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Life and Death #3: Después del amanecer

El final que vivirá por siempre «Beau no quería que nadie saliera herido. ¿Cómo iba a evitar que algo como eso fuera posible? ¿Es que había alguna posibilidad de que le pudieran enseñar con la suficiente rapidez para que se convirtiera en un peligro para cualquier miembro de los Vulturis? ¿O estaba condenado a ser un completo inútil para ver como su familia moría frente a sus ojos?» Crepúsculo dio rienda suelta a la peligrosa relación de Beau y Edward. Noche Eterna unió sus lazos más que nunca. Y ahora, en el último capítulo de la trilogía, las dudas sobre lo que ahora es Beau empuja a una confrontación con los Vulturis que cambiará sus vida por siempre.

_DR3AM3R_1226 · Book&Literature
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52 Chs

LA CORTE DE LAS HADAS

—Espera —dijo Beau notando como los soldados ignoraban las demás jaulas—. ¿Solo iremos nosotros?

Silas miró a Beau.

—Por supuesto, órdenes del rey.

—¡Si se los llevan a ellos, nosotros iremos también! —protestó Eleanor aferrándose a las ramas con espinas, no le causaban dolor, pero no quitaba lo peligroso que se podía volver el asunto.

Silas se acercó a su jaula con una mirada igual de penetrante que la de ella, solo Royal parecía actuar sumiso, pero si su mujer estaba en riesgo, él no lo pensaría dos veces y atacaría a Silas, aunque le cueste la vida. Y eso Edward lo pudo notar, no era necesario leer sus mentes para saber lo que pensaban hacer.

—La única forma de que conserven sus cabezas —dijo suavemente Silas, sin quitar la ferocidad en su voz—, será acatando las órdenes de nuestro rey Oberón.

La autoridad en la voz de Silas fue suficiente como para que Beau entendiera que esto iba en serio. Nada de juegos. Nada tan simple como esperaba.

—Está bien, Eleanor —dijo Edward—. Estaremos bien.

Royal la tomó por el hombro, seguro diciéndole cosas para que se calmara un poco, y parecía funcionar porque fue retrocediendo de poco en poco. Ella no fue el único problema, pues Julie empezó a gritar a los cuatro vientos.

— ¡Yo no me quedaré aquí sentada a esperar la destrucción de mi amigo! ¡Será mejor que me liberen si no quieren que comience a destruir este lugar!

Gerrit salió de detrás de Silas para acercarse a la jaula de Julie, Leah y Seth se acomodaron a los costados de la chica. Beau no sabía bien si era para atacar o solo era costumbre de una manada.

—Quiero ver que lo intentes —soltó Gerrit retando a la chica.

Pero antes de que alguno de ellos pudiera continuar, Silas se acercó al hada.

—Libéralos —fue lo único que dijo.

Gerrit quedó perplejo al escuchar las órdenes de Silas. Por primera vez sentía que perdía el control de la situación, como si estuviera a punto de quedar en rid��culo.

—Pero, Silas, el rey dijo que solo quería tener en su presencia a la estrige y su creador…

—No fue una pregunta.

Julie sonrió en dirección a Gerrit. El soldado abrió la jaula y otros soldados entraron para tomar a los lobos, Julie estaba esperando ansiosa para comenzar el ataque. Otros dos más entraron en la jaula de Beau y Edward, ninguno intentó nada, ya sospechaban de lo que podría pasarles si probaban escapar ahora mismo.

La nueva posición de Julie era perfecta para su golpe a Silas, si él era el líder y le llegaba a pasar algo, los demás no tendrían de otra más que dejarlos ir. Se inclinó hacia delante. Notó cómo el fuego empezaba a cambiarla en el preciso momento en que la pulsión hacia el hada crecía. Nunca había sentido la atracción con tanta fuerza, hasta el punto que le recordó al efecto de una orden impartida por un Alfa, como si fuera a aplastarla si no obedecía el mandato.

En esta ocasión ella quería hacerlo.

El hada se giró y miró por encima del hombro de uno de sus soldados y clavó su mirada en Julie. Ella no había conocido a ninguna otra persona concentrar la mirada de esa forma.

Tenía unos ojos verdes, pero ese no era del todo su color, había algo violeta en ellos. Eran tan grandes que su profundidad provocaba el interés de la chica.

De pronto, se calmaron los temblores que sacudían su cuerpo. Le inundó una nueva oleada de calor, más intenso que el de antes, pero era una nueva clase de fuego, uno que no quemaba.

Un destello.

Todo se vino abajo en el interior de Julie cuando contempló fijamente al hada con rostro de porcelana. Vio cortadas de un único y veloz tajo todas las cuerdas que la ataban a su existencia, y con la misma facilidad que si fueran los cordeles de un manojo de globos. Todo lo que la había hecho ser como era —su amor por el chico muerto convertido en vampiro, el amor por su padre, la lealtad hacia su nueva manada, el amor hacia sus hermanos, el odio hacia sus enemigos, su casa, su vida, su cuerpo, desconectado en ese instante de sí misma—, clac, clac, clac… se cortó y salió volando hacia el espacio.

Pero Julie no flotaba a la deriva. Un nuevo cordel la ataba a su posición. Y no uno solo, sino un millón, y no eran cordeles, sino cables de acero. Sí, un millón de cables de acero la fijaban al mismísimo centro del universo.

Y ella podía ver perfectamente cómo el mundo entero giraba en torno a ese punto. Hasta el momento, Julie nunca jamás había visto la simetría del cosmos, pero ahora le parecía evidente. La gravedad de la Tierra ya no la ataba al suelo que pisaba. Lo que ahora hacía que tuviera los pies en el suelo era el hada que estaba al mando de este grupo de hadas malvadas. Silas.

Edward se quedó callado por unos segundos hasta que comprendió lo que acababa de pasar por la cabeza de Julie. Por supuesto que él había escuchado todo y era obvio que eso le provocaría la risa que desconcertó a Beau al instante.

Todos a su alrededor se quedaron mirando al vampiro sin respuestas de qué fue lo que provocó su risotada. Ni si quiera Erictho comprendía qué había pasado. Solo Julie.

—¡Cierra la boca, idiota! —dijo Julie un poco avergonzada y extrañada de en quien se vino a imprimar.

Sin esperar respuesta alguna de la risa de Edward, Silas y sus guardias habían conducido a los chicos, con los ojos vendados, por el bosque, por lo que si había habido más reacciones ante la presencia de este grupo habían sido incapaz de notarlas. Sin embargo, Beau sí había oído a Gerrit y a otro riendo sobre lo que seguramente le haría el rey, y a Edward también y él se había debatido con rabia, tratando de sacarse las esposas. ¿Cómo podían hablar así cuando ellos podían oírlos? ¿Por qué alguien encontraba placer en la tortura?

Finalmente, los habían llevado a una estancia de piedra muy alta y los habían dejado allí, sin quitarles las esposas. Gerrit les había sacado las vendas de los ojos antes de alejarse de ellos, riendo.

—Mírense una vez más antes de morir.

Y Edward miraba a Beau bajo la tenue luz. Ambos voltearon a sus espaldas, esperando encontrarse con Julie y sus amigos. Edward creyó que había dejado de escuchar sus pensamientos porque habían preferido guardar silencio, pero la cosa no era así, ellos ya no estaban ahí.

La vista desde donde estaban era perfecta. Beau vio a las hadas reuniéndose delante del trono. Habría como unas cien, quizá más. Iban vestidas con espléndidas galas, mucho más elegantes de lo que se habría imaginado. Un hombre muy delgado y de piel oscura llevaba un vestido de plumas de cisne, blanco inmaculado, y un collar de plumón le rodeaba el fino cuello. Dos hombres de piel muy clara y notoriamente azul vestían casacas de seda azul y chalecos de brillantes alas azules de pájaro. Una mujer de piel color azul cobalto con el cabello imitando al de los pétalos de una rosa se acercó al pabellón, su vestido era una intrincada jaula de huesos de pequeños animales unidos con hilo hecho con cabello humano.

Beau miraba a dos hombres con apariencia de príncipes, ambos vestidos de seda azul. Uno era alto, con la piel de un azul muy intenso, y del cuello le colgaba el cráneo de un cuervo bañado en oro. El otro era de piel azul claro y pelo blanco, con un rostro estrecho y barbado. Ese par de hadas de la realeza habían llegado a un árbol alto de corteza negra que se hallaba justo a la izquierda delante del pabellón.

Hubo un revuelo en lo alto del pabellón, y un único toque de un cuerno rompió el silencio del lugar. Los nobles miraron hacia arriba. Una persona de gran estatura había aparecido junto al trono. Iba todo de negro, negro azabache, con un jubón de seda roja y guanteletes de hueso blanco. Una corona con espinas también blancas reposaba sobre su cabeza, sin obstruir el paso de los rizos rubios que caían con libertad como el oro puro de los mismísimos ángeles. Una banda de plata le rodeaba la frente haciéndolo ver más atractivo y elegante de lo que ya era. Los ojos eran de un verde transparente como el cristal, y la mirada afilada como una cuchilla.

Edward soltó aire.

—El rey.

Beau podía verle la cara. Era hermoso. Joven. Claro, preciso, limpio como un dibujo o una pintura de algo perfecto. Beau ni nadie más podría haber descrito la forma de los ojos o de los pómulos, o el gesto de la boca, y carecía de la habilidad de Da Vinci para pintarlos, pero sabía que era asombroso y hermoso, y que recordaría el rostro del rey de la corte de las hadas toda su vida.

—¿En serio? Creí que se vería más…

—¿Adulto?

Beau se encogió de hombros.

—Iba a decir aterrador, pero igual es cierto —Beau le dirigió una mirada más al rey—. Es demasiado candente.

Edward miró con sorpresa a su prometido, podía esperarse esa respuesta de cualquiera, pero no de él. Aunque eso no dejaba de ser cierto; Edward también sabía que lo que Beau dijo no era del todo una mentira, pero como siempre, ha preferido a los morenos.

—Mi señor —dijo Gerrit, haciendo una profunda reverencia—, os he traído al vampiro y su estrige.

Gerrit pareció echarse hacia atrás, pero el monarca ni siquiera le miró; su mirada estaba puesta en el vampiro y la estrige. Beau sentía un peso, como si lo tocara. No obstante su hermosura…no había nada de frágil en él. Era tan luminoso y difícil de contemplar con una estrella ardiente. Y entonces el rey habló.

—Gente del pueblo de Elfame —comenzó—. Nos hemos reunido aquí por un alegre motivo: para presenciar la justicia que debemos aplicar a una de las criaturas más peligrosas de todo el mundo sobrenatural, la misma especie que ha tenido las agallas de asesinar a otros en un lugar de paz. Beaufort Swan de Cullen debe ser castigado por ser una estrige, una estrige como la que le arrebató la vida a uno de mis hijos, una estrige como la misma que ha estado rondando por el pueblo de Elfame desde hace algún tiempo.

Un murmullo corrió entre el gentío.

—Pagamos un precio por la paz entre nuestra gente y las reglas que sujetan la prohibición de la creación de una criatura como esta —continuó el rey. Su voz era como el tañido de una campana, hermosa y resonante—. Ninguna estrige alzará la mano contra un hada de mi pueblo —ahora miró a Edward—. El precio por la desobediencia es justicia. La muerte se paga con la muerte.

Beau no quería que por su culpa Edward también fuera asesinado. Silas no le mencionó eso; alzó la mirada y la clavó en los tres hombres que estaban a un lado del rey, Beau seguía creyendo que ellos pertenecían a su linaje por el tipo de seda que usaban y la forma en la que se movían, sus ademanes eran parecidos a los del rey Oberón. Incluso, uno de ellos tenía semejanzas físicas con él, la pregunta aquí era si el rey lleva en el trono muchísimos años ¿Cuándo subiría al trono el heredero? ¿En cien años? ¿Unos mil años? O… ¿Nunca?

El rey miró detrás de Edward y Beau en busca de alguien, tenía ganas de felicitar a alguien pero esa persona no estaba. Silas. Edward sabía que él tendría que estar en donde Julie y su manada, ya que habían desaparecido en el lapso recorrido del pantano a la corte. El rey estaba intrigado por su paradero, como si no fuera parte del plan que Julie y su manada salieran de la celda.

—¿Alguno de ustedes sabe dónde está mi caballero? —el rey le preguntó a Gerrit y compañía, que estaban igual de desconcertados del porqué liberó a Julie.

—Se llevó a los quileute con la manada de Adão —respondió uno de los soldados con nerviosismo—, sinceramente desconocemos sus motivos, mi señor.

Gerrit y los soldados se postraron en símbolo de rendición. Para Beau todo esto era demasiado raro, incluso el trato hacia Oberón; con Sulpicia las cosas eran distintas además de que no todo era tan «real». Esto significaba que el rey era mucho más peligroso que los Vulturis, lo cual dejaba a Beau en la peor posición.

Uno de los príncipes carraspeó para aclararse la garganta.

—Seguro quiere dejarlos ahí para la noche del Gran Baile —sugirió—. Silas es muy inteligente, sabe lo que hace al mandar a esos perros con la escoria que también está a nada de morir. Al fin verán que podemos ser los monstruos sedientos de sangre, como creen.

El rey permaneció en silencio durante un momento. Su rostro no mostraba ninguna expresión, pero había una mirada de recelo en el rostro de Beau que a Edward no le gustó nada.

Finalmente, el rey sonrió.

—Puck, sin duda eres el mejor de mis hijos. En tu corazón sabes cómo atraer a nosotros la paz, y paz tendremos, cuando todas las especies del mundo sobrenatural se den cuenta de que tenemos un arma que puede destruirlos a todos.

—¿Se refieren a mí? —le preguntó Beau a Edward susurrando.

No había pretendido decirlo en voz alta, pero el rey lo oyó. Su hermoso rostro se volvió hacia él.

—Ven aquí —ordenó.

Edward hizo un ruido de protesta, o quizá fuera de otra cosa, Beau no hubiera sabido decirlo. Se mordía el labio con fuerza que estaba esperando a que se quebrara su quijada por la fuerza que estaba aplicando. Sin embargo, no parecía notarlo, y tampoco podía hacer nada para detenerlo cuando Beau comenzó a avanzar hacia el rey, pues unos soldados los tenían agarrado. Uno de ellos había sacado una daga, bañada en su propia sangre, y la había colocado cerca del cuello del vampiro.

Beau se acercó al trono, pasando la línea de guerreros hada. Se sentía totalmente desprotegido a pesar de que todos ahí creían que él era una de las peores atrocidades para el mundo sobrenatural. No se había sentido tan vulnerable desde que había dejado de ser ese inútil humano rodeado de superhombres.

El rey alzó una mano.

—Alto —dijo, y Beau se detuvo. Corría tanta adrenalina por su cuerpo que se sentía como si estuviera un poco ebrio. «¿Es normal que me sienta así?» Lo único que quería era lanzarse contra el rey, cortarlo con sus dientes, golpearlo, patearlo, sentir su carne desbaratarse en sus labios. Pero sabía que si lo intentaba, moriría al instante. Había soldados y hadas por todas partes.

—Elegiré a uno de vosotros para que vaya con los Vulturis con el mensaje de que yo mismo me he encargado de la estrige —dijo el rey—. Podría ser alguno de tus hermanos. Los Cullen.

Beau alzó la barbilla.

—No creo que ninguno de ellos quiera llevar tu mensaje.

El rey rió.

—Y yo no quería que una estrige matara a uno de mis hijos, pero lo hizo. Quizá tu castigo sea pagar por lo que esa cosa le hizo a mi linaje.

—Castígame matándome aquí mismo si quieres —replicó Beau—. Deja que se vayan los otros. Es lo único que te pido.

—¿Quién te crees que era para tutear así a mi señor? —dijo uno de los hijos del rey.

—Está bien, Avalón —intercedió el rey.

Una sonrisa se formó en los dulces labios del soberano. Una estrige era hermosa, pero para Beau, el rey Oberón también podía serlo; definitivamente la belleza era la kriptonita para el chico.

—Un noble, aunque estúpido intento —contestó el rey—. Niño, toda la sabiduría de las estriges cabría en una bellota en la mano de un hada. Son una especie fuerte pero tonta, y por vuestra tontería, moriréis. —Se inclinó hacia delante; un punto de luz nació de sus ojos hasta crecer y convertirse en dos círculos de llamas—. ¿De dónde obtuviste la sangre de hada que te otorgó el poder? Porque dudo mucho que haya sido alguna de mis fieles y puras hadas. El pueblo de Elfame aborrece la traición, significaría el destierro inmediato del hada culpable y su familia.

Beau negó con la cabeza.

—Nada de eso —aseguró—. Ninguno de nosotros está seguro del porqué parezco una estrige, ni siquiera yo estoy del todo seguro si terminaré volviéndome loco o asesinando como la estrige que ha estado rondando por aquí. Para los Vulturis seguramente solo soy una excusa para que se puedan quedar con Edward y Alice.

Los ojos del rey brillaron reflejando la luz.

—Eso no parece precisamente algo que sea de nuestra incumbencia.

Beau tuvo solo unos segundo para pensar en algo mejor que eso.

—Bien, pero piénselo mejor, no es a mí al que quiere, yo no soy el que ha estado derramando más sangre del pueblo mágico.

—Quizá, pero eso no es de tu incumbencia. Sigues siendo una aberración.

—Esa estrige ha estado matando a hadas de su pueblo —dijo Beau—. ¿No quiere venganza?

Sabía que Victoria lo había estado persiguiendo por un buen rato solo por la muerte de un ser amado, al menos siendo un rey debería de estar igual o más interesado de cazar al responsable.

—No inmediatamente —respondió—. Somos gente paciente, ya que disponemos de todo el tiempo del mundo. Esa estrige es un enemigo nuevo, pero tenemos enemigos más antiguos que él. Nos contentamos con aguardar y observar.

—Yo también soy inmortal, tengo todo el tiempo del mundo —explicó Beau—. Podrían aguardar hasta que descubrieran si represento o no peligro para los suyos.

—¿Eso es lo que piensas? —el rey se inclinó hacia adelante en su asiento, con su melena de oro ondulante y llena de vida—. Recuerda, estrige, tú no representas peligro alguno para mi gente en estos momentos, eres como un hada más o un simple vampiro, no me voy a arriesgar a que pierdas el control de ti mismo y causes daños irreparables a los de mi gente.

—Pero ya hay una estrige allá afuera que está haciendo justo lo que no quieres que haga yo —replicó Beau.

Los ojos del rey le taladraron. Se hizo el silencio. Incluso la corte había enmudecido, observando a su señor. Por fin, el rey se recargó sobre su trono y tomó un trago de un cáliz de plata.

—No tengo intención alguna de seguir escuchándote —el rey chasqueó sus dedos—. Valeur, lleva a esta estrige a los bontrómios. Quiero probar algunas cosas con mi conejillo de indias.