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Matar a la ciencia

 El olor a alcohol lo recibió en cuanto abrió la puerta del apartamento de Ding

Yi. Lo encontró tumbado en el sofá. Aunque tenía el televisor encendido,

permanecía con la vista fija en el techo.

 Wang echó un vistazo alrededor: la decoración brillaba por su ausencia; había

tan pocos muebles que la gran sala de estar resultaba vacía. El objeto que más

atraía la atención era una mesa de billar en un rincón.

 Lejos de parecer molesto por aquella visita inesperada, a Ding se le notaba

que tenía ganas de hablar con alguien.

 —Me compré este apartamento hace tres meses —le dijo—, ¿y para qué? ¿De

verdad pensaba que iba a convencerla de formar una familia? ¡Ja! —Negó con la

cabeza. Sonaba muy borracho.

 —¿Ustedes dos…?

 Wang ansiaba conocer los detalles de la vida de Yang Dong, pero no sabía

cómo preguntar.

 —Era como una estrella. Siempre distante. Siempre fría.

 Ding Yi se acercó a la ventana para mirar el cielo nocturno. Parecía buscar

aquella estrella que se había apagado.

 Wang no dijo nada. Tan solo quiso oír su voz. Pero esa tarde, un año antes, en

que el sol se puso por el oeste, no llegaron a hablarse. Jamás había oído su voz.

 Ding hizo un gesto con la mano, como si quisiera apartar algo del

pensamiento.

 —Hace usted bien, profesor Wang. No se involucre con la policía ni con el

ejército. Son una pandilla de idiotas engreídos. Las muertes de todos esos físicos

no tienen nada que ver con Fronteras de la Ciencia; se lo he explicado muchas

veces pero no consigo que me entiendan.

 —Creo que ellos han realizado su propia investigación.

 —Sí, y a escala internacional nada menos. A estas alturas, ya deben saber que

dos de los muertos nunca tuvieron contacto con Fronteras de la Ciencia,

incluyendo a… Yang Dong.

 Le costaba pronunciar ese nombre.

 —Ding Yi, usted es consciente de que yo ya estoy de algún modo involucrado

en eso, así que… sobre los motivos que llevaron a Yang Dong a tomar aquella

decisión… Me gustaría conocerlos. Creo que usted sabe algo.

 Wang pensó en lo estúpido que debía de parecerle tratando de ocultar su

verdadero interés.

 —Si se los digo, se involucrará más. Ahora tan solo lo está de manera

circunstancial. Cuanta más información tenga, más absorbida estará su mente, y

entonces no habrá remedio…

 —Me dedico a la investigación aplicada, no soy tan sensible como ustedes,

los teóricos.

 —Está bien. ¿Sabe usted jugar al billar? —replicó Ding Yi, dirigiéndose a la

mesa.

 —Solía hacerlo en la universidad.

 —A ella y a mí nos encantaba. Nos recordaba a las partículas colisionando en

el acelerador.

 Ding Yi cogió la bola negra y la blanca. Puso la primera cerca de uno de los

agujeros y la segunda a unos diez centímetros de aquella.

 —¿Es capaz de colar la bola negra?

 —A esa distancia, todo el mundo.

 —Pruebe.

 Wang tomó el taco, le dio un suave golpe a la bola blanca y esta chocó contra

la negra, que cayó en el agujero.

 —Muy bien. Ahora cambiemos la mesa de posición.

 Ding conminó a un desconcertado Wang a coger la pesada mesa. Juntos, la

trasladaron hasta otro rincón de la sala, cerca de la ventana. Entonces Ding

recuperó la bola negra, volvió a colocarla cerca del agujero y reposicionó la bola

blanca a diez centímetros de aquella.

 —¿Cree que será capaz de volver a hacerlo?

 —Pues claro.

 —Dele.

 De nuevo logró colar la bola negra.

 —¡Cambiemos otra vez! —exclamó Ding Yi, subiendo los brazos con

excitación.

 Levantaron la mesa y la llevaron a un tercer rincón de la estancia. Ding puso

las bolas en la misma posición que antes.

 —Venga.

 —Oiga, ¿por qué no…?

 —¡Dele!

 Con una sonrisa de resignación, Wang volvió a colar la bola negra.

Recolocaron la mesa dos veces más, la última en su posición original. La bola

siempre entraba.

 Para entonces, los dos hombres estaban sudando.

 —Muy bien, el experimento ha concluido —dijo Ding Yi mientras encendía

un cigarrillo—. Ahora, saquemos conclusiones. Hemos realizado una misma

prueba cinco veces. Cuatro de ellas han diferido tanto en el espacio como en el

tiempo, dos han compartido el mismo espacio pero distinto tiempo. ¿No le

sorprende el resultado? —Abrió los brazos con teatralidad—. ¡Cinco veces! Y

cada colisión ha dado el mismo resultado.

 —¿Qué insinúa? —preguntó Wang, jadeando.

 —Trate de explicarme este increíble resultado. Y le ruego que lo haga en el

lenguaje de la física.

 —Está bien… En estos cinco experimentos, la masa de las dos bolas no ha

variado. En cuanto a su posición, tomando la mesa como marco de referencia,

tampoco ha habido ningún cambio. La velocidad a la que la bola blanca ha

colisionado con la negra ha sido básicamente la misma, de modo que la inercia

transferida no ha cambiado. Los cinco experimentos han dado un idéntico

resultado: la bola negra se ha colado en el agujero.

 Ding Yi cogió una botella de brandy que había en el suelo, junto al sofá, llenó

dos vasos sucios y le ofreció uno a Wang, quien lo rechazó cortésmente.

 —¡Celebrémoslo! Acabamos de descubrir un principio fundamental de la

naturaleza: las leyes de la física permanecen invariables a través del tiempo y el

espacio. Todas las leyes de la historia humana, desde el principio de Arquímedes

hasta la teoría de cuerdas, todos los descubrimientos científicos y el fruto

 intelectual de nuestra especie, resultan de esta gran ley. Comparados con estos

dos grandes teóricos que somos usted y yo, Einstein y Hawking parecen simples

ingenieros aplicados…

 —Sigo sin entender adónde quiere ir a parar.

 —Imagine otro resultado: en el primer intento, la bola blanca hace entrar a la

negra; en el segundo, la desvía; la tercera vez, la bola negra sale disparada hacia

el techo; en la cuarta, vuela por la habitación como un gorrión espantado hasta

que se cuela en el bolsillo de su chaqueta. La quinta vez, la bola negra es lanzada

casi a la velocidad de la luz, y al hacerlo rompe el borde de la mesa, atraviesa la

pared y abandona la Tierra y el sistema solar, como en aquella estúpida historia

de Asimov. ¿Qué pensaría entonces?

 Se quedó mirando a Wang, quien, tras un largo silencio, preguntó:

 —Esto ha ocurrido de verdad. ¿Me equivoco?

 Ding terminó el brandy que había en los dos vasos y fijó la vista en la mesa de

billar. Tenía la mirada de quien observa a un demonio.

 —En efecto, ha sucedido. En los últimos años, la investigación teórica ha ido

madurando hasta obtener el equipamiento necesario para poner a prueba las

teorías fundamentales. Se construyeron tres carísimas mesas de billar, por así

llamarlas: una en Norteamérica, otra en Europa y otra, que usted ya conoce, aquí

en China, en Liangxiang. Su Centro de Nanotecnología ha ganado mucho dinero

con ella. Estos aceleradores de partículas de alta energía han subido el nivel de

energía disponible para colisionar partículas en un orden de magnitud, a un nivel

nunca antes alcanzado por la humanidad. Pero con ese nuevo equipamiento, las

mismas partículas, los mismos niveles de energía y parámetros experimentales

han dado resultados distintos, en función del acelerador y de cuándo se realizaba

el experimento. El pánico ha cundido entre los físicos, que han repetido los

experimentos bajo idénticas condiciones, obteniendo resultados distintos y sin

patrón aparente.

 —¿Qué significa eso? —preguntó Wang, quien al ver que Ding lo observaba,

añadió—: Verá, lo mío es la nanotecnología; también investigo con estructuras a

microescala, pero ese es un tamaño mucho más grande que el de su trabajo. Por

favor, ilústreme.

 —Significa que las leyes de la física no permanecen invariables a través del

tiempo y el espacio.

 —¿Entonces…?

 —Creo que sabe deducir lo que sigue. Incluso el general Chang pudo hacerlo.

 Un hombre perspicaz…

 Wang miró, pensativo, a través de la ventana. Las luces de la ciudad brillaban

con tal intensidad que escondían las estrellas del cielo.

 —Significa que no existen leyes de la física que puedan aplicarse en todo el

universo —respondió, volviéndose—, lo cual implica… que la misma física no

existe.

 —«Sé que estoy cometiendo una irresponsabilidad, pero no me queda otro

remedio» —se apresuró a decir Ding—. Esa era la segunda frase de su nota. Y

usted acaba de dar con la primera. Ahora ya puede comprenderla, aunque sea un

poco.

 Wang cogió la bola blanca. La sostuvo unos instantes y después volvió a

dejarla.

 —Para alguien que se dedica a explorar la vanguardia de la teoría, es toda

una catástrofe.

 —Lograr el éxito, en el campo de la física teórica, requiere una fe casi

religiosa. Es fácil sentirse atraído por el abismo.

 Al despedirse, Ding le entregó un papel con una dirección.

 —Si tiene tiempo, vaya a ver a la madre de Yang Dong. Siempre vivieron

juntas y, para ella, su hija era el centro de su vida. Ahora la pobre está sola en

este mundo.

 —Ding Yi, es evidente que usted sabe muchas más cosas que yo. ¿No puede

contarme algo más? ¿De veras cree que las leyes de la física no permanecen

invariables a través del tiempo y del espacio?

 —Yo no sé nada —aseveró Ding—. Solo sé que una fuerza inimaginable está

matando a la ciencia.

 —¡¿Matando a la ciencia?! Pero ¿quién?

 Ding Yi lo miró fijamente durante un largo rato.

 —Esa es la cuestión —añadió al fin.

 Wang comprendió que simplemente terminaba la frase del coronel británico:

«Ser o no ser, esa es la cuestión».