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—Bueno, viejo amigo —dijo el señor Lamplough—, ¿qué puedo hacer hoy por usted?

—Oh, supongo que alguna de sus prácticas infernales —dijo lord Peter Wimsey, sentándose con expresión resentida en la silla de tormento forrada de terciopelo verde y haciendo una mueca en dirección al tomo—. Se me ha caído un pedazo de la primera muela superior izquierda. Y eso que sólo estaba comiendo tortilla. No comprendo por qué ocurre siempre en momentos así. Si hubiese estado partiendo nueces, lo entendería.

—¿Sí? —dijo suavemente el señor Lamplough. Como por arte de magia, sacó por la izquierda de lord Peter un espejito al que había acoplada una diminuta lámpara eléctrica—. ¿Algún dolor?

—Ningún dolor —contestó Wimsey imitadamente—, a menos que tenga en cuenta un borde afiladísimo capaz de cortarme la lengua en redondo. Pero lo importante es saber por qué se me ha caído ese pedazo de muela. No le estaba haciendo nada.

—¿No? —dijo el señor Lamplough con tono medio profesional y medio amistoso; era antiguo alumno de Winchester y miembro de uno de los clubs que frecuentaba Wimsey con quien se había enfrentado numerosas veces en los campos de cricket, en los días lejanos de la juventud—. Bueno, si se calla un momento, le echaremos una miradita. ¡Ah!

—No diga «¡Ah!» de esa manera, como si hubiese encontrado piorrea y necrosis de la mandíbula y se estuviera refocilando con ello, viejo vampiro. Limítese a sacarla y ojalá lo ahorquen. Y a propósito, ¿en qué está metido? ¿Por qué he encontrado a un inspector de policía en el portal? No hace falta que pretenda decir que ha venido a cuidarse la dentadura, porque he visto a su sargento esperándole fuera.

—Bueno, ha sido bastante curioso —dijo el señor Lamplough, mientras sujetaba diestramente la cabeza de su amigo con una mano y con la otra introducía una hilaza en la inoportuna cavidad—. Supongo que no deber��a contárselo, pero de todos modos se enterará por sus amigos de Scotland Yard. Deseaban ver los libros de mi predecesor. Posiblemente ha leído usted una noticia sobre un dentista hallado muerto en un garaje incendiado de Wimbledon Common.

—¿Curioso, eh? —dijo lord Wimsey.

—Eso fue anoche —prosiguió el señor Lamplough—. El fuego empezó hacia las nueve y fueron precisas tres horas para dominarlo. Era uno de esos garajes de madera y fue verdaderamente difícil impedir que el incendio se propagara a la casa. Por fortuna, es la última de una hilera de viviendas y no había nadie en ella. Aparentemente, este hombre, Prendergast, estaba solo allí, disponiéndose a salir de vacaciones o algo por el estilo; prendió fuego al garaje, al auto y él mismo murió abrasado. De hecho, estaba tan achicharrado cuando lo encontraron que no podían saber a ciencia cierta de quién se trataba. De modo que para comprobarlo le examinaron rutinariamente la dentadura.

—¿Oh, sí? —dijo Wimsey, mientras observaba cómo el señor Lamplough colocaba una nueva broca en el tomo—. ¿Y nadie se ocupó de apagar el fuego?

—Oh, sí, pero era un cobertizo de madera, lleno de gasolina y estalló como un castillo de fuegos artificiales. Por favor, un poco más hacia este lado. Espléndido.

—Gr-r-r-r, gr-r-r-r.

—En realidad, parecen pensar que podría tratarse de un suicidio. El hombre está casado, con tres hijos y bastantes apuros.

—Gr-r-r-r, gr-r-r-r.

—Su familia está en Worthing, con la suegra del muerto o algo así. Dígame si le hago daño.

—Gr-r-r-r, gr-r-r-r.

—Y supongo que las cosas debían irle bastante mal. Pero desde luego, también puede tratarse de un accidente mientras estaba cargando gasolina. Tengo entendido que esta noche emprendía el viaje para reunirse con ellos.

—¿E-ie-e-e-e-o-e-o? —preguntó Wimsey como pudo.

—¿Que qué tengo que ver con eso? —dijo el señor Lamplough, quien, debido a su larga experiencia, era especialista en interpretar aquellos extraños sonidos—. Nada, excepto que el individuo de cuya clientela me hice cargo le había arreglado la boca a Prendergast.

—Gr-r-r-r, gr-r-r-r.

—Hace tiempo que murió, pero me dejó sus libros como guía, para el caso de que alguno de sus antiguos clientes se sintiera inclinado a confiar en mí.

—Gr-r-r-r, gr-r-r-r.

—Lo siento. ¿Le he hecho daño? En realidad, varios de ellos así lo hicieron. Supongo que es una especie de instinto volver al mismo sitio cuando a uno le duele la boca. Como los elefantes moribundos. ¿Quiere enjuagarse por favor?

—Ya entiendo —dijo Wimsey, cuando hubo terminado de limpiarse la boca del polvo de la muela y de explorar con la lengua el estado de la misma—. Es curioso que estas cavidades parezcan siempre tan grandes. La siento como si fuera capaz de contener toda mi cabeza. A pesar de todo, supongo que sabe usted lo que se hace. ¿Y están bien los dientes de Prendergast?

—Aún no he tenido tiempo de examinar los libros, pero les he dicho que lo haría tan pronto como terminara con usted. Además, es la hora del almuerzo y gracias a Dios la paciente que esperaba a las dos no va a venir. En general se presenta con cinco chicos malcriados y todos desean acercarse para ver lo que hago y jugar con los aparatos. El último día, uno de ellos se escapó a mi vigilancia y a poco se electrocuta con el aparato de Rayos X de la habitación de al lado. Y ella piensa que tendría que cuidar a estos pequeños a mitad de precio. Abra un poco más la boca si le es posible.

—Gr-r-r-r, gr-r-r-r.

—Sí, eso es. Ahora podemos limpiarla y taponarla provisionalmente. Enjuáguese, por favor.

—Sí —dijo Wimsey—, y por lo que más quiera meta bien adentro esta pasta endiablada. No quiero que a mitad de la comida empiece a esparcírseme por la boca. No puede imaginarse lo horroroso que resulta el caviar mezclado con ella.

—¿No? —dijo el señor Lamplough—. Tal vez encuentre eso un poco frío. Así. Ya está. Enjuáguese, por favor. Quizá note algo a medida que la pasta penetre más. Oh, ¿ya lo ha notado? Bien. Eso demuestra que el nervio está perfectamente. Ahora es cuestión de un momento. ¡Ya! Si, ya puede levantarse. ¿Quiere enjuagarse otra vez? Ciertamente. ¿Cuándo desea volver de nuevo?

—No sea tonto, viejo caballo —dijo Wimsey. Le acompaño ahora mismo a Wimbledon. Llegará en la mitad de tiempo si le llevo. No se me había presentado nunca tan cerca un caso en el que aparecieran cadáveres en un garaje ardiendo. Deseo aprender.

—Verdaderamente no tienen nada de atractivo los cadáveres hallados en los garajes incendiados —ni siquiera la experiencia bélica de Wimsey pudo hacerle mirar con Indiferencia el objeto que yacía en el depósito de la comisaría. Achicharrado hasta perder toda apariencia humana, incluso hizo palidecer al cirujano de la policía. El señor Lamplough quedó tan afectado que tuvo que dejar sobre una silla los libros que traía y asomarse durante un rato al balcón para respirar aire fresco. Entretanto, Wimsey, después de darse a conocer y haber establecido relaciones amistosas con los oficiales de policía, daba vueltas pensativo en tomo al montoncito de objetos calcinados que había en los bolsillos del señor Prendergast. No había nada notable. Las cubiertas de cuero de la cartera sujetaban las cenizas de un escuálido fajo de billetes, indudablemente el dinero que se llevaba para sus vacaciones en Worthing. El hermoso reloj de oro, evidentemente un regalo, se hab��a detenido a las nueve y siete minutos. Wimsey observó que estaba poco deteriorado; tal vez se debía a la protección que le había proporcionado el estar entre el brazo izquierdo y el cuerpo del hombre.

—Parece como si la primera explosión le hubiese dejado sin sentido —dijo el inspector de policía—. Es evidente que no hizo ningún intento para escapar. Cayó de bruces sobre el volante, con la cabeza apoyada en el salpicadero. Por eso está el rostro tan desfigurado. Si lo desea, milord, le enseñaré los restos del vehículo. Si el otro caballero se siente mejor, es preferible que antes nos ocupemos del cuerpo.

Ocuparse del cuerpo fue una tarea larga y desagradable. El señor Lamplough, con un esfuerzo sobrehumano, sacó unas tenazas y un estilete y se inclinó sobre las mandíbulas reducidas casi a su estructura ósea por el tremendo dolor a que habían estado expuestas, en tanto que el cirujano de la policía examinaba los libros que el otro había traído. El señor Prendergast tenía una historia dental que se remontaba en el libro hasta diez años atrás, y antes de eso ya le había empastado dos o tres muelas. El predecesor del señor Lamplough había tomado nota de ellas cuando le visitó por primera vez.

Al final de un detenido examen, el cirujano levantó la vista de las notas que había estado haciendo.

—Bueno, ahora comprobémoslo de nuevo —dijo—. Creo que tenemos una idea bastante completa del estado actual de su boca. En total tendrían que haber nueve muelas empastadas. La muela del juicio inferior derecha; la última muela del mismo lado; un empaste en el punto de contacto de la primera y segunda bicúspides de la parte derecha superior; una corona en el incisivo superior de la derecha. ¿Correcto?

—Eso espero —dijo el señor Lamplough—, excepto que el incisivo superior derecho falta por completo, pero posiblemente la corona debió aflojarse y caer —hurgó delicadamente—. La mandíbula es muy fr��gil y su aspecto no revela nada.

—Tal vez podamos encontrar la corona en el garaje —sugirió el inspector.

—El canino superior izquierdo lleno de porcelana fundida —prosiguió el cirujano—; el primer bicúspide superior izquierdo y el segundo inferior empastado, así como la primera muela inferior izquierda. Eso parece ser todo. No le faltan piezas, ni tenía ninguna artificial. ¿Cuántos años tenía?

—Unos cuarenta y cinco, doctor.

—Lo mismo que yo. Ojalá tuviera yo una dentadura tan buena —dijo el cirujano, con lo que el señor Lamplough estuvo de acuerdo.

—En tal caso, parece que se trata en efecto del señor Prendergast —dijo el inspector.

—Yo aseguraría que no existe la menor duda —contestó el señor Lamplough—; aunque me gustaría encontrar esa corona que se ha perdido.

—En tal caso, mejor será que vayamos a la casa —dijo el inspector—. Bueno, sí, gracias, milord, estaré encantado de que nos lleve. Lo único que queda ahora por determinar es si fue accidente o suicidio. Tuerza a la derecha, milord, y luego la segunda a la izquierda. Ya le iré indicando el camino.

—Esto queda un poco apartado para un dentista —observó el señor Lamplough mientras pasaban juntos a unas casas desperdigadas cerca del Common.

El inspector hizo una mueca.

—Yo he pensado lo mismo, señor, pero según parece la señora Prendergast le convenció para que viniera aquí. Es ideal para los niños, aunque no tanto para la profesión. Si me lo pregunta, diré que la señora Prendergast es la prueba más notable que tenemos para sugerir el suicidio. Ya hemos llegado.

La última frase era apenas necesaria. Junto a la puerta de una casita aislada al final de una hilera de viviendas semejantes, había un pequeño grupo de gente. De un montón de ruinas ennegrecidas que había en el jardín todavía se desprendía un desagradable olor a quemado. El inspector y sus acompañantes atravesaron la puerta, seguidos por los comentarios de los mirones.

—Ese es el inspector… Ese es el doctor Maggs… ese será otro médico, el que lleva el maletín… ¿Quién será el tipo del monóculo…? Parece un noble, ¿verdad, Florrie?… Tal vez sea el representante de los seguros… ¡Oh!, fíjate que auto lleva… Ahí es donde va a parar el dinero… es nada menos que un Rolls… no, tonto, es un Daimler… Oh, bueno, hoy día todo se hace gracias a la publicidad.

Wimsey se rió indecorosamente mientras avanzaban por el jardín. La visión del esqueleto de un coche entre los restos ennegrecidos del garaje, le serenó. Dos guardias, en cuclillas entre las ruinas mientras manejaban un cedazo, se pusieron de pie y saludaron.

—¿Qué tal les va, Jenkins?

—Aún no hemos encontrado gran cosa, señor, excepto una pitillera de marfil. Este caballero —indicando a un hombre corpulento, calvo, con gafas, que estaba fisgoneando entre los residuos del automóvil— es el señor Tolley, de la fábrica de automóviles; ha venido con una nota del superintendente.

—Ah, sí. ¿Puede dar alguna opinión acerca de esto, señor Tolley? El doctor Maggs, a quien ya conoce, el señor Lamplough, lord Peter Wimsey. A propósito, Jenkins, el señor Lamplough ha estado examinando la dentadura del muerto y anda en busca de un diente perdido. Podrían intentar de encontrarlo ustedes. Díganos, señor Tolley.

—No hay duda sobre lo que ha pasado aquí —dijo el señor Tolley frotándose pensativamente la barbilla—. Estos automóviles pequeños son verdaderas trampas mortales cuando algo va mal. Hay un depósito delantero, vea; parece como si hubiese podido tener un pequeño escape. Posiblemente la juntura del depósito ha hecho un pequeño movimiento o la soldadura se ha soltado. De hecho, ahora está suelta, pero eso no es extraño después de un incendio. Un depósito o tubería en mal estado puede perder mucho líquido, y parece que había alrededor del cuadro de mandos una tira de caucho que impedía darse cuenta de la pérdida de gasolina. Queda el olor, desde luego, pero estos pequeños garajes apestan a menudo a bencina; además, el muerto guardaba aquí varias latas llenas. Más de lo permitido legalmente, pero eso tampoco es anormal. Supongo que debió llenar el depósito del coche —hay latas vacías cerca del radiador, con el tapón quitado— luego se sentó ante el volante, cerró la puerta, quizá puso en marcha el motor y luego encendió un cigarrillo. Entonces, si había vapores de gasolina procedentes de ese escape, debió producirse un estallido delante de su cara… ¡Bum!

—¿Cómo estaba la ignición?

—Cerrada. Tal vez no la encendiese nunca, pero es muy probable de que la cerrara de nuevo al surgir las llamas. Es una tontería, pero mucha gente lo hace. Lo adecuado, desde luego, es cerrar la entrada de carburante y dejar el motor en marcha hasta que se vacíe el carburador, pero uno no siempre piensa con tino cuando se está quemando vivo. O tal vez se propusiera cerrar la bencina y sufrió un colapso antes de poder hacerlo. El depósito está aquí, a la izquierda. Mírelo.

—Por otra parte —dijo Wimsey—, puede haberse suicidado y simulado el accidente.

—Desagradable manera de suicidarse.

—Suponga que antes se tomara un veneno.

—Tendría que haber vivido lo suficiente para incendiar el auto.

—Eso es cierto. Supongamos que se disparó un tiro… Podría ser que el fogonazo del… no, eso es una tontería… en tal caso se habría encontrado el arma. ¿O una inyección hipodérmica? La misma objeción. Con el ácido prúsico hubiera sido posible… Quiero decir que hubiese tenido tiempo para tragarse una pastilla y luego incendiar el auto. El ácido prúsico es muy rápido, pero no es completamente instantáneo.

—Bueno, por si acaso, lo buscaré —dijo el doctor Maggs.

Fueron interrumpidos por el guardia.

—Discúlpeme, señor, pero creo que hemos encontrado el diente. El señor Lamplough dice que es este.

Entre sus rollizos índice y pulgar sostenía un diminuto objeto óseo del que aún sobresalía un pedacito metálico.

—Desde luego, eso es un incisivo superior derecho con una corona, a juzgar por su aspecto —dijo el señor Lamplough—. Supongo que el cemento cedió con el calor. Algunos cementos son sensibles al calor, así como otros lo son a la humedad. Bueno, eso zanja la cuestión, ¿verdad?

—Sí… Bien, tendremos que darle la noticia a la viuda. Aunque imagino que no debía abrigar grandes dudas.

La señora Prendergast, una dama muy maquillada y de rostro avinagrado, recibió la confirmación con una serie de sollozos estridentes. Cuando se hubo calmado lo suficiente, les informó de que Arthur siempre había sido muy descuidado con la bencina, que fumaba demasiado, que ella le había advertido a menudo del peligro que representaban los coches pequeños, que le había dicho que debería comprar un coche más grande, que el que tenía no era en realidad bastante capaz para toda la familia, que a él le gustaba guiar de noche, que ella siempre había dicho que era peligroso, y que si le hubiese hecho caso nunca hubiera ocurrido tal cosa.

—El pobre Arthur no era buen conductor. La semana pasada mismo, cuando nos llevaba a Worthing, metió el auto en la cuneta al tratar de adelantar a un camión; todos nos asustamos mortalmente.

—¡Ah! —dijo el inspector—. No hay duda de que así resultó el depósito averiado.

Muy cautelosamente, preguntó si el señor Prendergast podría haber tenido alguna razón para desear arrebatarse la vida. La viuda se indignó. Cierto era que la clientela había disminuido últimamente, pero Arthur nunca habría sido tan malvado como para hacer una cosa así. Pero si precisamente tres meses atrás se había hecho un seguro de vida de quinientas libras; no habría tenido la desfachatez de invalidarlo mediante el suicidio. Por muy inconsiderado que Arthur fuese con ella, y con muchas afrentas que le hubiera hecho, no hubiera intentado robar a sus inocentes hijos.

El inspector enderezó las orejas ante la palabra «afrentas». ¿Qué afrentas?

Oh, bien, desde luego, ella estaba enterada de que Arthur se entendía con aquella señora Fielding. No le había engañado con toda aquella historia de que sus dientes necesitaban continuada atención. Y estaba muy bien decir que la casa de la señora Fielding estaba más ordenada que la suya. Aquello no era sorprendente; siendo una viuda rica sin hijos ni responsabilidades, podía permitirse tenerlo todo muy bien arreglado. No se podía esperar que una esposa atareada hiciera milagros con la cantidad tan pequeña que le pasaban. Si Arthur hubiese deseado que todo fuese diferente, debería haber sido más generoso. Le era muy fácil a la señora Fielding atraer a los hombres, vestida como un maniquí y sin nada que hacer en todo el día. Le había dicho a Arthur que se divorciaría si aquello no terminaba. Y desde entonces él había empezado a pasar todas las veladas en la ciudad, y lo que hacía allí…

El inspector contuvo el torrente de palabras preguntando la dirección de la señora Fielding.

—Le aseguro que no la sé —dijo la señora Prendergast—. Vivía en el número cincuenta y siete, pero se marchó al extranjero después de que expuse claramente que no iba a tolerarlo por más tiempo. Alguna gente tiene mucha suerte al disponer de dinero para gastar. Desde nuestra luna de miel, no he estado en el extranjero y entonces, sólo fue hasta Boulogne.

Al finalizar esta conversación, el inspector buscó al doctor Maggs y le rogó que fuese muy meticuloso en la búsqueda de indicios de ácido prúsico.

Recogieron el testimonio de Gladys, la sirvienta.

Se había ido de casa del señor Prendergast el día antes a las seis de la tarde. Iba a tomarse una semana de vacaciones mientras los Prendergast estaban en Worthing. Le había parecido que el señor Prendergast estaba preocupado y nervioso los últimos días, pero eso no la había sorprendido porque sabía que le disgustaba tener que vivir con la familia de su esposa. Ella —Gladys— había terminado su trabajo y dejado dispuesta una cena fría; luego, se fue a casa con permiso de su amo. Él tenía un paciente, un caballero de Australia, o de algún otro país lejano, quien deseaba que le arreglara urgentemente la boca antes de reemprender sus viajes. El señor Prendergast había explicado que trabajaría hasta tarde y que él mismo cerraría la casa, por lo que no hacía falta que ella le aguardara. Investigaciones ulteriores demostraron que el señor Prendergast apenas había probado la cena, presumiblemente en su prisa por irse. Por lo tanto, en apariencia, el paciente había sido la última persona que vio vivo al señor Prendergast.

A continuación examinaron el libro de visitas del dentista. El paciente estaba inscrito como «Señor Williams, 5.30», y en el libro de direcciones se indicaba que el señor Williams paraba en un pequeño hotel de Bloomsbury. El gerente del hotel dijo que el señor Williams se había alojado allí durante una semana. No había dado más dirección que «Adelaide», y había mencionado que visitaba de nuevo la patria después de veinte años de ausencia y que no tenía amigos en Londres. Desdichadamente, no pudo ser interrogado. Hacia las diez y media de la noche anterior, se había presentado un mensajero con una tarjeta del huésped para pagar su cuenta y retirar su equipaje. No había dejado dirección a donde enviarle la eventual correspondencia que recibiera. No era un mensajero del distrito, sino un hombre con sombrero flexible y un grueso abrigo oscuro. El portero de noche no había visto claramente su rostro, pues en el vestíbulo sólo había encendida una luz. Les había dicho que se apresuraran, pues el señor Williams deseaba coger en Waterloo el tren que cruza el Canal. Al investigar en la compañía de ferrocarriles se vio que el señor Williams había viajado en aquel tren, con billete hasta París. Este había sido tomado la misma noche. De modo que el señor Williams se había desvanecido, e incluso aunque consiguieran localizarlo parecía improbable que pudiera arrojar mucha luz sobre el estado mental del señor Prendergast inmediatamente antes del desastre. Al principio, pareció algo extraño que el señor Williams, de Adelaide, que se alojaba en Bloomsbury, hubiese hecho el recorrido hasta Wimbledon para que le arreglaran la dentadura, pero la explicación más sencilla era también la más verosímil, a saber: que el solitario Williams había conocido a Prendergast en un café u otro lugar por el estilo, y que una mención casual de que precisaba un dentista lo había convertido en su cliente.

Parecía que no quedaba nada por hacer, excepto emitir un veredicto de muerte por desgracia y reclamar la viuda el importe del seguro, cuando el doctor Maggs trastornó todo el asunto al anunciar que había descubierto en el cuerpo indicios de que se le había administrado una inyección de hioscina. El inspector, al enterarse de esto, declaró insensiblemente que no le sorprendía. Si alguna vez un hombre ha tenido motivo para suicidarse, aquel era el marido de la señora Prendergast. Pensó que sería aconsejable registrar cuidadosamente la hilera de achicharrados laureles que rodeaban lo que había sido el garaje del señor Prendergast. Lord Peter Wimsey estuvo de acuerdo, pero se atrevió a profetizar que no hallarían la jeringa.

Lord Peter Wimsey estaba completamente equivocado. Al día siguiente se encontró la jeringa en una situación que sugería que la habían arrojado por la ventana del garaje después de utilizarla. En ella se descubrieron señales del veneno.

—Es una droga que actúa lentamente —explicó el doctor Maggs—. No hay duda de que se inyectó él mismo, tiró la jeringa a lo lejos, esperando que nunca se la buscaría y luego, antes de perder el sentido, se metió en el auto y lo prendió fuego. Una manera muy rara de eliminarse.

—Una manera condenadamente ingeniosa de hacerlo —dijo Wimsey—. Sin embargo, no creo en esa jeringa. —Telefoneó a su dentista—. Lamplough, viejo caballo, deseo que me haga un favor. Quiero que vuelva a examinar esos dientes. No; los míos, no. Los de Prendergast.

—¡Oh, olvídelos! —dijo el señor Lamplough, incómodo.

—Le ruego que atienda mi petición —insistió su señoría.

El cadáver continuaba insepulto. El señor Lamplough, después de mucho rezongar, fue a Wimbledon en compañía de Wimsey y emprendió de nuevo su desagradable tarea. Aquella vez empezó por el costado izquierdo.

—Primera muela inferior izquierda y el segundo bicúspide, empastados. El fuego los ha deteriorado un poco, pero están bastante bien. El primer bicúspide superior; los bicúspides son unos dientes bien estúpidos, siempre se caen los primeros. Este empaste parece haber sido hecho muy descuidadamente; no es lo que yo llamaría un buen trabajo; tiene el aspecto de extenderse sobre la pieza de al lado; posiblemente sea debido al fuego. El canino superior izquierdo con la parte interior cubierta por una pieza de porcelana…

—Aquí hay una discrepancia —dijo Wimsey—. La nota de Maggs dice «porcelana fundida». ¿Es lo mismo?

—No. Es un proceso distinto. Bueno, supongo que se trata de porcelana fundida, pero es difícil de ver. Yo hubiera dicho que era una pieza, pero puede ser que me equivoque.

—Comprobémoslo en el libro de su predecesor. Ojalá Maggs hubiese puesto las fechas en su nota. Dios sabe lo que deberé buscar y no entiendo la escritura de ese individuo, con sus abreviaciones.

—Si se trata de una pieza de porcelana no tendrá que retroceder mucho. Este sistema nos llegó de América hacia 1928. Por entonces estuvo muy de moda allí, pero en Inglaterra, por algún motivo que desconozco dejó de tener el mismo éxito. Sin embargo, algunos hombres lo usan.

—Oh, entonces no se trata de una pieza —dijo Wimsey—. Hasta el veintiocho no hay ninguna alusión a los caninos. Asegurémonos: 27, 26, 25, 24, 23. Aquí está. Canino y no sé qué más.

—Eso es —dijo Lamplough, acercándose a mirar por encima del hombro del otro—. Porcelana fundida. En tal caso, debo estar equivocado. Sacándolo se podría ver fácilmente. La granulación es distinta, debido a la manera como se coloca.

—¿Tan diferente?

—Bueno —dijo el señor Lamplough—, en el uno es una pieza, ya sabe.

—Y en el otro está fundido. Eso ya lo he entendido. Bueno, adelante y sáquelo.

—No puedo hacerlo fácilmente; por lo menos aquí.

—Entonces, lléveselo a casa y hágalo allí. ¿No se da cuenta, Lamplough, de lo importante que es eso? Si se trata de una pieza de porcelana, o como quiera llamarlo, no puede haber sido hecho en el veintitrés. Y si fuese sustituido más adelante, debería haberlo hecho otro dentista. Y puede haberle efectuado otros arreglos, en cuyo caso aparecerían estos, y no es así. ¿No se da cuenta?

—Me doy cuenta de que se está poniendo muy nervioso —dijo el señor Lamplough—; todo lo que puedo decirle es que me niego a llevarme esto a mi consultorio. Los cadáveres no son populares en Harley Street.

Finalmente, se obtuvo permiso para trasladar el cuerpo a la sección odontológica del hospital local. Allí, el señor Lamplough, en presencia del titular de la sección, del doctor Maggs y de la policía, extrajo delicadamente el relleno del colmillo.

—Si eso no es una pieza de porcelana —dijo triunfalmente—, me comprometo a arrancarme todos mis dientes sin anestesia y a tragármelos. ¿Qué opina usted, Benton?

El dentista del hospital estuvo de acuerdo con él. El señor Lamplough, en quien de repente se había despertado un gran interés por el problema, asintió con la cabeza y metió con cuidado una herramienta aguda entre los dos molares superiores derechos, en el punto en que estaban empastados.

—Fíjese en esto, Benton. Prescindiendo de la acción del fuego y de toda esa porquería, ¿no diría usted que se trata de un empaste muy reciente? Ahí, en el punto de contacto. Podría haber sido hecho ayer. Y… aquí… Un momento. ¿Adónde ha ido a parar la mandíbula inferior? Encájela con la otra. Deme un poco de pasta. Mire esa tremenda señal que ha dejado esta muela inferior. El empaste es varios milímetros demasiado grueso para permitirle encajar bien los dientes. Wimsey, ¿cuándo fue empastada esta última muela de la derecha?

—Hace dos años —dijo Wimsey.

—Eso es imposible —exclamaron a coro ambos dentistas; el señor Benton agregó:

—Si esclarecen el caso, descubrirán que es un empaste reciente. Yo diría que nunca se ha masticado con él. Fíjese en esto, señor Lamplough, aquí hay algo raro.

—¿Raro? Ya lo creo que sí. Ayer no reparé en ella, pero fíjese en esta vieja cavidad del lateral. ¿Por qué no la rellenarían al mismo tiempo que reparaban las otras? Ahora que está limpia podrán verla claramente. Fíjense que es muy profunda y ha debido molestarle bastante. Oiga, inspector, desearía extraer varios de estos empastes. ¿Hay inconveniente?

—Adelante —dijo el inspector—, tenemos testigos de sobra.

El señor Lamplough manejó el torno y extrajo con rapidez el empaste de una de las muelas.

Al examinarlo, el señor Lamplough exclamó:

—¡Caramba!

—Pruebe los bicúspides —sugirió el señor Sentón.

—O este primer molar —agregó su colega.

—Vayan con cuidado, caballeros —protestó el inspector—, no me estropeen por completo el ejemplar.

El señor Lamplough siguió manejando el torno sin hacerle caso; Otro empaste se vino hacia afuera y el señor Lamplough dijo de nuevo:

—¡Caramba!

—Ya es suficiente —dijo Wimsey, sonriente—, puede emitir su veredicto, inspector.

—¿De qué se trata, milord?

—De asesinato —dijo Wimsey.

—¿Por qué? —preguntó el inspector—. ¿Se refieren estos caballeros a que el señor Prendergast ha visitado a un nuevo dentista que le ha envenenado los dientes?

—No —dijo el señor Lamplough—; por lo menos, no lo que usted entiende por envenenado. Pero en toda mi vida he visto un trabajo semejante. Incluso en dos sitios, el dentista no se ha tomado la molestia de sacar los residuos; se ha limitado a agrandar la cavidad y a taponarla de cualquier manera. No entiendo como no ha sufrido ningún acceso tremendo.

—Tal vez —sugirió Wimsey—, los empastes han sido colocados demasiado recientemente. ¡Hola! ¿Qué es esto?

—Este está bien. No se ve ninguna huella de la caries. Incluso parece que no ha habido nunca. Pero esto es difícil de asegurar.

—Me atrevería a afirmar que nunca la ha habido. Extienda su veredicto, inspector.

—¿Por el asesinato del señor Prendergast? ¿Y contra quién?

—No. Contra Arthur Prendergast por el asesinato del señor Williams, e incidentalmente por incendio premeditado e intento de fraude. Y si lo desea, también contra la señora Fielding por complicidad. Aunque tal vez nunca sea capaz de demostrar esto último.

Cuando encontraron en Rouen al señor Prendergast, se descubrió que hacía mucho tiempo que estaba meditando su plan. Únicamente había tenido que esperar a que se presentara un paciente de su estatura y constitución, con buena dentadura y muy pocos amigos o parientes. Cuando el infeliz Williams cayó entre sus garras, con pocos preparativos estuvo listo. La señora Prendergast fue enviada a Worthing —un viaje que ella siempre estaba dispuesta a hacer y se le concedió a la criada una semana de permiso. Luego hubo que preparar los necesarios accesorios dentales y que invitar a la víctima a tomar el té en Wimbledon. Luego se cometió el crimen: un fuerte golpe en la nuca seguido de la inyección. A continuación, el lento y horrible proceso de arreglarle la boca para que coincidiera con la del señor Prendergast. Después, el cambio de ropa y la colocación del cuerpo en el coche. La jeringa hipodérmica dejada en el sitio donde no fuese descubierta en una inspección rutinaria y, sin embargo, que pudiera encontrársela plausiblemente en el caso de que se hallaran huellas del veneno; de esta forma, en la primera hipótesis corroboraba el veredicto de accidente y en la segunda el del suicidio. Luego se empapó el auto de bencina, se aflojó la soldadura del depósito y se dejó junto al radiador las latas vacías. La puerta y la ventana del garaje se dejaron abiertas para añadir colorido a la escena y para que el viento avivara el fuego; finalmente, se incendió el auto por medio de un reguero de petróleo que salía hasta el exterior del garaje. A continuación, la huida hasta la estación al amparo de la oscuridad invernal y el viaje en Metro hasta Londres. El riesgo de ser reconocido en el metro era pequeño, con el vestuario y el sombrero de Williams y con una bufanda ocultándole toda la parte inferior del rostro. El paso siguiente fue recoger el equipaje de Williams y tomar el tren que enlazaba con el barco del Canal para ir a reunirse en Francia con la rica y enamorada señora Fielding. Después de lo cual, Williams y la señora Williams podrían regresar a Inglaterra, a voluntad.

—Era todo un estudiante de criminología —observó Wimsey, al finalizar la pequeña aventura—. Había estudiado con detenimiento multitud de casos y procurando evitar sus equivocaciones. Lástima que se le pasara por alto ese detalle de la pieza de porcelana. Con ella se va más aprisa, ¿verdad, Lamplough? Bueno, a más prisa, menos velocidad. Aunque me pregunto en qué momento del proceso murió realmente Williams.

—Oh, cállese —dijo el señor Lamplough—, y a propósito, todavía he de terminar el empaste de esa muela suya.

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