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Chapter 1 Aurora

NA: Esta historia es de mi autoría, todos los derechos reservados.

El mediodía se acercaba rápidamente. Como de costumbre, el estrecho camino que marcaba la frontera entre el bosque de pinos y las tierras de cultivo seguía despejado. Este año, los campesinos habían dejado las tierras que bordeaban el camino sin cultivar. Aurora había escuchado que era para reducir la presencia de insectos que dañaran los cultivos. Sin embargo, lo que era una ventaja para los campesinos no lo era para su grupo, ya que carecían de lugares para ocultarse y acechar a los nobles.

Aurora yacía boca abajo, junto a su padre y dos de sus compañeros, detrás de un pequeño montículo de tierra a un lado del camino. En el bosque, aproximadamente a un kilómetro de distancia, su otro compañero debería estar vigilando a un par de nobles despreocupados que se acercaban. Aurora levantó un poco la cabeza para echar un vistazo al camino junto al oscuro bosque.

—Pareces inquieta. ¿Pasa algo? —preguntó su padre. Aurora se tensó y volvió a ocultar la cabeza para mirar a su padre, quien frunció el ceño mientras la observaba.

Aurora asintió, pero su padre frunció aún más el ceño y se recostó de lado para tomar una de sus manos.

Aurora no tuvo tiempo de reaccionar. Su padre era un hombre alto, de piel tostada por el sol, con un rostro cuadrado. Aparentaba unos cuarenta años y su cuerpo era musculoso, un recordatorio de sus días como soldado. Ella no tenía entrenamiento físico y su padre nunca había querido enseñarle, argumentando que no le sería útil, pero en momentos como este, Aurora se daba cuenta de lo contrario.

Su padre tomó su mano y con facilidad le quitó el guante, revelando su mano derecha para colocarla entre las suyas. Sus manos eran enormes en comparación con las suyas. También eran ásperas y tenían callos por su práctica con la espada.

Aurora miró su mano y la de su padre mientras él trataba de sentir su temperatura. Las manos de su padre se veían pálidas en comparación con las suyas. A diferencia de él, su piel era morena, producto de que su madre era una mujer del continente de las sirenas, cuyos habitantes tenían un tono de piel oscura.

—Tienes fiebre —dijo su padre con voz preocupada y un tono algo severo.

—¡Qué! —exclamó una voz nerviosa al otro lado de Aurora. Era el Gordo Yu, su compañero y antiguo soldado de la misma edad que su padre.

Aurora apretó los labios. La fiebre no era su única molestia. Desde hacía unas horas, tenía dolor de cabeza, malestar estomacal, sensación de presión en la piel y su corazón latía de forma acelerada. Al principio lo había ignorado, pero los síntomas no desaparecían y ya empezaba a preocuparse.

Ella había presenciado cómo la gente enfermaba y moría repentinamente. El hecho de que tuviera dieciocho años y aún fuera joven no era garantía de salud. Aún recordaba a una chica de su aldea, más joven que ella en ese momento, quizás de unos quince años, que cayó enferma de repente con dolores de cabeza y fiebres altas. Murió entre vómitos, temblores y alucinaciones, sin que nadie pudiera hacer nada por ella.

En su aldea había un sacerdote de la iglesia divina, pero era un inepto en el uso de la magia y no podía curar ni a una cabra. Se decía que incluso el señor local prefería acudir a la aterradora bruja del bosque antes que consultar con él.

Aurora se apresuró a retirar su otra mano antes de que el Gordo Yu la tomara.

—Estoy bien, solo es mi período —mintió Aurora. Su padre retiró la mano rápidamente y mostró una expresión incómoda.

—¿No fue hace unos días? —preguntó Daniel, quien estaba junto a su padre.

Su padre no se volteó hacia él, pero sus manos volaron y hundieron la cabeza de Daniel en la tierra negra y el corto pasto, apretándola sin piedad cuando intentó moverse. La incomodidad en el grupo aumentó debido a ese comentario.

—A veces tarda más —susurró Aurora, y su padre frotó aún más la cabeza de Daniel contra el suelo.

—Bien, si te sientes demasiado mal, puedes descansar el resto del día —dijo su padre mientras le devolvía el guante. Aurora asintió y tomó el guante para volver a ponérselo.

Aurora debía cubrir todo su cuerpo cuando emboscaban a algún noble, ya que sería fácil identificarla si buscaban a una chica morena en un grupo de hombres. Su tono de piel no era común en este continente y a algunas personas no les agradaba. Cada vez que preparaban una emboscada, Aurora cubría todo su cuerpo, incluyendo su rostro.

—Creo que se están acercando —dijo el Gordo Yu para cambiar de tema.

Aurora acababa de mirar el camino y no había ni rastro de ninguna persona. Aun así, Aurora llevó su mano hacia atrás y agarró la pequeña ballesta para examinarla y prepararla para el asalto.

Antes, todos ellos habían sido campesinos en una pequeña aldea del ducado de Victoria, ubicado a un ducado de distancia del ducado de Vash, donde se encontraban ahora. Su padre y sus compañeros habían sido soldados durante unos pocos años, pero decidieron establecerse en la aldea donde Aurora nació. Su madre murió durante el parto y su padre se encargó de ella. Sin embargo, las cosas no marcharon bien durante mucho tiempo.

Cuando ella tenía ocho años, el señor de las tierras intentó secuestrarla junto a un sacerdote de la iglesia divina, y su padre tuvo que huir con ella del lugar después de que sus antiguos compañeros le ayudaran a rescatarla. Ahora se dedicaban a robar a los nobles mientras viajaban por todo el continente divino sin rumbo fijo.

Aurora esperó otra media hora hasta que vio dos sombras a lo lejos. Sintió alivio al verlas. Su malestar había empeorado y se sentía cada vez peor. Tal vez debía decirle a su padre que visitaran algún templo después de llevar a cabo este asalto. A su padre no le gustaban los templos de la iglesia divina ni sus sacerdotes. La otra opción sería encontrar algún mago solitario, pero era difícil encontrar a alguno que utilizara magia curativa. Aurora se llevó la mano a la cabeza. Ahora sentía punzadas de dolor.

—Ahí está Luen —señaló Daniel. Aurora siguió la dirección señalada con su vista.

Luen estaba detrás de un árbol a unos cincuenta metros de ellos, haciendo algunas señales con las manos para indicarles que eran dos personas a caballo; uno parecía un niño y otro una mujer. No había nadie más en el camino.

Luen aparentaba treinta años, medía 1,83 metros, tenía rasgos finos, ojos azul oscuro y cabello castaño corto. Era de contextura delgada, lo que le facilitaba las tareas de espionaje y la vigilancia de sus objetivos en los asaltos.

—Esto es un regalo de Dios —comentó el Gordo Yu con tono burlón. Si algún sacerdote los escuchara, ya estarían siendo acusados de blasfemia.

—¡Silencio! —susurró su padre.

Aurora colocó una capucha de hierba sobre su cabeza y la subió lentamente para observar a los dos nobles que se acercaban. Ya estaban a unos cien metros. Por sus caballos, era evidente que eran nobles y también tenían mucho dinero, ya que estos eran animales grandes y bien alimentados.

Aurora solo había visto caballos similares en las ciudades, en manos de los nobles que vivían en palacios. A medida que se acercaban, Aurora comenzó a distinguir sus ropas.

"¿Eso es seda?", se preguntó Aurora al mirar al jinete más pequeño. Llevaba una capa negra con capucha. Aurora nunca había visto una tela tan suave, limpia y nueva. Además, la capucha estaba adornada con laureles dorados a modo de corona.

La ropa que llevaba también era llamativa debido a su estado impecable. Vestía una camisa de seda con chaleco, pantalón y botas de cuero negro. En su pecho llevaba un colgante que Aurora supuso que era el escudo de armas de la familia a la que pertenecía el niño.

Aurora intentó ver su rostro, pero estaba cubierto por la capucha, y la parte inferior que no estaba cubierta permanecía en sombras.

Al lado del niño, cabalgaba una mujer de unos veinticinco años, con cabello castaño claro, ojos azules y una buena figura. No llevaba vestido, sino una armadura ligera compuesta por un peto, hombreras bajas, brazaletes, perneras, canilleras y una espada en su cintura.

En otras circunstancias, Aurora se habría sentido alarmada al verla, ya que no era muy común encontrarse con una mujer guerrera con habilidades para la espada, pero era evidente que esta mujer no era una guerrera que viviera de ello.

La figura de la mujer no revelaba ningún músculo, su apariencia, aunque heroica, era relajada y suave, sin señales de entrenamiento o piel bronceada por el sol. Su armadura también era similar a la ropa del niño, estaba impecable y sin una mota de polvo, parecía que nunca hubiera sido usada, como una pieza de decoración. Esta vez iban a obtener mucho dinero, pensó Aurora, impaciente por terminar con esto, ya que comenzaba a sentir unas terribles ganas de vomitar.

—Yo me encargo de la mujer —susurró el cerdo del Gordo Yu.

Aurora se levantó y saltó al camino junto a sus compañeros. Apuntó al niño con la ballesta mientras corría hacia los dos jinetes y se detenía a diez metros de ellos. Su padre, el Gordo Yu y Daniel continuaron acercándose con las espadas desenvainadas.

—¡Esto es un asalto! —declaró Aurora con satisfacción, a pesar del malestar que sentía.

Después de haber estado cerca de ser secuestrada por un noble, disfrutaba asaltándolos y viendo sus caras de incredulidad cuando les arrebataban sus pertenencias. Sin embargo, frunció el ceño al darse cuenta de que esta vez no hubo gritos ni reacciones escandalosas por parte de sus presas.

Los caballos se detuvieron sin mostrar ningún signo de nerviosismo. La mujer con armadura observó al grupo con seriedad, sin rastro de miedo en su rostro. Incluso ignoró a Aurora, que apuntaba al niño, y centró su atención en los demás compañeros que rodeaban los caballos con espadas en mano.

—Parece que te gustan los espectáculos —dijo el niño junto a la mujer.

Aurora se estremeció al escuchar su voz y casi vomitó en ese mismo instante. No era que hubiera algo extraño en la voz del niño. A pesar de ser grave para su aparente edad, era elegante y fluida como la de un noble de alto rango, que era lo que parecía. El problema era que su voz intensificaba el malestar de Aurora hasta diez veces, incluso sintió que iba a desmayarse.

—Por supuesto, me he dado cuenta de ello, así que puedes dejar todo de lado y comenzar tu ataque. Me preguntaba cuándo uno de ustedes daría un paso adelante para encontrarme. También debo felicitarte, traerme aquí usando ese cristal ha sido algo impredecible —dijo el niño en tono de alabanza, mientras la cabeza de Aurora giraba y luchaba contra las náuseas y el desmayo.

—¡Aurora, corre! —urgió su padre. Su voz grave tuvo un efecto calmante en ella.

"Necesito un sacerdote urgentemente", pensó Aurora. El hecho de que su salud se viera afectada por la voz de las personas era un asunto grave. Aurora miró a su padre, que lucía preocupado. Supuso que sus temblores no habían pasado desapercibidos.

—Estoy bien —dijo Aurora a su padre, levantando la ballesta hacia el niño—. ¡Bájense de los caballos ahora mismo o disparo! —amenazó Aurora.

El niño y la mujer se mantuvieron sin hacer ningún movimiento para bajar de los caballos. El niño incluso hizo un sonido de fastidio con la lengua y se llevó las manos a la capucha para retirarla.

La atención de Aurora se centró en sus guantes de seda negra adornados con bordados de oro. Este niño debía ser la persona más adinerada que había conocido, pero cuando se levantó la capucha, ella quedó paralizada y su corazón, que ya latía aceleradamente, comenzó a palpitar con más fuerza.

Debajo de la capucha, se encontraba el rostro más pálido que Aurora había visto en su vida. Era tan pálido que se podían ver las finas venas verdes que recorrían el rostro del niño. Aurora tragó saliva, recordando que, de hecho, había visto rostros con esa misma apariencia en ocasiones anteriores. El problema era que todos esos rostros pertenecían a personas que estaban a punto de ser enterradas. Esa era la apariencia de un cadáver.

Aurora empezó a sentir miedo y, sin querer, apretó el gatillo de su ballesta. Gritó horrorizada por lo que había hecho, pero acto seguido volvió a quedar paralizada.

El virote de la ballesta desapareció en el aire apenas salió de ella. No era que alguien lo hubiera detenido o agarrado, simplemente desapareció. El niño entrecerró los ojos.

—Qué buen chiste, pero no me gustan los juegos —dijo el niño mientras bajaba del caballo y se acercaba caminando hacia ella.

"¡Es un mago!", gritó una voz aterrada en la cabeza de Aurora. No podía ser real. Los aprendices de magos más jóvenes que había visto superaban los veinte años, y este niño, a lo sumo, tendría unos doce. No se sorprendería si alguien le dijera que tenía diez.

Aurora creyó escuchar a su padre decirle que corriera de nuevo, pero estaba paralizada y ya no podía contener su malestar. El niño se detuvo a tres metros de ella y la miró con determinación.

—Siempre he querido ver lo que la línea de sangre principal de la sangre de la muerte puede hacer. La verdad es que he sentido interés en ti, pero parece que eres hábil para esconderte, hasta yo he sido engañado.

»Bueno, no importa. Ahora que estás aquí, veamos qué puedes hacer, quizás incluso pueda quedarme con tu cadáver —dijo mientras hacía un gesto para apartar su capa.

Inmediatamente, Aurora sintió vértigo y vomitó. Sus piernas perdieron fuerza, haciendo que cayera al suelo y se desmayara. Pero eso no fue el final de su sufrimiento, ya que no pudo escapar de su malestar ni siquiera después de desmayarse. Su sueño se convirtió en una pesadilla de muerte y su mente fue acosada por un inmenso dolor y presión.

—¡Silencio! —Era una orden acompañada de risas de fondo.

Aurora abrió los ojos y se encontró en el suelo del sombrío bosque. Se levantó y miró hacia adelante, donde el mago que la había atacado estaba de pie.

Detrás de él, a unos diez metros de distancia, estaba la mujer que lo acompañaba. Las risas y carcajadas provenían de ella. Estaba doblada, sosteniéndose el estómago con la mano derecha y apoyándose en un árbol con la mano izquierda. Se estaba riendo a carcajadas y no parecía que fuera a parar pronto. El mago delante de Aurora rechinó los dientes.

—Quizás estarías mejor como sirvienta —dijo el niño mago con tranquilidad. La mujer se enderezó y suprimió su risa tan rápido que Aurora no tuvo tiempo de parpadear. El mago volvió su mirada hacia ella.

—¡Arrodíllate! —ordenó. El cuerpo de Aurora se movió por sí solo y se colocó de rodillas.

—¿Sabes quién soy? —preguntó el niño mago mirándola con unos horribles ojos negros.

Aurora negó con la cabeza, otro acto que su cuerpo hizo por cuenta propia. A la mujer se le escapó otra risita. El niño mago gruñó molesto.

—Soy Gael Radiant, rey del reino Radiant en las Islas Benditas —se presentó.

Aurora solo pudo sorprenderse de su resistencia. Su corazón parecía haber estallado en su pecho, pero no se había orinado ni desmayado. Quizás era más valiente de lo que pensaba.

«El Engendro», pensó Aurora. No debía haber nadie en el continente divino que no supiera quién era. Era un cuento de terror muy popular. Mató a su madre y a toda su familia al nacer. Algunos decían que los devoró vivos. Empaló a los nobles de su reino y luego a cien mil hombres del ejército del continente. También se decía que él traería el fin del mundo.

«¿Por qué no estoy muerta todavía?», se preguntó Aurora. Ahora entendía por qué el mago era tan joven.

—Muy bien, el hecho de que me conozcas nos ahorrará tiempo. Voy a colocar mi marca en ti, a partir de ahora me seguirás y me llamarás maestro —ordenó el Engendro.

—¡No! —exclamó Aurora aterrorizada mientras el Engendro levantaba la mano.

Él sostuvo su rostro y lo giró hacia la derecha. Su padre, el Gordo Yu, Daniel y Luen estaban atados y amordazados al tronco de uno de los tres grandes árboles que los rodeaban.

—Si no obedeces, los mataré uno por uno delante de ti —dijo el Engendro con indiferencia. Devolvió su rostro al frente y retiró las telas que cubrían su cabeza y su rostro. Luego bajó la mano y rasgó su camisa como si fueran telarañas. Finalmente, colocó su dedo en medio de su pecho y su sangre fluyó creando una marca.

—Aurora Bell, a partir de ahora me seguirás y me llamarás maestro —ordenó.

—Acepto —dijo Aurora con voz apagada. Después de huir por todo un continente, al final terminó convertida en esclava.

Aurora ya había oído hablar de las marcas de esclavitud de las Islas Malditas. Eran creadas mediante magia y podían obligar a cualquier persona a servir sin importar su voluntad o carácter. Aurora miró su pecho. A ninguno de los presentes parecía importarle que ella estuviera con el pecho desnudo, y a ella tampoco le importaba. Solo podía fijar su mirada en la marca circular que se había adherido a su pecho como un tatuaje de tinta negra. La marca tenía aproximadamente cinco centímetros de diámetro y estaba llena de garabatos extraños. Había tantos que no se podían distinguir entre sí y apenas dejaban ver la piel.

Aurora miró a… a… a su maestro. Parecía que ni siquiera en su mente podía referirse a él como Engendro. No sabía que un esclavo ni siquiera tendría libertad en su propia mente. Pero no estaba asustada. En el momento en que dijo "acepto", su miedo hacia su maestro desapareció y eso era algo tan antinatural que ni siquiera podía imaginar la posibilidad de que él pudiera hacerle daño. Era absurdo.

La única explicación que se le ocurría era que había sido víctima de algún hechizo malvado. ¿De qué otra forma podía pasar de estar aterrorizada por su maestro a sentirse segura y tranquila a su lado en cuestión de segundos?

—¡Levántate! —ordenó su maestro y, sin pensar en nada más, ella obedeció automáticamente.

Esta vez, su maestro no usó magia, solo fue su voz. Su maestro hizo un gesto hacia ella y los restos de su ropa se unieron sobre su pecho como si nunca hubieran estado dañados. Lo que quedó en el suelo fueron los trapos con los que envolvía su cabeza. Ahora su cabello rizado caía libremente hasta sus hombros.

Su maestro se volvió hacia sus compañeros, que seguían atados y amordazados al tronco del árbol, y realizó otro gesto para liberarlos. Su padre y sus compañeros parecían sombríos, pero no hicieron ningún intento de rebelarse, caminaron a su lado aparentando estar abatidos.

El Gordo Yu buscó entre sus ropas y sacó… «Dios», pensó Aurora al ver lo que el Gordo Yu sacaba. Ella ya había visto objetos similares en manos de sacerdotes y algunos magos solitarios. Eran objetos de diversas formas, pero no más grandes que un colgante. Los llamaban amuletos y servían para protegerse de la magia y, en algunos casos raros, para lanzar magia.

Los más baratos costaban varias monedas de oro y el Gordo Yu sacó un montón de ellos, al menos unos veinte. Su padre y el resto no mostraron sorpresa al verlos, sino que, al igual que el Gordo Yu, estaban más interesados en examinar los amuletos mientras fruncían el ceño.

—¡No están rotos! —dijo el Gordo Yu con cierto temor en su voz. Todos ellos miraron a su maestro, quien los observó con indiferencia.

—Si el de ella no ha funcionado —dijo mirando el brazo izquierdo de Aurora, donde llevaba un amuleto de huesos que le había dejado su madre—, ¿cómo esperan que esas baratijas sí lo hagan? —preguntó acercándose a su padre.

Su padre se tensó y parecía preocupado. Su maestro lo miró de arriba abajo. Ellos dos eran como dos mundos diferentes. Su maestro parecía un niño de máximo doce años. Y decía "parecía" porque según las historias, había nacido hacía más de catorce años. Ya debía tener casi quince, lo que significaba que era un adulto. Pero su apariencia era la de un niño. Su rostro no mostraba rastros de barba ni bigote, su piel cadavérica era suave y sin ninguna marca, y su estatura no superaba los 1,60 metros.

Aurora medía 1,70 metros, y su maestro le llegaba al pecho. Si no se fijaba en sus ojos indiferentes y malvados, parecía no ser más que un niño aterrador. También llevaba el cabello largo, lacio y brillante, que llegaba hasta la cintura, y su ropa no era lo único impecable en él.

Enfrente de su maestro estaba su padre. Era alto y se veía enorme en comparación con su maestro. Medía 1,90 metros, tenía un cuerpo musculoso, un rostro cuadrado, cabello castaño corto, piel tostada por el sol y ropa rústica y desgastada.

Su maestro ni siquiera se había molestado en quitarle las armas y llevaba su espada y daga en la cintura. Si se dejaba de lado la horrible apariencia cadavérica de su maestro, era evidente quién imponía más amenaza, pero al enfrentarse el uno al otro, su padre parecía tenso y presionado, mientras que su maestro lucía indiferente y relajado.

—Este hechizo tiene demasiadas fallas. Es inútil. No pueden confiar más que en la fuerza. La sangre de la muerte ha caído muy bajo si esto es lo máximo que pueden hacer para proteger a sus descendientes —dijo su maestro con decepción y se apartó de su padre—. Trae los caballos —ordenó a la mujer, quien seguía mostrando una leve sonrisa en los labios.

Su maestro volvió a colocarse la capucha negra, decorada con un bordado dorado de hojas de laurel que formaban una especie de corona. La mitad superior de su rostro quedó cubierta nuevamente, mientras que la otra mitad quedó sumida en sombras.

La mujer trajo los caballos y su maestro subió a uno de ellos, ordenándole a Aurora que se montara detrás de él. Sus piernas temblaban, pero las órdenes eran absolutas para ella y su cuerpo se movió por inercia. Su mente se llenaba de pensamientos sobre su nueva vida como esclava y la separación de su padre, lo que le generaba un miedo constante.

La mujer se subió al otro caballo y su maestro dirigió su mirada hacia el resto de sus compañeros. Su padre la miró, pero no se movió. Su maestro no le prestó atención y puso al caballo en marcha.

Aurora no podía decidir si rogarle a su padre que la rescatara o que huyera lo más lejos posible. Al final, no logró decir nada, quedándose contemplando el rostro decidido de su padre. "No mueran", pensó Aurora con temor. No sabía cuán poderosa era la magia de su maestro, pero sabía que era un mago como ningún otro.

Aurora había presenciado a los sacerdotes de la Iglesia Divina y a algunos magos solitarios en las ciudades usando magia, pero ninguno de ellos había realizado las cosas que su maestro hacía parecer tan sencillas. ¿Arreglar ropas? Si fuera así, las prendas de los sacerdotes no tendrían costuras ni rasgaduras. Lo mismo ocurriría con los magos solitarios. ¿Mover objetos a voluntad?

Aurora sacudió la cabeza. No quería pensar en eso. Miró a su padre y a sus compañeros mientras desaparecían entre los altos árboles del bosque y las sombras, y ella volvía al camino. Sus lágrimas ya habían empapado el cuello de su pesada túnica.

—¿Hacia dónde nos lleva este camino? —preguntó su maestro.

—Cruza las tierras centrales del Ducado de Vash, que pertenecen al Duque Bruner. A unos veinte kilómetros de aquí hay uno de sus castillos, y a unos dos o tres días de distancia se encuentra la ciudad portuaria de Aslan… —Aurora se estremeció.

"Muchas personas van a morir", le susurraba su corazón con un latido horripilante, y Aurora no pudo seguir hablando.

—Hermano…

—¡No. Es el destino! —interrumpió su maestro con una voz desprovista de emoción, y el caballo emprendió el galope en dirección al castillo del duque.

Aurora se vio obligada a agarrarse de la cintura de su maestro para no caer del caballo. No tenía mucha experiencia montando. Los nobles a los que robaban siempre iban a caballo, pero nunca los capturaban.

Los caballos no podían esconderse en los bolsillos, eran propiedad exclusiva de los nobles y fáciles de rastrear. Aurora aprendió a montar porque su padre pagó a un caballero errante para que le prestara un viejo caballo de tiro y la enseñara.

Cada vez que el caballo saltaba sin dejar ninguna pata en el suelo, pareciendo volar, Aurora sentía ganas de gritar, pero el frío y el miedo que sentía eran una distracción mayor, y solo podía aferrarse a la delgada cintura de su maestro, temiendo que ambos cayeran en cualquier momento.

Su maestro tenía el cuerpo de un niño y Aurora no era muy alta. En cambio, el caballo en el que iban montados era una bestia enorme de dos metros y medio de altura, con enormes músculos y una energía aparentemente infinita. En su lomo cabrían unos cuatro de ellos y aún sobraría espacio.

La velocidad a la que cabalgaban tampoco la tranquilizaba. Cuando miraba a los lados y al suelo, solo veía borrones. Era tan horrible que Aurora cerró los ojos y no los abrió hasta que se detuvieron una hora después, cuando una voz grave les ordenó que se detuvieran y se identificaran.

Aurora abrió rápidamente los ojos y se encontró con un semicírculo de veinte caballeros con armadura, apuntándoles con lanzas y bloqueando su camino. Su líder, que no empuñaba una lanza, se había quitado el casco y lo sostenía debajo de su brazo izquierdo, mientras mantenía las riendas de su caballo con la espalda recta y una mirada serena. Era un hombre de unos veinticinco años que examinó a su maestro, a la mujer y a los caballos con ojo crítico. A Aurora le pasó la vista por encima sin parecer notar su presencia.

—Soy el rey Gael Radiant, de las Islas Benditas. Llévenme a su castillo —ordenó su maestro.

El caballero que les había hablado antes se estremeció visiblemente, mientras los demás retrocedían rápidamente con sus caballos y se preparaban para atacar, entre gritos aterrados de "¡Engendro!".

—¡Silencio! ¡Vuelvan a sus posiciones! —ordenó el líder con miedo en su voz. Aunque mantenía la espalda recta, Aurora podía ver que sus manos temblaban.

Aurora no se sorprendió por su reacción ni por el hecho de que el hombre detuviera el ataque de los demás. Se decía que su maestro había exterminado a un ejército de cien mil hombres de este mismo continente, junto con tres de los cuatro duques, y había maldecido a otros doscientos mil que murieron cuando su carne podrida cayó al suelo, dejando solo sus esqueletos. Y todo esto lo hizo cuando tenía cinco años. Ahora tendría unos catorce y se enfrentaba a veinte caballeros.

Para Aurora y para cualquier habitante inteligente del continente, estaba claro lo que sucedería si estos caballeros decidieran atacar, o más bien, suicidarse.

—Majestad, por favor síganos, los escoltaremos —dijo el caballero mientras se colocaba el casco y hacía señas a sus hombres para dividirlos en dos grupos.

El líder se agrupó con otros diez y cabalgó al frente, a unos veinte metros de distancia. Los otros diez se colocaron veinte metros detrás. Su maestro no dijo nada más y continuó cabalgando. Ahora estaban en los campos de trigo.

El ducado de Vash era el principal productor de alimentos en el continente divino, y sus campos de trigo se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

El castillo al que se dirigían, atravesando los campos de trigo, era una construcción enorme, parecida a un pequeño pueblo con murallas y torres de piedra de hasta cincuenta metros de altura. La entrada estaba protegida por un foso con pinchos.

El caballero causó un gran revuelo cuando anunció a quién escoltaban, y Aurora pensó que no había forma de que les permitieran entrar y que la matanza comenzaría allí mismo. Pero se equivocó, y después de unos minutos de gritos y preparativos de armas, abrieron la puerta y les permitieron entrar, guiándolos a través del patio hasta la torre principal del castillo.

Dentro se encontraron con un gran salón lleno de nobles temblorosos, un hombre de unos veinticinco años sentado en un trono, cuatro sacerdotes y una sacerdotisa parados a su alrededor.

Aurora no sabía si debía tener esperanza o no. Su maestro nunca se había enfrentado a la Iglesia Divina. Todos ellos también eran magos. Quizás podrían resistirse a él, después de todo, eran cinco, pensó Aurora mientras avanzaban.

—Soy el rey Gael Radiant, esta es mi hermana Trea Radiant y esta es Aurora Bell —dijo señalándolas a ambas. "Dios, la mujer es su hermana", pensó Aurora. No se parecían en absoluto—. Me he visto involucrado en un pequeño incidente que me trajo hasta su continente. Solicito su cooperación para regresar a mi reino. Una escolta de mil soldados, unos cien sirvientes y unos veinte barcos serán suficientes —exigió su maestro como si estuviera dando órdenes a un sirviente.

El hombre en el trono, que era una de las pocas personas en el lugar que no parecía asustada y temblorosa, sonrió y apartó a uno de los sacerdotes, un anciano que se disponía a susurrarle al oído.

—Soy el marqués Roric, hijo y "legítimo heredero" del duque Bruner. Majestad, me temo que no estoy autorizado a concederle su humilde petición —dijo el marqués apartando nuevamente a los sacerdotes, quienes se alarmaron al escuchar sus palabras.

Aurora estaba incrédula. En el continente no había rey ni archiduques. Desde hacía miles de años, estaba gobernado por duques. La cantidad podía variar, pero no sus títulos. Los duques eran los reyes del continente, por lo tanto, los marqueses eran los príncipes. Decir que un príncipe no estaba autorizado para brindar una escolta era una mentira demasiado obvia.

—¿Cuál es el alcance de vuestra autoridad? —preguntó su maestro con indiferencia.

—Puedo ofreceros una habitación en el castillo y solicitar autorización del duque para que él evalúe vuestra petición, lo cual podría llevar desde algunas semanas hasta un mes —dijo el marqués suicida. Aurora se preguntó cuándo su maestro empezaría a matarlos a todos.

—Está bien…

—Aún no he terminado de hablar —interrumpió el marqués a su maestro—. Puedo permitiros quedarse en mi castillo, pero no puedo permitir invitados armados en su interior. Vuestra hermana deberá dejar su armadura y armas en este lugar —dijo el marqués levantándose de su trono y acercándose a ellos—. Como sois un rey, y considerando que vuestra hermana es una dama, yo mismo ayudaré con su armadura —dijo mientras se acercaba a ellos.

«Este hombre quiere morir. debe haberse levantado hoy con la intención de suicidarse en la primera oportunidad", pensó Aurora.

A Aurora no le preocupaba la vida de este loco, solo le preocupaba que su maestro, después de matar a estos nobles, no se saciara y también la matara a ella. La vida de una esclava era tan insignificante como la hierba del campo.

Aurora estaba asustada y sus piernas volvieron a temblar a medida que el marqués se acercaba y extendía su mano para tocar el peto de Trea, justo en el pecho.

Aurora creyó que ese sería el momento en que comenzaría la matanza, pero algo más ocurrió. El salón se volvió oscuro y cientos de sombras se movían por las paredes, el techo y el suelo. La temperatura descendió tanto que se podía ver el aliento de los presentes.

Aurora perdió todo su valor y cayó de rodillas, abrazándose a sí misma. También creyó que estaba gritando, pero se dio cuenta de que no eran sus propios gritos, sino los de la gente en el salón.

Aurora levantó la mirada, preguntándose si su maestro ya estaba matando a la gente, pero además de los gritos, todo parecía una pintura por su inmovilidad. Su maestro seguía sin mover un músculo. Su hermana Trea mantenía un rostro sereno, y la mano del marqués que tocaba el pecho de su armadura había sido tomada y retirada por uno de los sacerdotes, un anciano de barba blanca que vestía una toga, y que sostenía la mano del marqués mientras le lanzaba una mirada amenazante.

La inquietante escena duró varios segundos hasta que el marqués rechinó los dientes y se retiró a su trono. A medida que el marqués se alejaba, la oscuridad, el frío y las sombras desaparecieron sin dejar rastro, permitiendo que las antorchas y la luz del sol que entraba por las vidrieras cercanas al techo volvieran a iluminar la sala.

El sacerdote miró al marqués hasta que este regresó a su trono con expresión sombría, luego se volvió y al ver que Aurora seguía de rodillas en el suelo, se apresuró a ayudarla a levantarse con amabilidad. Aurora aceptó sus manos con prisa, sintiéndose avergonzada. Ella no sentía ninguna amenaza hacia su vida por parte de su maestro, pero no podía evitar sentir miedo por lo que había sucedido.

Aurora se levantó e intentó agradecerle al sacerdote por ayudarla, pero al levantar la cara para encontrarse con la del anciano sacerdote, se dio cuenta de que este estaba paralizado y sus ojos muy abiertos de incredulidad y miedo. Las manos que la sostenían también habían comenzado a temblar.

Aurora no entendía nada, pero su maestro hizo un gesto con la mano como si estuviera espantando una mosca, y el asustado anciano la soltó al momento, apretando los dientes en un intento de calmarse. Debido a su reacción, todos en la sala dirigieron su atención hacia Aurora, incluyendo a los demás sacerdotes.

Aurora se sintió presionada. No sabía qué había sucedido. En algunas ocasiones, había llamado la atención por su color de piel y rasgos mestizos, pero nunca antes había causado miedo en las personas. Si fuera su apariencia lo que había provocado esa reacción en el anciano sacerdote, él ya se habría asustado desde que ella entró a la sala.

"¿Habrá visto él mi marca de esclavo? ¿Mi maestro me habrá lanzado algún horrible hechizo? Tal vez llevo una maldición conmigo", pensó Aurora, asustada. Quería preguntarle al sacerdote qué era lo que lo había asustado, pero tenía miedo.

—Majestad, los sirvientes le guiarán a su habitación. En este mismo momento informaré al duque de su llegada. Estoy seguro de que, a más tardar mañana por la mañana, tendremos todo preparado para usted —dijo el sacerdote, recuperándose de su conmoción anterior y señalando a varios sirvientes para que los guiaran.

Su maestro no dijo nada y siguió a los sirvientes. Mientras salían de la sala, Aurora vio a algunas mujeres desmayadas y a varios hombres temblorosos que las sostenían en brazos.

La habitación a la que los llevaron estaba ubicada en la torre más alejada de la torre principal, y llegaron después de subir cinco pisos. Los temblorosos sirvientes huyeron después de abrir las puertas.

Su habitación era espaciosa, con tres cuartos y un baño. Su maestro inspeccionó el lugar y escogió el cuarto más grande. Él le ordenó que lo siguiera, y Aurora sintió un escalofrío e intentó detener su cuerpo, pero este se movió por sí solo y siguió detrás de su maestro, quien se detuvo frente a la cama y luego se volvió para mirarla. Su boca, ensombrecida por la capucha, mostró una media sonrisa al verla temblar.

—Tu ignorancia me divierte. Todos los magos llevan una maldición que les impide tener deseos sexuales —dijo su maestro, quien se había dado cuenta de sus temores.

Aurora ya sabía eso, su padre se lo había dicho, pero esa era solo una parte de la verdad. Su padre también le había dicho que, a pesar de ello, podían experimentar placer y, por lo tanto, tener relaciones sexuales. Y ella era una esclava a la que le habían impuesto una marca.

Una palabra de su maestro y perdería su virginidad en esta cama, pensó Aurora, sintiéndose humillada por su condición. Mientras pensaba, su maestro señaló detrás de ella. Aurora siguió la dirección con la mirada y vio un gran sofá y algunos sillones que parecían cómodos.

—No voy a dormir, prefiero leer, pero me gusta hacerlo sentado en la cama. Si quieres descansar, hazlo allí —ordenó.

Aurora se movió hacia el sofá y se acostó. El sol aún no se había ocultado, pero ella sentía que podía morir de agotamiento en cualquier momento.

Su maestro se sentó recostado en el respaldo de la gran cama y sacó un pequeño libro de unos quince centímetros de alto por diez de ancho del bolsillo de su chaleco, para empezar a leer con mirada indiferente. Trea se quedó de pie al lado de su cama y Aurora no tardó ni un minuto en quedarse dormida.

Cuando Aurora se despertó, la habitación se encontraba sumida en una semioscuridad. La luz de las velas de una lámpara de mano era lo único que iluminaba el lugar y no había rastro de su maestro y Trea. Aurora se mordió los labios y se levantó apresuradamente, pero al ponerse de pie volvió a calmarse.

Su maestro seguía en el castillo. Su orden de seguirlo seguía allí y Aurora se puso en camino para encontrarse con él, después de tocar su brazalete de huesos para darse valor.

El amuleto no era mágico, era un amuleto de huesos sin plata, cobre u otros materiales para hacer amuletos mágicos. Era un amuleto tallado en un hueso, con una escritura extraña grabada en él, que su padre le había dicho que significaba protección, y ella se sentía más conectada con su propia realidad al asegurarse de que aún lo llevaba puesto.

Aurora salió de la habitación y llegó a la sala principal. La puerta estaba abierta y Aurora tembló al ver lo que había afuera. Frente a ella estaban los cadáveres de ocho caballeros envueltos de pies a cabeza en armaduras de acero. Aunque no se veía ninguna parte del cuerpo de los caballeros, Aurora sabía que había gente dentro de esas armaduras porque en la frente de cada casco había una pequeña cortada de unos ocho centímetros de largo por donde se filtraba sangre.

Los ocho cadáveres estaban acostados boca arriba, formando un semicírculo alrededor de la puerta, como si estuvieran tratando de rodearla.

«Alguien los mató tan rápido que no tuvieron tiempo de cambiar su posición», pensó Aurora. ¿Sería obra de su maestro o de Trea? Quizás la magia podía crear heridas similares a las de las espadas, o tal vez Trea no usaba esa armadura y espada como simples adornos. Aurora volvió a morderse los labios y levantó los pies para pasar por encima de los cadáveres. No era la primera vez que veía gente muerta o asesinada.

Incluso había presenciado asesinatos, su padre había matado a unos cuantos bandidos que estaban demasiado locos frente a ella, y también había presenciado algunas escaramuzas entre nobles que dejaron los campos por donde pasaban cubiertos de cadáveres. Si no estuviera sola, secuestrada y esclavizada, estos cadáveres no le causarían ninguna molestia, especialmente porque eran nobles.

Aurora se dirigió a las escaleras de piedra por las que subió, y al bajar vio que había cadáveres en cada piso por donde pasaba. También había cadáveres en las escaleras, y al salir al patio, la escena empeoró mil veces.

Los cadáveres del patio no se parecían a los caballeros y soldados de la torre. De hecho, no había muchos caballeros y soldados entre ellos. Todos eran personas bien vestidas y arregladas, en su mayoría hombres, pero también algunas mujeres. Sus heridas también eran diferentes. La mayoría de los cuerpos ni siquiera tenían heridas visibles. Parecía que habían caído mientras intentaban escapar por la puerta, ya que el rastrillo estaba a medio levantar.

Aurora caminó temblorosa entre la multitud de cadáveres y se dirigió a la torre principal. Mientras avanzaba entre los cadáveres, se dio cuenta de que no había ni un solo sirviente de los que había visto al llegar al castillo. Era fácil reconocerlos, ya que los sirvientes vestían ropa sencilla y, en algunos casos, desgastada.

Parecía que a su maestro no le interesaban los sirvientes, se había centrado en los soldados y los nobles. ¿Acaso quería iniciar una guerra?, se preguntó Aurora al llegar frente a la torre principal. Sin embargo, no entró por las puertas principales, sino que se dirigió a un lado y entró por una pequeña puerta.

La puerta daba a una pequeña habitación iluminada por una antorcha. En el suelo yacían algunos guardias con armaduras de cuero que sostenían porras en sus manos. Al igual que los cadáveres del patio, no presentaban heridas visibles en sus cuerpos.

Aurora tragó saliva, pero caminó hacia unas escaleras que llevaban al fondo e ignoró dos puertas que también estaban allí. Su maestro estaba más abajo.

Al descender las escaleras, Aurora se dio cuenta de que este lugar era una prisión. Había una pared de piedra a su izquierda y alrededor de diez celdas a su derecha. No había guardias y las puertas estaban abiertas, si antes hubo prisioneros allí, ya no estaban.

Aurora sintió envidia, ella fue capturada y esclavizada sin tener la más mínima posibilidad de huir. Lo único que podía agradecer era que aún seguía con vida. Era una esclava sin voluntad propia, pero al menos seguía respirando, pensó Aurora, secándose furiosamente algunas lágrimas mientras murmuraba insultos a su pobre suerte.

Aurora bajó por la segunda escalera. Debajo había más celdas, pero estas no estaban abiertas y dentro había cadáveres en posiciones escalofriantes. Parecían muñecas a las que algún niño hubiera retorcido sus cuerpos. Afortunadamente, estas celdas eran más oscuras que las anteriores, y las sombras no permitían ver demasiado.

Aurora se apresuró a caminar hacia la siguiente escalera. Dudó un poco cuando sintió un escalofrío al poner un pie en la escalera, y a pesar de que había dos antorchas allí, las sombras y la oscuridad dominaban el lugar. Aurora quería irse, pero su cuerpo persistió en seguir las órdenes de su maestro y bajó las escaleras con pasos temblorosos.

Aurora miró hacia la oscuridad al final de la escalera, pero su maestro no estaba allí. Siguió bajando y al llegar al final se dio cuenta de que había muchas antorchas en esa sala. A pesar de ello, parecían iluminarse únicamente a sí mismas, porque la oscuridad y las sombras cubrían el lugar. No había celdas en la sala, pero no era difícil identificar su propósito, ya que había decenas de máquinas de tortura frente a ella y herramientas colgando de las paredes.

Aurora no perdió tiempo y miró hacia la izquierda. Su maestro estaba allí. Ella comenzó a oír un extraño sonido de traqueteo, pero lo ignoró y concentró su atención en él. Su maestro permanecía de pie frente al marqués, quien estaba atado en la pared. Llevaba puesta su capucha, por lo que su rostro estaba en sombras. Además, había sombras a su alrededor que se movían y parecían bailar con alegría.

—Ah, has despertado. Pronto nos pondremos en marcha. Solo debo hacer algunas anotaciones más. El marqués ha sido muy amable al brindarme esta oportunidad, no es algo que se pueda pasar por alto —dijo su maestro sin dirigirle la mirada.

Aurora miró al marqués y el sonido de traqueteo se intensificó. Ella sintió una corriente de calidez bajar por sus piernas.

El marqués estaba desnudo, y no solo en cuanto a su ropa. Toda su piel había sido desollada y estaba extendida a un lado de él. Habían abierto su cuerpo desde la garganta hasta el abdomen. Sus intestinos y órganos flotaban fuera de su cuerpo. Uno de sus pulmones estaba cortado en rebanadas unidas por numerosos hilos que parecían raíces de árboles. Su hígado se encontraba en un estado similar, al igual que uno de sus riñones.

Sus partes íntimas habían sufrido el mismo destino: su pene estaba partido por la mitad, una de las mitades desollada y la otra rebanada. Su vejiga estaba expuesta. Uno de sus ojos, que seguía unido a su rostro por hilos de carne y venas, giró hacia Aurora y la miró.

Él la estaba mirando, porque seguía con vida. Su corazón latía, sus pulmones se expandían y su sangre circulaba por las venas y arterias que flotaban frente a ella. Incluso su piel parecía estar viva, temblando ligeramente al igual que la carne de su cuerpo. Lágrimas brotaban del ojo derecho que permanecía en su cara desollada.

Su maestro se alejó un poco de él y se dirigió hacia un lado, donde flotaba un pequeño libro, el mismo que Aurora lo había visto leer en su habitación. Colocó un dedo ensangrentado sobre el libro y, debido a que estaba de lado, Aurora pudo ver cómo la sangre se esparcía por la superficie, formando un dibujo detallado del hígado, con algunas anotaciones debajo.

—Hermano, el castillo ya está bajo nuestro control. El capitán Long también ha llegado. Creo que ya es hora de irnos de este lugar —dijo Trea, quien se encontraba a su lado.

Aurora no sabía cuánto tiempo llevaba allí. Su maestro se giró hacia ellas y guardó el libro en el bolsillo de su chaleco.

Luego, se volvió hacia los restos del marqués y sujetó su corazón palpitante con la mano, aplicando presión para aplastarlo. La sangre brotó como si fuera una fruta jugosa, pero cuando retiró la mano, no había ni una gota de sangre en sus mangas. Su maestro sacó unos guantes negros y se los puso.

—Bien, vamos —dijo su maestro y se dirigió hacia las escaleras.

—Majestad, los caballos y el resto de la guardia esperan afuera. También hemos abierto la bóveda del castillo —informó una voz grave desde arriba de la escalera de piedra, detrás de Aurora.

—De acuerdo, Aurora, espera por mí en la puerta del castillo junto a los guardias —ordenó su maestro.

—Trea, ayuda a la chica y quema este lugar —ordenó la voz grave.

—Sí, señor —respondió Trea.

Aurora no pudo girar la cabeza para ver quién era. Su mirada seguía fija en los restos del marqués. Las sombras y la oscuridad habían desaparecido, y ahora las numerosas antorchas del lugar iluminaban la sala como si fuera de día. Trea se interpuso entre ella y la escena. Aurora intentó hablar, pero Trea tapó su boca.

—Si intentas hablar, te morderás la lengua —dijo Trea con un rostro sereno y voz amable.

Gracias a la mano que le cubría la boca, Aurora podía sentir que su boca temblaba y el sonido de traqueteo que escuchaba eran sus propios dientes. Ella bajó la mirada y se dio cuenta de que se había orinado.

—¡No grites! —ordenó Trea, ejerciendo presión en su boca—. Respira hondo. Lentamente —aconsejó.

Aurora siguió sus instrucciones y, después de un minuto, finalmente sintió que podía mover las piernas.

—Ve a la entrada del castillo —dijo Trea acompañándola hasta la parte superior de la escalera e indicándole el camino.

Aurora caminó con pasos rígidos, con las manos apretadas en el pecho. Ahora la oscuridad había desaparecido y las antorchas volvían a iluminar todo el lugar.

Aurora se apresuró hacia el patio y, al salir de la prisión, corrió hacia la entrada. No le importaron los cadáveres en el patio y, en su apuro, incluso pisó algunos de ellos. Su atención se centraba en un hombre alto, vestido con ropa rústica, que abrió los brazos para recibirla y la acogió en su pecho, acariciando su cabello suavemente y asegurándole que todo estaría bien.

Aurora frotó su cabeza contra su pecho con fuerza y comenzó a llorar durante varios minutos. Ella se aferró a su padre hasta que pudo respirar con calma.

Cuando Aurora dejó de sollozar, su padre la soltó y le dio un beso en la frente.

—¿Estás bien? —susurró Daniel, aparentemente avergonzado.

—Quedarnos rezagados no sirvió de nada, ese monstruo tenía más gente que nosotros —dijo el Gordo Yu, acercándose y señalando a otras ocho personas además de ellos. Todos estaban a caballo.

Seis de ellos eran hombres con armaduras similares a la de Trea, pero con diferentes armas. Arco, espadas dobles, un bastón, una lanza, y uno de ellos no llevaba armas visibles aparte de una daga.

Lo que más llamó la atención de Aurora fueron dos niñas gemelas que montaban en el caballo de su maestro. A juzgar por su tranquilidad, no parecían haber sido secuestradas del castillo, y los hombres parecían estar vigilándolas, rodeándolas en un semicírculo.

Aurora observó a las niñas y ellas la miraron a ella. Eran gemelas, pero no idénticas. Una de ellas tenía una leve sonrisa y una expresión alegre, mientras que la otra mantenía un rostro sereno e indiferente. Debían tener unos nueve años y eran delgadas. Vestían pantalones y túnicas de seda con bordados de oro y plata, de manera similar a su maestro.

Las dos niñas la miraron de arriba abajo, y la que sonreía mostró una pequeña mueca de desprecio hacia ella.

—Parece que los descendientes de la sangre de la muerte son un tanto tímidos en estos días. ¿Quién iba a pensar que unos cuantos cadáveres podrían asustarlos? —comentó la niña, y algunos de los guardias siguieron su mirada y notaron la mancha húmeda en los pantalones de Aurora.

Aurora se sintió avergonzada y deseó que la tierra se la tragara, aunque los guardias apartaron la mirada y mantuvieron rostros serenos. La otra niña le ofreció una suave sonrisa.

Aurora quería responder a la niña que ya le estaba cayendo mal, pero el sonido de pasos detrás de ella la hizo dar un respingo y girarse para ver quién era.

Y ella pensando que su padre era alto. El hombre que se acercaba era enorme. Debía medir unos dos metros de puro músculo. A Aurora le provocó una sensación horrible y opresiva al verlo. Su padre llevó la mano a su rostro y tapó sus ojos.

—Disculpen, olvidé lo sensibles que son las líneas de sangre principales a la magia —dijo la misma voz grave que escuchó en… —Aurora apretó los dientes, no quería recordar eso.

Su padre retiró la mano de su cara y el hombre volvió a aparecer ante ella, pero esta vez no sintió ninguna incomodidad. Su maestro estaba junto al hombre y Trea les seguía detrás.

—Sostén esto —dijo su maestro, tendiéndole una pequeña caja negra de unos diez centímetros de largo por cinco de ancho. Aurora la tomó y su maestro fijó su vista en la mancha húmeda en su pantalón.

Aurora quería desaparecer, pero su maestro hizo un gesto hacia ella y la mancha desapareció mientras él se daba la vuelta para dirigirse a su caballo. Aurora estaba asombrada. Era como si acabara de tomar un baño y ponerse ropa limpia. Incluso podía percibir un suave aroma a flores emanando de ella.

—Sube —ordenó su maestro, señalando detrás de él y extendiendo la mano hacia la caja.

Aurora se la entregó y su padre la ayudó a subir al caballo. Las dos niñas iban delante, luego su maestro y, por último, ella. El enorme caballo todavía tenía un lugar libre.

Su padre y sus compañeros también montaron a caballo; por los escudos en las sillas, era evidente que pertenecían al castillo. Aurora no se preocupó por eso. No creía que hubiera guardias tan locos como para perseguir a su maestro por un robo de caballos.

La marcha comenzó con un trote ligero, con su maestro al frente, flanqueado por Trea y el hombre enorme.

—Barón Long Tian, esta es Aurora. A partir de ahora, todos deben obedecer sus órdenes y protegerla como si fuera yo mismo —ordenó su maestro.

—Sí, su majestad —respondieron los guardias.

—Aurora, este es el capitán de mi guardia, el barón Long Tian. Él y los demás guardias cuidarán de ti a partir de ahora —dijo su maestro.

—Sí, maestro —respondió Aurora. Su maestro se apartó un poco y señaló a las dos niñas.

—Estas son mis sirvientas personales. La de mente retorcida es Eileen y la de rostro apático es Alanna —dijo su maestro, y Aurora asintió.

—¡No somos sirvientas!...

—¡Silencio! —ordenó su maestro y Eileen hizo una mueca mirando con los ojos entrecerrados.

Su maestro ignoró la amenaza en sus ojos. Aurora no se creía que estas dos niñas fueran sirvientas. Los guardias parecían atentos de su seguridad y ellas eran lindas y delicadas, como las hijas de la nobleza. Sus ropas también eran de alta costura y de seda de la mejor calidad.

Quizás eran sus novias, pensó Aurora, pero recordó que a pesar de su apariencia, su maestro ya era un hombre. Quizás las secuestró en alguna parte, concluyó al final. Eso era lo más probable. Además, que ellas actuaran con tanta frialdad ante los cadáveres expuestos en el patio, le hacía pensar que les había hechizado.

Aurora había visto muchos niños y cualquiera de ellos estaría chillando en una situación como en la que estaban estas dos niñas.

NA 1: Este es un libro extenso, con más de quinientas mil palabras, y también es una trilogía, siendo la segunda que he escrito. Además, he escrito cinco historias originales que son libros cortos de ciento cincuenta mil palabras, y los iré subiendo poco a poco. Por favor, ¡comenten qué les parece!

NA 2: Este libro ya está escrito, trataré de actualizar todo lo rápido que pueda, teniendo en cuenta que estaré subiendo otras obras.