. En una escueta introducción,
la autora describía un pequeño pueblo cuyos habitantes iban muriendo en silencio
por culpa del uso de pesticidas. La prosa era clara y sin adornos, pero saltaba a
la vista lo concienciada que estaba quien lo escribía.
—Voy a mandar una carta a la Dirección Central contándoles las
irresponsabilidades que está cometiendo el Cuerpo —dijo Bai Mulin.
Ye Wenjie levantó la vista del libro. Pasó un buen rato hasta que fue
consciente del significado de sus palabras. Sin decir nada, volvió a mirar el texto.
—Si quieres leerlo, te lo presto. Pero no dejes que nadie lo vea, ya sabes que
estas cosas… —Se levantó y echó un vistazo alrededor antes de marcharse.
Treinta y ocho años después, en sus últimos instantes, Ye Wenjie recordaría la
importancia de Primavera silenciosa en su vida. Hasta tenerlo en sus manos, su
joven corazón solo había sentido el inmenso dolor que la maldad humana podía
provocar. Pero más tarde, tras su lectura, fue por fin capaz de enfrentarse a ella
con la mente. Al principio el libro no le pareció nada especial, pero pese a
abordar un tema tan concreto (el impacto medioambiental negativo causado por
los pesticidas), el punto de vista de la autora logró cambiarla para siempre. Hasta
entonces el uso de pesticidas le había parecido un hecho natural, si no positivo al
menos neutro, pero Carson le hizo ver que, para la naturaleza, se trataba de un
acto tan destructivamente nocivo como lo fue la Revolución Cultural. ¿Cuántas
otras acciones humanas que parecían habituales, o incluso beneficiosas,
terminaban siendo malignas?
La respuesta más lógica que lograba dar a esa pregunta resultaba oscura y
espeluznante: quizá la relación entre la humanidad y la maldad fuera la misma que
había entre el océano y un iceberg que afloraba en su superficie; a simple vista no
parecían lo mismo, pero en realidad estaban hechos de una misma esencia, el
agua, solo que en estados distintos. Al igual que ella siempre había concebido la
«gloriosa» Revolución Cultural como una gran perversidad, ahora Rachel Carson
consideraba pernicioso un hecho tan normal y positivo como el uso de pesticidas.
Era, por tanto, posible que todos los actos de la humanidad en su conjunto
fueran malignos, que la maldad fuera la esencia del hombre y que cada individuo
solo la reconociera bajo ciertas formas.
La posibilidad de que el ser humano llegara a alcanzar por sí mismo un
auténtico despertar ético resultaba así tan ridículo como imaginar que uno podía
despegar los pies de la tierra a base de tirarse del pelo. Necesitaba la ayuda de
una fuerza externa.
Aquella idea guiaría su destino hasta el final de su vida.
Al cabo de cuatro días, Ye Wenjie fue al barracón de visitantes para
devolverle el libro a Bai Mulin. Cuando abrió la puerta lo vio tumbado en la
litera, exhausto y completamente cubierto de barro y serrín. El reportero se
levantó al acto.
—¿Has estado trabajando? —preguntó ella.
—Llevaba tantos días paseándome de brazos cruzados… Me he dicho que era
hora de arrimar el hombro, ya sabes, el espíritu de la Revolución… Ah, hemos
estado en Pico Radar. La vegetación era muy densa, las hojas podridas me
llegaban a las rodillas. Temo haber cogido algo al respirar aquel aire…
—¿Pico Radar? —A ella le sorprendió escuchar aquel nombre.
—Sí, teníamos que realizar una misión urgente: despejar el perímetro de
árboles para crear una zona vallada.
Pico Radar era un lugar envuelto en misterio. Aunque ese no era su nombre
oficial, lo llamaban así por la gran antena parabólica que lo coronaba. En
realidad, cualquiera con un mínimo de conocimientos sabía que no se trataba de
un radar, pues si bien su orientación cambiaba a diario, jamás se movía de forma
constante. Al cruzarla, el silbido del viento se oía desde lejos.
Lo único que Ye Wenjie y los demás miembros de su compañía sabían a
ciencia cierta sobre Pico Radar era que se trataba de una base militar. Según los
aldeanos, al construirla, tres años antes, el ejército había movilizado a infinidad
de personas para trazar una carretera hasta la cima y tender el cableado eléctrico.
Transportaron una gran cantidad de materiales. Después, en cuanto tuvieron la
base, destruyeron la carretera y la reemplazaron por un camino estrecho y
tortuoso. A menudo se veían helicópteros despegando y aterrizando.
La antena no siempre quedaba a la vista. Cuando el viento soplaba demasiado
fuerte, la escondían. Sin embargo, si se hallaba abierta empezaban a ocurrir
fenómenos extraños en la zona: se oían chillidos de animales nerviosos, los
pájaros huían y la gente sufría náuseas y mareos. Además, los lugareños perdían
el pelo con gran facilidad; según ellos, aquel fenómeno empezó a producirse
después de que la antena entrara en funcionamiento.
Eran muchas las historias fantásticas relacionadas con Pico Radar. Un día
estaba nevando y, al abrirse la antena, la nieve se convirtió al instante en lluvia.
Como cerca del suelo la temperatura seguía siendo bajo cero, la lluvia volvió a
congelarse a la altura de los árboles y quedó transformada en gigantescos
carámbanos. El bosque entero se convirtió entonces en un gran palacio de cristal.
De vez en cuando alguna rama caía vencida por el peso del hielo.
A veces, también al abrirse la antena, un día despejado se convertía en uno de
tormenta y aparecían extrañas luces en el cielo.
Pico Radar pasó a ser una zona restringida desde el momento en que el
Cuerpo de Construcción se instaló en la región. Lo primero que hizo el
comandante fue pedirles que evitaran los alrededores, al estar vigilados por
patrullas armadas y autorizadas a disparar sin dar el alto.
Una semana antes, dos miembros de la compañía salieron a cazar. Iban tras la
pista de un ciervo y se acercaron sin darse cuenta cuando de pronto los centinelas
comenzaron a dispararles. Por fortuna, el bosque era tan frondoso que lograron
escapar ilesos, aunque uno de ellos se meó en los pantalones. Al día siguiente,
fueron seriamente amonestados. Quizás aquel episodio había provocado que la
base ordenara la demarcación de una zona vallada, demostrando que tenía el
poder de asignar trabajos al Cuerpo de Construcción.
Bai Mulin tomó el libro de manos de Ye Wenjie y lo escondió cuidadosamente
bajo la almohada, de donde extrajo dos folios escritos con densa caligrafía.
—Es el borrador de aquella carta —dijo, entregándoselos a Ye Wenjie—. ¿Le
echarás un vistazo?
—¿Qué carta?
—Aquella que te comenté, para la Dirección Central.
La letra era muy poco legible y tardó en terminarla, pero el contenido era
detallado y estaba rigurosamente argumentado. Comenzaba relatando cómo las
montañas Taiana habían pasado de vergel a erial a causa de la deforestación.
Después explicaba las causas de la rápida disminución de limo en el río Amarillo
para luego concluir que las actividades del Cuerpo de Producción y Construcción
de Mongolia Interior provocarían serias consecuencias medioambientales.
A Ye Wenjie el estilo le recordó al de Primavera silenciosa: era escueto y
sobrio, pero a la vez poético.
—Está muy bien escrita —sentenció con pesar.
—De acuerdo —dijo él—. Entonces la mando.
Cogió dos folios en blanco y se dispuso a escribir, pero las manos le
temblaban tanto que no pudo trazar ni un carácter. Aquello les ocurría a todas las
personas que usaban una sierra mecánica por primera vez. El temblor era tan
fuerte que eran incapaces no ya de escribir nada, sino ni siquiera de sostener un
cuenco de arroz.
—Te la paso a limpio —intervino Ye Wenjie, tomándole el bolígrafo de las
manos.
—Qué letra tan bonita… —dijo él en cuanto vio la primera línea sobre el
papel. Luego le sirvió un vaso de agua, aunque con los temblores acabó
derramando más de la mitad, y ella tuvo que apartar el folio.
—¿Estudiaste Física? —le preguntó él.
—Astronomía Física. Ahora no tiene ninguna utilidad —contestó ella, sin
levantar la vista.
—Es el estudio de las estrellas, ¿cómo no va a tener utilidad? Las
universidades están volviendo a abrir. ¿Qué hace una persona tan preparada como
tú en un lugar como este…?
Ye Wenjie se limitó a seguir escribiendo con la cabeza hundida. No quería
decirle que, para alguien como ella, era una suerte que la hubiesen admitido en el
Cuerpo. No quería contarle nada de su situación. Tampoco iba a servir de mucho.
En la habitación solo se oía el roce del bolígrafo sobre el papel. Ella olió el
serrín que despedía el cuerpo del reportero. Tras la muerte del padre, aquella era
la primera muestra de afecto que sentía. También era la primera vez que bajaba
las defensas y se relajaba.
Al cabo de una hora, tuvo la carta pasada a limpio. Escribió en un sobre la
dirección que Bai Mulin le dictó y se despidieron. Camino de la puerta, se volvió
en un impulso.
—Dame el abrigo, te lo lavaré —dijo, al instante sorprendida por su osadía.
—¡Ah, no, eso sí que no! —se negó él—. En esta compañía las camaradas
trabajáis tanto o más que un hombre. ¡A descansar, que mañana a las seis hay que
ponerse en marcha! Por cierto, Wenjie, pasado mañana regreso al Cuartel General
de la División. Si quieres, les contaré tu caso a mis superiores, tal vez puedan
ayudarte.
—Gracias, pero estoy muy bien aquí. Es un sitio tranquilo. —Lo dijo
contemplando la silueta de los árboles contra la luz de la luna.
—¿Estás huyendo de algo?
—Me voy —susurró ella. Y cumplió su palabra.
Tras ver desaparecer su esbelta figura, Bai Mulin observó la arboleda. En la
lejanía, volvía a erigirse la antena de Pico Radar. Brillaba con un frío destello
metálico.
Tres semanas después, alguien del Cuartel General fue a buscar a Ye Wenjie.
Ella, al entrar en el despacho, supo que algo iba mal. Tanto el comandante de la
compañía como el instructor político estaban presentes. También se hallaba un
hombre con expresión muy seria al que no conocía. Sobre la mesa, frente a él,
había un maletín negro con un sobre y un libro al lado. El sobre estaba abierto y
el libro era el ejemplar de Primavera silenciosa que ella había leído.
En esos años todo el mundo tenía un instinto particular para saber en qué
situación política se encontraba, pero Ye Wenjie lo había desarrollado
especialmente. Al acto sintió que el mundo a su alrededor empequeñecía y la
atrapaba.
—Ye Wenjie —dijo el instructor político—, este es el director Zhang, del
Departamento Político de la División. Está aquí para investigar. Esperamos que
colabores y digas la verdad.
—¿Eres la autora de esta carta? —le preguntó el director Zhang, extrayendo
una misiva del sobre. Ella hizo ademán de cogerla, pero el hombre la retuvo en
sus manos mientras se la enseñaba página por página. En la última, aquella en la
que estaba más interesada, no encontró ninguna firma. En su lugar, ponía: «Las
masas revolucionarias».
—No —dijo repetidamente, presa del pánico—. Yo no soy la autora.
—Pero esta es tu letra.
—Sí, pero me limité a pasársela a limpio a otra persona.
—¿A quién?
Hasta el momento había aguantado estoicamente todas las injusticias que le
había tocado sufrir en la compañía, sin protestar ni implicar a nadie. Sin embargo,
esta vez era distinto. Sabía muy bien lo que aquello suponía.
—Aquel reportero de La Gran Producción que estuvo de visita la semana
pasada, se llamaba…
—Ye Wenjie… —interrumpió el director Zhang. Sus ojos negros la
escrutaban—. Déjame que te advierta una cosa: si arrastras contigo a terceros,
solo conseguirás agravar tu problema. Hemos hablado con el camarada Bai Mulin
y sabemos que lo único que hizo fue mandar la carta desde Hohhot, siguiendo tus
instrucciones y sin conocer el contenido de la misma.
—¡¿Eso ha dicho?! —Un velo negro ensombreció su mirada.
Obviando la pregunta, el director Zhang tomó el libro en sus manos.
—Claramente, tu carta se inspiró en esta obra. —Mostró el libro al
comandante de la compañía y al instructor político—. Primavera silenciosa se
publicó en Estados Unidos en 1962 y tuvo mucha influencia en el mundo
capitalista. —Sacó otro ejemplar del maletín. La portada era blanca y tenía el
título mecanografiado—. Esta es la traducción al chino. Las autoridades la
distribuyeron entre algunos dirigentes para su crítica. El veredicto es claro: se
trata de una perniciosa obra de propaganda reaccionaria, que expone una teoría
apocalíptica y disfrazada de idealismo histórico. Con la excusa de tratar el
deterioro medioambiental, intenta justificar la gran corrupción que reina en el
mundo capitalista. El contenido es extremadamente reaccionario.
—Ese libro —musitó ella, vencida por los acontecimientos— tampoco es
mío.
—El camarada Bai Mulin fue asignado como traductor por las más altas
instancias, de modo que, en su caso, la posesión de dicha obra era del todo
legítima. Por supuesto, es responsable de haber permitido que la robaras mientras
estaba en su guardia y custodia. Ahora su lectura te ha dado armas intelectuales
para atacar al socialismo.
A partir de entonces, Ye Wenjie guardó un profundo silencio. Sabía cuán
peliaguda era la situación en que se hallaba. Todo amago de resistencia era ya
inútil.
Al contrario de lo que afirman muchas fuentes históricas, Bai Mulin no intentó
incriminar a Ye Wenjie desde el primer momento. La carta que dirigió a la
Dirección Central probablemente estuvo motivada por su gran sentido de la
responsabilidad, pecando de extrema confianza. Los vaivenes de la política de la
época se debían a una compleja suma de factores; uno nunca sabía a ciencia cierta
qué era tabú y qué no. Tal vez su carta tuvo la desdicha de abordar un asunto que
era sensible. Pero al enterarse del revuelo que causó, el miedo se apoderó de él y
decidió sacrificar a Ye Wenjie para salvarse.
Medio siglo más tarde, los historiadores coincidirían en que ese suceso de
1969 supuso un punto de inflexión en la historia de la humanidad.
Bai Mulin llegó a ser una figura histórica, aunque él ni lo buscó ni tampoco lo
supo. Los académicos glosan su pobre vida de la siguiente manera: continuó
trabajando en La Gran Producción hasta 1975, cuando el Cuerpo de Producción y
Construcción de Mongolia Interior fue desmantelado; luego lo mandaron a una
ciudad del noreste de China para incorporarse a la Asociación de la Ciencia,
hasta principios de los ochenta. Entonces abandonó el país y se marchó a Canadá
para dar clases en una escuela china de Ottawa hasta 1991, año en que murió de
un cáncer de pulmón. Que se sepa, no volvió a mencionar el nombre de Ye
Wenjie. Tampoco consta si se sentía responsable de sus actos.
—Wenjie, aquí siempre nos hemos portado muy bien contigo —le dijo el
comandante de la compañía, exhalando una espesa bocanada de humo de tabaco
Mohe con la vista puesta en el suelo—. Debido a la clase a la que pertenecía tu
familia, y dados sus antecedentes, has sido siempre considerada una sospechosa
política. Y, sin embargo, aquí te hemos tratado como a una más. ¿Cuántas veces te
hemos hablado, tanto tu instructor político como yo mismo, sobre tu tendencia a
aislarte de los demás y tu falta de motivación? ¡Todo por ayudarte! Y mírate
ahora, cometiendo un error tan grave.
—Yo ya dije que estaba muy resentida por lo que pasó durante la Revolución
Cultural… —apostilló el instructor político.
—Que esta tarde dos hombres la escolten hasta el Cuartel General de la
División junto con las pruebas de su crimen —sentenció el comandante.
Llamaron a sus compañeras de celda, una a una, hasta quedarse a solas. El
montoncito de carbón que había en un rincón de la celda se había apagado por
completo. El fuego de la estufa llevaba rato extinguido y nadie venía a reavivarlo.
Hacía mucho frío y Ye Wenjie se cubría el cuerpo con una manta.
Antes del anochecer fueron a verla dos militares; eran una mujer y un hombre.
Ella, de mayor edad y dirigente del Partido, fue anunciada por su acompañante
como la representante militar del Tribunal Intermedio del Pueblo[5].
—Me llamo Cheng Lihua —saludó la mujer. Tenía unos cuarenta años,
llevaba gafas de montura gruesa y vestía uniforme militar. Su rostro era amable y
saltaba a la vista que de joven había sido hermosa. Su sonrisa emanaba simpatía.
Ye Wenjie era consciente de lo inusual que resultaba que una oficial de tan
alto rango se interesara por su caso. Asintió con la cabeza, cautelosa, y le hizo un
sitio en el camastro para que se sentara.
—Pero ¡qué frío hace aquí! ¿Y la estufa? —preguntó, mirando con gesto
reprobatorio al director del centro de detención, que aguardaba en el exterior—.
Qué jovencita… —exclamó a continuación, observándola de cerca mientras se
sentaba a su lado—. Más incluso de lo que imaginaba. —Bajó la cabeza para
hurgar en su maletín, y añadió—: ¡Wenjie! Tú lo que estás es confundida. ¡Ay,
tanto leer! —Por fin halló lo que buscaba. Extrajo un grueso montón de folios y la
miró con afecto—. No pasa nada, ¿eh? A tu edad, ¿quién no ha cometido algún
error? Yo misma, sin ir más lejos. De joven, formé parte de la compañía de teatro
del Cuarto Ejército de Campo. Un día, durante una sesión de formación política,
se me ocurrió sugerir que China dejara de ser independiente y se uniera a la
URSS porque así el comunismo internacional se fortalecería… ¡Inocente de mí!
Pero ¿quién no se ha equivocado alguna vez? Los errores no deben pesarnos en la
conciencia, ¿de qué sirve? Lo importante es reconocerlos y enmendarlos. Y luego,
¡a seguir con la Revolución!
Con esas palabras, la dirigente logró congeniar un poco más con Ye Wenjie.
Sin embargo, esta, comprensiblemente cauta después de haber sufrido tantas
calamidades, seguía sin poder aceptar tanta amabilidad.
Cheng Lihua colocó los papeles sobre el camastro y le ofreció una
estilográfica.
—Vamos, firma. Luego, si quieres, charlaremos sobre tus vacilaciones
ideológicas.
Le hablaba con la suavidad de una madre cuando amamanta a su hija.
Ye Wenjie permaneció inmóvil y con la vista fija en aquel montón de folios.
No tomó la pluma.
Cheng le dedicó una sonrisa magnánima.
—Puedes confiar en mí, Wenjie. Te garantizo que este documento no tiene
nada que ver con tu caso. Venga, firma.
El acompañante de la dirigente, que permanecía a un lado, intervino:
—Ye Wenjie, la representante Cheng trata de ayudarte. Lleva días
preocupándose por tu caso.
Cheng alzó la mano para interrumpirlo.
—Es comprensible —dijo—. ¡Pobrecita! Te tenemos asustada. En estos
tiempos, la diplomacia brilla por su ausencia. Tanto en el Cuerpo de Construcción
como en el Tribunal del Pueblo hay camaradas tan directos que rozan la mala
educación. ¡No son maneras! Está bien, Wenjie. Léelo. Tómate el tiempo que
quieras.
Ye Wenjie cogió el documento y lo hojeó bajo la luz amarilla de la celda. La
representante Cheng no le había mentido; realmente no tenía nada que ver con su
caso, sino con el de su difunto padre, de quien incluía registros de contactos y
conversaciones con varias personas. La fuente era Ye Wenxue, la hermana menor
de Ye Wenjie. Siendo uno de los miembros más radicales de la Guardia Roja, no
había dudado en denunciar a su progenitor con numerosos informes sobre sus
supuestos crímenes, los cuales desempeñaron un papel clave a la hora de
conducirlo a la muerte.
Sin embargo, Ye Wenjie supo ver que aquel documento no era del puño y letra
de su hermana. El estilo de los textos acusadores de Wenxue era estridente, cada
párrafo estaba minado de recriminaciones a punto de estallar, como ristras de
petardos. En cambio, la redacción de aquel escrito era fría y calmada, meticulosa.
Detallaba minuciosamente quiénes, cuándo y dónde habían discutido y sobre qué
temas; lo hacía de un modo que a un inexperto podía parecerle un dietario
tedioso, pero Ye Wenjie sabía que entrañaba algún propósito oscuro y bien
calculado. No tenía nada que ver con los ataques de su hermana.
Era evidente que aquel documento guardaba relación con un importante
proyecto de defensa nacional. Y siendo hija de físico, supuso que se refería a las
pruebas nucleares chinas que en 1964 y 1967 sobrecogieron al mundo.
Durante la Revolución Cultural, para hacer caer a alguien importante había
que presentar pruebas sobre su deficiencia en las áreas en que tuviera algún tipo
de responsabilidad. Sin embargo, los asuntos nucleares contaban con la
protección de las más altas instancias, para que estuviesen por encima de
maquinaciones y tejemanejes, siendo difícil inmiscuirse. El padre de Ye Wenjie
no cumplía con los requisitos políticos para trabajar en pruebas nucleares debido
a su historial familiar, y su contribución se limitó a la formulación de una teoría
periférica. Precisamente por eso, resultaba más fácil usarlo a él que a alguien
implicado de manera directa.
Ye Wenjie ignoraba si el contenido de los documentos era cierto o falso, pero
si de algo estaba segura era de que cada palabra, cada punto y coma asestarían un
duro golpe político en las vidas de muchas personas, no solo en las de sus
víctimas.
Al final del documento halló la firma de su hermana en grandes caracteres.
Ella tenía un espacio reservado para constar como testigo, pero también había
tres más.
—Yo no sé qué dijo mi padre en esas conversaciones —contestó en voz baja,
devolviendo el documento.
—¿Cómo no vas a saberlo? La mayoría tuvo lugar en tu casa. ¿Tu hermana lo
sabe y tú no?
—Se lo aseguro.
—Pero todas estas conversaciones son reales, tienes que creernos.
—No digo que no sean reales, sino que no sé nada de ellas y que no puedo
firmar.
—Ye Wenjie… —volvió a intervenir el hombre que acompañaba a la
representante, antes de ser interrumpido por la misma.
—Wenjie, voy a serte franca —continuó la mujer, acercándose aún más a ella
y tomando una de sus frías manos—. La importancia de tu caso es muy relativa.
Podemos minimizarlo, presentándolo como el de una pobre joven instruida que se
ha dejado ofuscar por un libro reaccionario, y no tendrías ni que pasar por un
juicio. Te harían ir a clase de pensamiento político para escribir un par de
autocríticas y ahí quedaría la cosa; antes de que te dieras cuenta, estarías de
vuelta en el Cuerpo de Construcción. Pero también podemos llevarlo hasta sus
últimas consecuencias. Wenjie, sabes que pueden declararte culpable de una
acción antirrevolucionaria. En estos tiempos tan volátiles, ante un caso así, tanto
la fiscalía como los tribunales tenderán a ser más severos que tolerantes por
miedo a pisar algún callo con su veredicto. Si no gustara, lo primero podría ser
considerado un error administrativo. Lo segundo, una traición. Todo esto te lo
digo confidencialmente.
Entonces el acompañante añadió:
—La representante Cheng solo intenta salvarte. Tú misma lo acabas de ver,
tres testigos más han puesto su firma, ¿de qué va a servir negarte? ¡Ye Wenjie,
piensa con claridad!
—Así es, Wenjie —retomó la dirigente—. ¡Se me rompe el corazón al pensar
que la vida de una joven instruida como tú puede acabar arruinada por algo como
esto! Lo que quiero es ayudarte. Por lo que más quieras, haz el favor de
colaborar… Mírame bien, ¿tú crees que puedo desearte algún mal?
Ye Wenjie solo veía la sangre de su padre.
—Representante Cheng, no tengo constancia de lo que veo escrito, así que no
voy a firmarlo.
Cheng Lihua enmudeció. Clavó los ojos en Ye Wenjie durante unos instantes
en los que el frío aire de la celda pareció solidificarse. Lentamente, volvió a
meter el documento en su maletín y se puso en pie. Su expresión seguía siendo
afable, pero ahora parecía fijada al rostro como una máscara de yeso. Todavía
con aquella sonrisa piadosa, se fue al rincón donde estaba el cubo para lavarse,
lo cogió y, con calma precisa y deliberada, vertió la mitad del agua sobre Ye
Wenjie y el resto sobre su manta. Luego se volvió, tiró el cubo al suelo y
abandonó la celda.
—Zorra testaruda… —murmuró con rabia al salir.
El director del centro de detención fue el último en desaparecer. Mirando con
frialdad a Ye Wenjie, empapada y goteando, cerró la celda de un portazo y echó el
pestillo con un chasquido metálico.
A través de la ropa húmeda, el crudo invierno mongol la apresó con la
intensidad de un puño gigante. Al principio oyó cómo le castañeteaban los
dientes, pero más tarde aquel sonido se alejó. El frío que calaba sus huesos tiñó
de blanco el mundo ante sus ojos, y Ye Wenjie sintió que el universo entero era un
enorme bloque de hielo con ella dentro como único signo de vida. Era como
aquella niña del cuento, a punto de morir congelada y sin una sola cerilla; solo
con su imaginación.
El bloque de hielo que la aprisionaba fue volviéndose transparente, y tras él
vio aparecer un edificio. En lo alto, una valiente joven hacía ondear una bandera.
Su esbelta figura contrastaba vívidamente con la anchura de la tela. Era su
hermana, Wenxue. No habían vuelto a tener noticias de ella desde el día en que
decidió romper con su reaccionaria familia. Y poco antes supo que hacía dos años
que había muerto en una de las muchas guerras entre facciones de guardias rojos.
Aún en su alucinación, vio que la bandera se transformaba en Bai Mulin. Sus
gafas destellaban con el reflejo de las llamas del incendio que asolaba el edificio.
Entonces Bai Mulin se convirtió en la representante Cheng; luego en su madre, Ye
Shaolin; más tarde incluso en su padre. La figura abanderada cambiaba
continuamente, como si fuera un metrónomo que marcara los últimos compases de
su vida.
Poco a poco la imagen de la bandera fue nublándose, y todo cuanto la rodeaba
se desvaneció con ella. El bloque inmenso que era el universo volvía a
aprisionarla. Solo que esta vez el hielo era negro.