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La espina maldita (español)

A veces la cura puede ser peor que la enfermedad. Cuando Ainelen decide unirse a La Legión, jamás pensó que eso terminaría metiéndola en un lío mayor que estar obligada a casarse de joven. Su vida, despojada de libertad y de la posibilidad de elegir un futuro, se transforma en una hazaña por mantenerse existiendo junto a un grupo de chicos.

signfer_crow · Fantasy
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78 Chs

Cap. 67 Descubriendo el velo

Holam tranquilizó su respiración. Articuló movimientos con los dedos índice y anular, luego levantó la mirada. En la vanguardia, Ezazel, el joven hombre que conduciría al equipo beta, se hallaba estoico desde que habían tomado posición en un sector de la colina, a una distancia de menos de quinientos metros de la muralla. El bosque jugaba a su favor, ocultándolos de los vigilantes de las torres.

«Ya ha pasado rato desde que se fueron», pensó Holam. ¿Por qué Ainelen fue elegida para una tarea tan peligrosa? Eso le molestaba. También le molestaba que Amatori igualmente estuviera ahí. ¿Qué le incomodaba en realidad?

No tenía una diamantina, a diferencia de esos dos. No era como si sintiera que lo dejaran atrás, aunque honestamente, sí que parecía vivir en un plano diferente.

«Me estoy volviendo cada vez más sentimental. No creo que eso me lleve a algo positivo». Se sacudió de esas ideas. Puso atención al lugar donde supuestamente el centinela daría la señal.

De pronto hubo un destello.

Al instante, Holam cambió su atención hacia Ezazel. Vamos, que se moviera ahora mismo.

—¿Se han preguntado cuantos de nosotros moriremos hoy? —soltó el comandante entre risitas. Qué estupidez. Los soldados ya estaban bastante tensos como para recibir una broma de ese tipo, y más encima de su mismo líder—. Relájense, muchachos —continuó Ezazel, volteando la mirada hacia el ejército—. No creo que las cosas vayan a ir tan mal. Por lo menos no para nosotros.

La ira que crecía dentro de Holam le hizo querer reventarle la cara de un golpe. «Cálmate. Solo tiene un sentido del humor repugnante, nada más que eso».

Entonces la orden de avance fue dada. El comandante avanzó a toda velocidad, seguido por un ejército que dejó sus dudas de lado y se lanzó a la locura de la guerra. Era una carrera silenciosa, antinatural. Tal vez era lo que Ezazel quería infundirles.

Cuando la muralla se amplió delante de sus narices, los guardias parecieron tan lentos para dar la señal de invasión, que cuando sonaron las campanas, las primeras diamantinas ya se habían activado y destellaron contra la entrada. No se tardaron en cristalizar la roca y perforar lo suficiente como para abrir un pasadizo, a través del cual los cerca de noventa soldados de la Compañía de Liberación cruzaron con frenesí.

—¡Nos invaden, necesitamos refuerzos! —gritó un guardia desde la torre más cercana. Otros corrían de aquí para allá, con rostros desorientados dentro de sus cascos plateados.

—¡¿Quiénes son?!

—¡Hijos de puta!

—¡¿Qué hace el capitán?!, ¡¿por qué nadie nos alertó?!

Holam avanzó entre la turba de soldados, observando como un espectador de honor a sus camaradas embestir contra patrullas de hombres que eran rápidamente desarmados.

La cosa aquí no era tanto la diferencia de habilidad, porque quienes defendían Alcardia tenían organización, bloqueaban las hojas enemigas, corrían, contraatacaban. El problema era que la compañía estaba formada en su mayoría por usuarios de diamantina. Entonces, veías dos armas chocar, y una de ellas brillaba y cristalizaba la otra, luego la hacía estallar y el guardia quedaba desarmado.

Lo anterior se repitió una y otra vez. Una y otra vez.

A esto no se le podía llamar una batalla. De hecho, el muchacho ni siquiera necesitó cargar contra algún enemigo, pues el trabajo se hacía solo.

¿Así, tan fácil era tomar Alcardia? Se quedó de pie, escaneando la acción que sucedía en cada rincón. Un poco más allá, en las calles lejanas, los civiles corrían entre sollozos y gritos a esconderse en sus hogares.

«¿Cuál es mi misión aquí?», pensó Holam, entrecerrando sus ojos. Vio su reflejo en la hoja de su espada. «¿Soy necesario?».

Cuando pensó eso último, escuchó los pasos ligeros de alguien aproximarse. Al voltearse hacia la dirección correspondiente, descubrió a un soldado de la Guardia punzando con una espada afilada hacia su cuello. Holam dio un paso atrás, rápidamente, golpeó con un movimiento abanicado, impactando la hoja enemiga y desviándola hacia arriba. Su intención fue desarmarlo, pero no funcionó.

—Te he visto antes —gruñó con desprecio el sujeto bajo el casco—. Todos ustedes son desertores. Malditos traidores, bastardos hijos de puta.

Era un hombre que estaba alrededor de los cuarenta años. El joven decidió en una veloz resolución; sus movimientos debían permitirle superarlo en agilidad.

Con una rápida barrida, Holam se deslizó y pateó a su rival en un pie. No importaba que llevara armadura, pues lo que determinaba su victoria sería el desbalance. El soldado cayó de espaldas sobre la calle, su armadura tintineando. Antes de que su espada fuera balanceada para atacar, el chico golpeó con brusquedad y se la arrebató de las manos, mandándola a volar hacia un lugar lejano.

El hombre se quedó temblando, sentado e incapaz de articular alguna palabra. Holam movió sus pupilas de aquí para allá, indicándole que el escenario general era desalentador para los defensores. Pareció convencerlo.

Oh. Una niña pequeña se hallaba escondida en un callejón. Lo primero que a Holam se le vino a la mente fue su hermana pequeña.

«¡Lira!», pensó. Uno de sus temores más grandes era que su madre y hermana quedaran atrapadas en el conflicto, así que corrió como un relámpago hacia donde se encontraba la pequeña.

Cuando alcanzó el callejón, fue capaz de observar a una chiquilla de vestido sencillo y cabello de honguito, hecha un ovillo detrás de un basural. Sollozaba, pronunciando ruidos demasiado bajos como para entenderlos. Tal vez llamaba a su madre.

—¡Hey! —la llamó Holam, con voz serena. Deseó tener esa tonada tan dulce con la que Ainelen parecía ablandar a la gente.

La niña lo vio con el rabillo del ojo.

—Te llevaré con tu familia. Vamos.

Al principio ella dudó, por lo que Holam hizo un esfuerzo monumental por sonreír. Fue tortuoso, aunque fuera apenas visible. La satisfacción fue enorme cuando la pequeña gateó hacia él y pudo echársela al hombro. Pesaba muy poco, creyó. Tal vez la musculatura desarrollada desde que ingresó al ejército era responsable.

—¿Mamá?, ¿podré ver a mamá? —preguntó la niña, en voz baja mientras avanzaban hacia la claridad.

—Sí.

Al regresar a la plaza, que quedaba cerca del zanjón del pozo sur, Holam tomó una decisión. Su lugar no estaba aquí. Luego de dejar a la pequeña a salvo, haría otra cosa.

Corrió, ignorando a los soldados de la compañía que se batían contra los pocos guardias aún capacitados. Había un par de soldados heridos y alguien completamente cristalizado. Estaba dentro de las posibilidades que ocurrieran desgracias como esas, lo que no quitaba la preocupación sobre cómo reaccionaría la gente del pueblo más tarde.

Vio a Ezazel un poco más lejos, subiendo las escaleras, en la plataforma donde se instalaba el mercado. Alguien yacía de pie a su encuentro. Fue entonces que Holam se alejó lo más rápido que pudo del foco de batalla principal, el cual se había ramificado hacia diferentes lugares del pueblo.

Sus ojos negros fueron testigo de la aparición de varios hombres y mujeres armados con espadas, escudos y arcos de variados diseños, brillando en azul intenso. Vestían armaduras ligeras, privilegiando la movilidad por sobre la defensa. Y esas personas, no pertenecían a la Compañía de Liberación.

******

El pasillo, cuyo techo estaba demasiado bajo para lo que se esperaría de la iglesia, yacía mayormente sumido en la oscuridad. Parecía un rectángulo con un largo exagerado. Para llegar a él, Ainelen y el resto del equipo tuvieron que pasar dos habitaciones pequeñas que se mantenían llenas de polvo y escombros. Parecía que los religiosos habían olvidado que era un acceso subterráneo y que, por ende, tenía que cuidarse minuciosamente.

A la derecha del grupo se abría un pasillo iluminado por antorchas, mientras que a la izquierda subían las escaleras. Amatori había ido por ahí y todavía no regresaba.

Ludier esperaba a unos metros por delante sosteniendo una daga ensangrentada. El cuerpo de un religioso yacía desplomado a sus pies. Le hizo una seña a Leanir para que se acercaran.

Arriba se oían voces agitadas, gritos de alerta por todos lados. De lo que se logró entender, decían que Alcardia estaba bajo ataque.

—Creo que lo logró —dijo la mujer arquera, bajando el rostro con ojos ausentes. Tenía la cara salpicada de sangre.

Leanir asintió con la cabeza.

—El primer paso está completado. Voy a llevarme a algunos para capturar a Ela Pohel.

—De acuerdo. —Ludier clavó sus pupilas en Ainelen, luego en el resto de los soldados—. Yo que tú me llevo a la chica.

Ainelen y Ludier eran las únicas mujeres de entre todo el equipo alfa, así que cuando cayó en cuenta de que se refería a ella, enarcó una ceja.

—No —refutó Leanir—. Anda con los dos curanderos. Tu labor es más importante que negarle el escape a un líder religioso.

Daga Afilada se tardó en responder, como sopesando si era una buena decisión.

—Está bien.

Siguiendo lo que se tenía planificado desde antes, Leanir tomó a un bastión, dos arqueros y dos espadachines. Cambiaba el hecho de que no llevaría curanderos, rol que jamás había quedado claro quien asumiría; si Ainelen o Zarvoc.

Amatori era uno de los espadachines que lo acompañaría, así que se reunirían en el piso superior.

El comandante de la operación se alejó con sus hombres, luego se detuvo para levantar un puño sobre su cabeza. Ludier lo imitó junto a Ainelen y los demás. Era el símbolo de victoria, y, cuando la mano se extendía y golpeaban su pecho, buena suerte.

Ahora a solas, el nuevo equipo, que constaba de once miembros, tomó el pasillo de la derecha y corrió a paso sigiloso. Vieron algunas monjas y sacerdotes evacuar hacia los niveles superiores, más nada que llamara la atención.

Las antorchas iluminaban las paredes repletas de dibujos y glifos referentes a Uolaris y sus guardianes. Los pilares ornamentados de coloración blanquecina bien hacían creer que la iglesia era más lujosa de lo que se tenía pensado. El aroma del lugar olía a algún tipo de fragancia, tal vez incienso.

El pasillo se curvó a la izquierda y luego a la derecha, entonces se encontraron con unas escaleras, descendiendo y luego volviendo a subir, al encontrarse otras más adelante.

«Hemos doblado un par de veces y a pesar de que la ruta se comprime, parece ser inmensamente larga. ¿Cuánto hay construido acá abajo?», justo cuando Ainelen pensaba eso, Ludier los hizo detenerse con un gesto de mano. ¿Qué sucedía?, ¿algún enemigo? No, el camino seguía despejado.

La comandante de trenza y aspecto esbelto palpó algo en la pared. Las yemas de sus dedos tocaban con suavidad las divisiones de la roca, como buscando algo.

—Aquí está —murmuró. Ludier puso los dedos de su mano sobre un ladrillo y los de la otra mano en uno más apartado. Empujó uno de ellos primero, luego el otro, y por último dos veces más el primero. Se escuchó un pequeño clic, a continuación, una sección de la pared se deslizó hacia un lado.

Ainelen retrocedió, poniéndose en guardia por si desde el interior asomaba un enemigo.

Nada. Avanzaron a través de la entrada a la que Ludier llamaba "cámara prohibida", lugar al cual decía no la habían dejado acceder más allá de las escaleras que próximamente verían. Y así, tal como se les informó, se descubrieron en una habitación con forma de agujero. Las escaleras habían sido construidas de un material cristalino azul, descendiendo en una pequeña espiral hasta una única puerta en el fondo.

—¿Esto es diamante azul? —Leilei dio unos golpecitos con sus nudillos al pasamanos. Era bastante particular tener a un espadachín de piel azulada. Los Azomairu habían forjado buenas amistades con los alcardianos, sin embargo, eso no significaba que estuvieran sumergidos en sus causas. Por eso mismo, cuando Leilei decidió venir con la compañía, causó gran revuelo entre ambas etnias.

—Parece serlo —Mumet, el arquero, estuvo de acuerdo.

En ese momento se escuchó un gran ruido proveniente desde arriba. ¿Una explosión?, parecido, más bien como un chirrido.

—No pierdan de vista el objetivo. Vamos —ordenó Ludier, adelantándose en bajar las escaleras. Ainelen y el resto la siguieron.

La operación se había desarrollado muy rápido, cosa que también se tenía contemplada. Era imposible que la División de Inteligencia actuara en un transcurso de tiempo tan corto, por lo que ir al grano sería lo más eficaz y eficiente. Cada instante que pasaba sería una reducción en las probabilidades del éxito. Una vez el enemigo los alcanzara, comenzaría lo feo.

Y hablando de probabilidades, un recuerdo asomó en la consciencia de Ainelen. Hace unos días le preguntó a Leanir acerca de cuan peligrosa era la misión del equipo alfa y la probabilidad de éxito, cosa a la que respondió: "honestamente, creo que es un cincuenta por ciento".

La chica descendió peldaño por peldaño con una agilidad que no esperaba tener. Sonrió. Menudo problema en el que estaba metida.

«Menos mal que no le dije a Holam sobre esto. Ah, el ruido de arriba no se detiene».