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20

Hanna tenía los brazos apoyados sobre la mesa de la cocina y el torso muy inclinado hacia delante para no perderse nada. Maria Jordan paseaba el dedo índice por las cartas y daba un toquecito en cada una.

—… cuatro…, cinco…, seis…, un hombre joven…, uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…, por un largo camino…, uno…, dos…, tres…, a su casa…, vaya, señora Brunnenmayer…

La cocinera, sentada a un extremo de la mesa, junto a los fogones, observaba las cartas con la misma tensión que Hanna. Tras ella hervía a fuego lento un resto de guiso de nabo para el viejo jardinero Bliefert y los dos niños de Auguste.

—¿Qué tonterías dice? —le soltó a Maria Jordan—. ¿Acaso cree que a mi edad quiero cargar con un amante? ¿Tengo pinta de eso?

Maria Jordan puso cara de saber más que ella y siguió contando. Else se acercó desde la entrada del servicio, traía la vajilla sucia de los señores del montaplatos a la cocina.

—No crea ni una sola palabra de Maria —le dijo a la cocinera—. ¡Todo son mentiras y embustes!

Hanna hizo amago de defender la capacidad de adivinación de la señorita Jordan, pero se contuvo. Sin duda lo más sensato era no delatarse.

—¿Porque en tu caso el amor sigue haciéndose esperar? —dijo Maria Jordan en dirección a Else—. ¿Y te sorprende? Todos los hombres están en la guerra. ¿Cómo vamos a tener suerte en el amor nosotras?

Else dejó el montón de vajilla en el fregadero y desistió de responder. «Pobre», pensó Hanna. «Siempre busca al doctor Moebius con la mirada, pero él se ha enamorado de Tilly Bräuer. No es de extrañar, es joven y muy guapa, y encima es rica».

—¡Cuénteme algo de Humbert, Maria! —ordenó la señora Brunnenmayer—. El pobre muchacho está desaparecido, pero sé que sigue con vida. Es un presentimiento.

Maria Jordan empezó a contar las cartas de nuevo.

—… por un largo camino…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…, Jesús bendito, se opone el rey de tréboles…

—¿Qué significa eso? Escuche, Maria, no quiero malas noticias.

—Cálmese, señora Brunnenmayer. ¡Sí! La dama de picas… y el siete…, incluso una boda…, quién lo habría dicho.

Fanny Brunnenmayer sacó el pañuelo para sonarse. Luego dijo que debería haberlo imaginado. Else tenía razón, todo eso de las cartas era un invento, una tontería.

—En todo caso, volverá —insistió Maria Jordan, que estaba acostumbrada a los clientes incrédulos y no se dejaba confundir tan fácilmente—. Pero tardará un tiempo. Podría ser que estuviera preso en algún lugar, el pobre. Tiene que trabajar para el enemigo. Así es ahora.

La señora Brunnenmayer levantó la nariz y se guardó el pañuelo en el bolsillo del delantal. Le dijo a la señorita Jordan que ya podía recoger las cartas. Y que ni por un momento pensara que le iba a pagar un solo penique por eso. Lanzó una mirada furiosa a la carretilla cargada con la olla que estaba junto a los fogones.

—¿Quieres que esos pobres chicos se mueran de hambre, Hanna? ¡Tienes que ir a la fábrica!

—Pero la señora aún no me ha llamado.

—Hoy no te acompañará —le notificó Else—. Está en el hospital con un conocido. Un tal teniente Von Klapprot o algo así. Herta dice que puede que no salga de esta.

—Ah.

Hanna se levantó del banco y corrió al pasillo a ponerse el abrigo y las botas. La nieve empezaba a derretirse, en los caminos ya se había formado un puré amarillento. El trayecto con la carretilla de madera prometía ser difícil. Comprobó a tientas y con cuidado que el paquetito seguía en el bolsillo del abrigo y empujó la carretilla entre chirridos. En realidad le parecía estupendo que la señora no pudiera acompañarla. Durante los últimos días había tenido que oír una serie de advertencias y buenos consejos y estaba bastante harta de ese discurso en pro de la sensatez. A fin de cuentas, ya no era una niña, tenía casi dieciséis años y se ganaba la vida. No era gran cosa, pero era algo. Y lo que una mujer hacía con un hombre no tenía que explicárselo nadie, lo había aprendido de pequeña, cuando su madre se llevó a casa a un «tío». También sabía que podía tener un niño así. No era tonta.

La olla de hierro que cargaba en la carretilla aún estaba caliente, como comprobó al tocarla con cuidado. De regreso se llevaría unas cuantas paladas de carbón para los fogones de la cocina. Ahora en la fábrica tenían una gran montaña de carbón para las máquinas de vapor, era fácil coger algo para la villa.

Se escupió en las manos para que el mango no se le resbalara y emprendió la marcha. De nuevo notó ese maravilloso desasosiego y se enfadó cuando las ruedas se quedaron atascadas en el lodo y tuvo que empujar con todas sus fuerzas para sacar la carretilla. «Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe», pensó, y luego descartó la idea. Nadie se daría cuenta, tenían cuidado.

Cuando llegó a la entrada de la fábrica y el portero, Gruber, se acercó a abrirle, el corazón se le salía del pecho.

—Hola, niña —dijo el portero—. Te están esperando ansiosos. «Hanna la de los nabos», te llaman…

—¿Hanna la de los nabos? —exclamó enojada—. ¿Quién ha dicho eso?

Gruber se encogió de hombros.

—No lo sé. Se ha corrido la voz. No te lo tomes tan en serio.

Hanna cruzó la puerta con la carretilla y pensó que debían de haber sido las empleadas. Los prisioneros de guerra seguro que no; ellos no sabían alemán como para inventar un apodo tan malintencionado. ¡Como si ella se pareciera a un nabo!

En la sala de embalaje ya la esperaban las dos mujeres a las que les tocaba repartir la comida y lavar los platos. También estaban los dos vigilantes; vestidos con uniforme parecían unos críos, y eso que tenían diecisiete años, uno más que ella.

—Hoy llegas tarde.

—¡Más vale tarde que nunca! —replicó ella con sagacidad.

Se frotó los dedos entumecidos mientras las dos mujeres levantaban la olla de la carretilla y abrían la tapa. El olor a patatas cocidas, apio y nabo impregnó la sala de embalaje, y Hanna notó que aún tenía hambre. Era un estado permanente, siempre tenía hambre, tampoco es que las raciones en la villa fuesen precisamente grandes.

—El pan está duro como una piedra —refunfuñó una de las mujeres—. Hace falta un hacha para cortarlo.

Hanna dejó que las mujeres sirvieran la sopa en los platos de latón y se ocupó del pan. Estaba duro, en efecto, pero se podía cortar, y además se podía mojar en la sopa. Tenía que vigilar que no se le resbalara el cuchillo, pues era torpe con las manos. Tras ella entraron en la sala de embalaje los prisioneros de guerra, cada uno cogió un platillo de potaje y una cuchara, y se fueron sentando en el banco o en una caja a comer.

Notó su mirada en la espalda. Era una sensación emocionante, como si la rozaran con un hierro candente. Se obligó a continuar con su trabajo, terminó de cortar el pan, dejó las rebanadas en una cesta de mimbre y luego se dio la vuelta. Ahí estaba, sentado en una caja, removiendo el guiso con la cuchara sin mirarla, pero sabía que toda su atención era para ella. Una vez le dijo que no podía mirarla en presencia de los demás porque sus ojos lo delatarían. Ella recorrió la sala con la cesta del pan, cada uno cogía un pedazo, daba las gracias y seguía comiendo. Grigorij estiró el brazo despacio hacia la cesta y, al coger su rebanada, le rozó la mano. Un relámpago le recorrió el cuerpo al sentir la caricia; se le erizó el vello. ¿Cómo podía ser que un roce fugaz de su mano tuviera semejante efecto en ella? ¿Acaso era mago? ¿La había hechizado para que fuera solo suya? ¿En cuerpo y alma? ¡Ay, si fuera así…!

En aquella sala no había calefacción, se veía el vaho de la respiración y el día anterior habían salido flores de escarcha en las ventanas. Aun así, los hombres se tomaron su tiempo, disfrutaron de la pausa y la comida caliente, masticaban a conciencia, rebañaban con los restos de pan el cuenco de latón. Grigorij fue el primero en devolver el cuenco, luego salió despacio para estirar las piernas en el patio. Los vigilantes se lo permitieron, era más que improbable que huyera. Aunque consiguiera trepar por los muros de la fábrica, ¿dónde podría esconderse a plena luz del día? Todo el mundo sabía qué le ocurría a un prisionero de guerra si lo cogían tras un intento de huida.

Hanna observó a las mujeres y a los dos jóvenes vigilantes arremolinados en torno a la olla de hierro. Si quedaba un resto de potaje, se lo repartirían entre ellos. Todos estaban pendientes de no quedarse sin su parte, ninguno miraba hacia la puerta. El resto de los prisioneros rusos hacía tiempo que sabían lo que ocurría, pero no delataban a su compañero. Los tres franceses también se mantenían muy unidos.

El caldo se había terminado. Una de las dos mujeres sujetaba la tapa de la olla mientras la otra rascaba los restos con la cuchara. Hanna se dirigió hacia la salida sin prisa pero con el máximo sigilo. La puerta no chirriaba desde que, en un momento de descuido de los vigilantes, Grigorij había puesto aceite en los goznes.

Él la estaba esperando. Una mirada de aquellos ojos negros la hacía temblar por dentro. Hanna pasó por su lado hacia el cuartito de embalaje, donde se guardaban las etiquetas, los cordeles, el papel de seda, el plástico protector y otros artículos en estanterías para que nadie los utilizara sin consultar. Era asfixiante, las dos ventanas altas no se abrían casi nunca. Encima de un escritorio que había vivido tiempos mejores había montones de formularios, sellos y lápices de tinta. Antes ahí se trabajaba durante todo el día, cuando las telas Melzer se enviaban por todo el mundo. Ahora las mujeres solo embalaban por las tardes, pues la fábrica funcionaba a medio gas.

Hanna esperó con el corazón acelerado. ¿Habría ocurrido algo? ¿Un empleado, una trabajadora había cruzado el patio? Grigorij era hábil, capaz de abrir la puerta en un santiamén y colarse con ella, pero debía andarse con cuidado. Lo que hacían ahí podía costarles la vida.

Se oyó un discreto chirrido de la puerta y ahí estaba. Sonrió, con picardía y ternura, y llenó el cuartito con su presencia. Olía a aceite y carbón, a sudor masculino y a su pelo negro. Cuando se acercó a ella despacio, Hanna sintió un retortijón en el estómago.

—¡Channa!

El primer abrazo era el más bonito. Se abrazaban de una manera dura, casi dolorosa. Respirar juntos, notar el calor del otro, el latido fuerte, salvaje del corazón de Hanna. Los labios furiosos de él, la lengua que le perforaba la boca, el leve zumbido oscuro que emitía su garganta, los jadeos de su respiración. Hanna al principio no sabía qué hacer, hasta el tercer o cuarto encuentro no se atrevió a tocarlo, las mejillas barbudas, los labios, la nuca nervuda. También aquello duro y estrecho que se abría paso por el vestido hacia su vientre, le hacía daño y le dejaba moretones. Cuando ella lo tocaba, él le apartaba la mano con cuidado y la besaba para distraerla. «Aún no», le susurraba él. «Aquí no».

—Tengo un regalo, Grigorij.

Tuvo que repetir la frase dos veces. Él le había desabrochado la blusa bajo el abrigo y notó su lengua caliente en el cuello.

—¿Regalo?

—Sí, un regalo. Pero pequeño.

Sacó el paquetito del bolsillo del abrigo y se lo dio. Dentro había pan de especias que había robado en la cocina para él.

—Te lo tienes que comer hoy, por la noche os registrarán.

Él olfateó el pan y sonrió como un niño. Pan de especias. Galletas. Navidad. Roshdestvo. El nacimiento de Cristo.

—Spasibo… gracias… moiá Channa… Golubka moiá…

Tenía los ojos llorosos, aterciopelados; la envolvían como un velo oscuro. La besó en la mano, la llamó krasívaya, mílaya, málenkaya koshka… bonita, querida, mi palomita, mi gatita… Su voz era embriagadora, nadie le había hablado nunca en un tono tan cautivador ni le había dicho cosas tan maravillosas. Sabía que eran mentiras, que no era bonita ni una palomita, ni mucho menos una gatita. Aun así, no podía hacer otra cosa que dejarse llevar. Ya sería sensata más tarde, ahora quería disfrutar de esa felicidad, agarrarla con las dos manos antes de que se escapara.

—Yo también tengo podarka… «regala».

Ella se echó a reír.

—Se dice «regalo», no «regala».

Él repitió la palabra muy serio, la dijo tres veces y luego asintió, satisfecho.

—Regalo para maiá Channa.

Era incapaz de decir «Hanna», tampoco «jamón» ni «jaula». Siempre ponía una «ch» delante, por mucho que se esforzara.

—¿Tienes un regalo? ¿Para mí?

Le abrió la blusa y volvió a besarla en el cuello, en los huecos del cuello, siguió bajando y le quitó la camisa. Ella no llevaba corsé, nunca había tenido uno. Tampoco lo necesitaba, tenía los pechos pequeños y firmes, aunque a ella le parecían horribles. Los voluminosos pechos de Auguste atraían las miradas de los hombres; en cambio, con la blusa ella parecía una niña pequeña. Grigorij le había dicho que era guapa, que perdía la cabeza cuando tocaba su cuerpo. Ella se estremeció cuando él encontró los pezones y los envolvió con los labios. Luego cerró los ojos y notó la dulce insurrección de su cuerpo. Ese era el regalo que quería hacerle él. Se lo regalaba todos los días, y ella se había vuelto adicta, deseaba cosas poco inteligentes y prohibidas.

—Un regalo —dijo él a media voz, y se apartó de ella—. Solo para ti. Para Channa. Espera.

Levantó las manos y se las llevó al cuello, abrió el minúsculo cierre de una fina cadena que nunca le había visto. Se la quitó y fue a ponérsela a Hanna.

—Es plata. Serebró. De mats maiá. Mi madre. Me dio esta cadena para que pensara en ella.

Lo dijo en voz baja y muy serio. Estuvo luchando un rato con el cierre, tuvo que apartar los molestos rizos castaño oscuro de su cuello, y por fin lo consiguió. La cadena aún estaba caliente de su piel. Tenía un pequeño colgante negro, pero ella no vio qué era. Sin duda era plata, pues se había puesto muy negra.

—De… ¿de tu madre? Ay, Grigorij, ¿quieres regalarme la cadena que te dio tu madre?

Estaba tan emocionada que se le saltaron las lágrimas. ¿Estaría mintiendo? ¿Habría robado la cadena en algún sitio, o decía la verdad? Bah, daba igual, le había regalado una cadena de plata. A ella, a la pequeña Hanna, la torpe de la cocina, la chica de barrio pobre.

—Cuando termine la guerra, nos enviarán de vuelta a casa. A Rossía. Maiá ródina, mi país. Tú, Channa, venir conmigo. ¿Quieres?

Ella necesitó un momento para entenderlo. ¿A Rusia? ¿Con él? Bueno, lo seguiría a cualquier parte, a Rusia, a Siberia, iría hasta el infierno con él.

—Sí —susurró ella—. Sí, quiero ir contigo. Cuando acabe la guerra. Pero ¿cuándo será eso? A veces pienso que durará eternamente.

Grigorij le puso bien el colgante y le abrochó la blusa con cuidado. No le resultó fácil porque los botones eran muy pequeños y él tenía las manos llenas de callos de las palas de carbón.

—La guerra no es eterna. Nie vsegdá budet voiná. Cuando termine la guerra, vivimos en Petrogrado. Ciudad bonita…, mucha agua, muchos ríos…, canal…

Hanna se puso el abrigo y se arrimó a él. Era la hora, no podían quedarse más ahí, de lo contrario levantarían sospechas. Sí, le había hablado a menudo de Petrogrado, su ciudad natal. Del zar, que paraba a menudo en su palacio. Del Neva, el gran río. De sus padres, que tenían un negocio allí, aunque no había entendido cuál.

—Tu mi zhená. Mi mujer. Liubliú tibiá…, te quiero, Channa…, na vsegdá…, para siempre.

Deslizó la mano por la abertura del abrigo y acarició a través de la falda el lugar que hasta entonces ella siempre le había prohibido. Esta vez se lo permitió, sintió cómo se estremecía y entendió que corría el peligro de cometer un grave error.

«Marie. Tengo que decírselo a Marie», pensó.

Sin embargo, era imposible. Marie, la cariñosa y cuidadosa Marie, la doncella que antes se sentaba a su lado en la cocina, ya no existía. Marie se había convertido en la joven señora, que le daba consejos sensatos.

—Espera…, no… —se resistió ella—. Tenemos que irnos. ¡Tú primero, Grigorij!

Él retiró la mano con cuidado, pero la abrazó de nuevo y la arrimó hacia sí. Hanna no entendió lo que murmuraba, pero parecía un enfado desesperado por tener que afrontar todos los días aquella separación. Solo disponían de unos minutos, un momento fugaz de felicidad que tal vez un día les costaría caro a los dos.

Pero de momento ese día no había llegado. Hanna miró con cautela por la ranura de la puerta. Al ver que no había nadie en el patio hizo una señal a Grigorij, que salió disparado. Ella esperó unos minutos antes de salir del cuarto de embalaje. Aún notaba su presencia, su boca en sus mejillas, las manos sobre sus pechos. Revisó un momento su ropa, aún tenía el pulso acelerado, y el miedo a ser descubiertos ya era excesivo. Qué imprudentes eran. Qué ingenuos. Cegados de amor. ¿Qué les ocurriría si los descubrieran? A ella la despedirían, la desterrarían de la villa de las telas, la tratarían de fresca y traidora, tal vez incluso la encerrarían. ¿Y Grigorij? A él lo esperaba la horca.

Por la ranura de la puerta vio que las dos trabajadoras salían de la sala de embalaje al patio y desaparecían en la hilandería. Cuando abrieron la puerta de la nave, el estruendo de la fábrica llegó al patio, amortiguado, pero aun así odioso. Hanna conocía ese ruido de la época en que se dedicaba a atar los hilos rotos y sujetarlos en el descargador de la máquina. Por aquel entonces tenía trece años. Su madre la había colocado en la fábrica textil y ella estaba contenta de hacer novillos en el colegio y ganar así algo de dinero. Siempre había sido una niña tonta, y desde entonces no se había vuelto más lista.

«Ya liubliú tibiá», pensó mientras atravesaba el patio de regreso a la sala de embalaje. «Te quiero, Grigorij. Na vsegdá. Para siempre. Aunque nos cueste la vida».

Lituania,

diciembre de 1916

Mi dulce y querida esposa:

Por fin, por fin volveremos a vernos. Aún no me atrevo a creerlo, me parece un feliz sueño que en cualquier momento puede quedar en nada. Pero es cierto, tiene que ser cierto, porque no soportaría una decepción tan amarga por segunda vez.

Poco después de Navidad pasaré unos días en Augsburgo. Por desgracia, no será por las fiestas, es una lástima, pero no dejemos que eso enturbie nuestra felicidad. Ponte guapa para mí, amor, porque voy a ser un marido muy cumplidor que no te va a dejar ni una noche tranquila. Llevo demasiado tiempo anhelando tus abrazos, ahora casi me mareo solo de pensar que voy a sentir de nuevo tu dulce cuerpo y que serás mía.

Termino ya, antes de poner más tonterías sobre el papel, prométeme que no le vas a enseñar a nadie esta carta y que la vas a quemar de inmediato.

Diles a todos que me alegro muchísimo de volver a verlos, y dales un abrazo a nuestros pequeños. Casi me da miedo sentarlos en mis rodillas, no conocen a su padre…

Hasta que volvamos a vernos.

Tu Paul, loco de alegría.