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La espina maldita (español)

A veces la cura puede ser peor que la enfermedad. Cuando Ainelen decide unirse a La Legión, jamás pensó que eso terminaría metiéndola en un lío mayor que estar obligada a casarse de joven. Su vida, despojada de libertad y de la posibilidad de elegir un futuro, se transforma en una hazaña por mantenerse existiendo junto a un grupo de chicos.

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78 Chs

Cap. 28 Eso que nos conecta

—Se abolló —dijo Danika—. Solo un poco, pero si encontramos más enemigos, no sé cuánto aguantará mi espada.

Ainelen miró a lo lejos del bosque recién amanecido. Actualmente el grupo yacía estacionado cerca de un precipicio, con un territorio que se volvía irregular hacia el norte. La llanura era reemplazada por montañas pintadas de verde y gris, una sucesión de elevaciones que se escalonaban, separadas por una depresión en medio.

No había pensado en ese tema. Dependían de sus armas para sobrevivir allí en territorios hostiles, pero estas no eran eternas. El desgaste no solo afectaba a los seres vivos. Todo poseía un ciclo, al fin y al cabo.

Para un explorador, o un legionario, por generalizar, era fácil contar con armas en buen estado. Los herreros estarían ahí para brindarles reparaciones, o si no, cambiarles su espada en mal estado por otra nueva.

El equipo no contaba con ningún tipo de ayuda, estaban desesperanzados. El colapso era solo cosa de tiempo.

Había que llegar a la Fortaleza Elartor, fuera como fuese.

Ainelen recapituló su escape desde Alcardia hasta el Valle Nocturno. Se sorprendió de que estuvieran vivos. ¿Cuánto había pasado?, ¿casi un mes?

—Nelen —murmuró Danika, sentada a su lado. Los ojos azules de la rizada, que normalmente parecían dormilones, como gritando que la vida era demasiado aburrida para ellos, ahora delataban una sombría sensación—. ¿Eso de ayer fue un humano? ¿Maté a una persona?

Ainelen dio un saltito. También se guardaba pensamientos como esos, pero lo de Amatori, sumado a que ella misma no fue quien ejecutó al no-muerto, hicieron que omitiera el tema.

—Tal vez en el pasado —respondió. Por una parte, se sintió alegre de que Danika la comenzara a llamar por su apodo.

—Ya veo. Eso es lo que hace la maldición. Entonces, si quisiéramos salir de Alcardia, terminaríamos como ellos.

Una condena que ni Oularis podía deshacer. Eran un pueblo desafortunado.

«Me pregunto si dios realmente nos quiere. Oularis, si me estás escuchando, muéstranos una luz, guíanos. No nos has abandonado, ¿cierto?», Ainelen levantó el mentón, con su frente despejada a la mitad. El flequillo se le había desparramado con el viento matutino, el cual soplaba caprichosamente desde el oeste. La grieta del cielo se desvanecía a medida que el sol ascendía.

El resto del grupo se hallaba sentado más cerca del abismo: Holam imitaba a la perfección a una estatua, mientras que Vartor se mantenía de pie, luego caminaba un poco, y entonces iba a ver a Amatori. Este último tenía la cabeza derrumbada, con su brazo izquierdo vendado.

Ainelen le había cambiado un par de veces las gazas, aunque no podría seguir haciéndolo por mucho tiempo. Los materiales comenzarían a escasear, lo que llevaba a algo mucho peor: ya casi no les quedaba agua.

Pensar que estuvieron ante un riachuelo y no fueron capaces de llenar sus recipientes. Supremo Uolaris, qué descuido.

El hambre y el cansancio se convirtieron en males crónicos, los inseparables compañeros de cada uno de los jóvenes. Por supuesto que no habían dormido nada, toda la noche la pasaron vagando sin dirección concreta. De hecho, la razón por la que subieron a una meseta fue para observar el panorama con amplitud. Ya con la salida del sol, pudieron reorientarse de nuevo.

Holam mencionó que el cambio en la geografía era prueba de que estaban yendo hacia el norte. La Fortaleza Elartor quedaba hacia el noreste, por lo que les faltaba mejorar la puntería. El mapa se había vuelto un mero instrumento especulativo, sin referencias de la ubicación exacta actual.

Intentaron avanzar hacia donde creían que los acercaría a su objetivo. Al principio las cosas iban bien, sin embargo, Amatori comenzó a sentirse mal y tuvieron que hacer una pausa.

Ainelen le inspeccionó una vez más la herida.

«No se ve tan mal, pero me preocupa», pensó. El muchacho se veía cada vez más pálido. «El maestro habló de lo peligrosas que son las infecciones. Necesito hacer un ungüento antiséptico lo antes posible. Pero, ¿cómo? Si ni siquiera he aprendido a identificar plantas».

¿Tal vez debería intentar con la diamantina?

Hizo acopio de su mejor esfuerzo y se sumergió en su consciencia, buscando algo que detonara ese poder que fluctuaba en algún lugar.

Cambio. Esa era la clave.

Mientras los chicos la apreciaban con ojos que parecían suplicarle, Ainelen se mantuvo en otro lugar. Sentía que su presencia volaba lejos de las montañas, hacia un plano diferente.

Supo que las mariposas volaban a su alrededor. Incluso estando con los párpados cerrados, lo sabía. ¿Desde cuándo era así?

¡Allí había algo!

Intentó agarrarlo, sin embargo, se le escurrió de los dedos.

—¡Oh!

Cuando volvió en sí de sopetón, la voz pacífica de Vartor le indicó a qué se debía su sorpresa. La mano que Ainelen había puesto cerca del brazo herido de Amatori, estaba desprendiendo luz de un pálido azul. Pero destelló y se hizo mil pedazos.

El joven con boca de gato bufó exasperado.

«Ha estado cerca. Sé que lo estuve. Lo intentaré de nuevo, hasta que salga». La segunda vez que Ainelen trató de usar magia, fue devuelta a ese mundo de ensueño. Estaba a las puertas todavía, aun no se le permitía ingresar.

Esta vez pudo imaginar su propio cuerpo; un circuito de millares, o quizá, de millones de venas azules, conectando con puntos en diferentes zonas. La energía fluyó, primero desde su corazón, luego otra desde su cabeza. Ambas se estrellaron, formando un azul puro. Ese mismo era el que debía conducirlo. Hacia sus manos, luego hacia afuera.

¿Funcionó?

Cuando abrió los ojos, la joven de pelo castaño notó que su mano estaba curándose de algunas magulladuras que se había hecho en los últimos días.

—¡No!, ¡no era esto lo que quería! —exclamó, frustrada.

—Hey, amiga. Estás progresando, no te desanimes —Vartor intentó consolarla.

Ainelen solo agachó la cabeza, sus labios sin ser capaces de decir palabra alguna.

Intentó una tercera vez, luego una cuarta, y luego una quinta. Fue un absoluto fracaso. Progreso había hecho, pero no sabía cuánto se demoraría en lograr curar a alguien que no fuera ella misma. Si Amatori seguía empeorando... ¿Qué sucedería a este paso?

De pronto, una ola de cansancio la golpeó de lleno. Ainelen se fue de espaldas sobre la roca.

Alguien dijo algo, preocupado. No tuvo la menor idea qué sucedió después.

«Qué rayos. Como si me importara». Ainelen cerró los ojos, su consciencia desvaneciéndose.

******

—Esto fue lo último que quedaba —dijo Danika, ofreciéndole a Ainelen el último odre con restos de agua que poseía el grupo—. Bébetelo, ¿me entendiste bien?

—Estoy bien así. Mejor que lo tome alguien con más sed que yo. ¿Y el brazo de Tori? Hay que lavar su herida.

—Admitió que tiene sed —se burló Vartor, sonriendo pícaramente.

—No te quejes. Tú estás peor que cualquiera de nosotros ahora mismo. Si te mueres, no habrá quien nos sane después —dijo Amatori, con la voz tensa. Había una arruga formándose bajo su mejilla izquierda, una expresión de desagrado. Acariciaba delicadamente una hebra de cabello cerca de su oreja.

—Ya encontraremos más agua —concluyó Holam.

Acorralada por sus compañeros, que estaban de pie en un semi círculo frente a ella, Ainelen no tuvo más opción que obedecer. Se sorprendió al darse cuenta de que se echó el odre a los labios bruscamente, bebiéndose el agua en un pestañeo.

Vartor puso un rostro infantil.

—Eres una mentirosa.

—Perdón. Por mi culpa, ya no tenemos más qué tomar.

—Y yo también soy un mentiroso. ¿O un olvidadizo? ¡Sí! Observen esto —el muchacho palote se quitó la mochila enorme que llevaba y, entonces, abrió los tirantes que sellaban la abertura superior. Asomó un odre que luego destapó, revelando agua cristalina hasta el borde—. A esto es a lo que llamo, ¡esperanza!

—¿Por qué no lo dijiste antes? Flacucho —gruñó Danika, con una mano en la cintura.

—¿No acabo de decir que me olvidé?

—¿También olvidas que te da sed?

—A veces me pasa.

—No lo puedo creer. Eres más tonto de lo que creía.

«Un tonto útil», pensó Ainelen. No, no diría eso jamás en voz alta.

Gracias a la jugada de Vartor, los siguientes dos días no fallecieron por sed. Sin embargo, fue difícil, pues repartir un odre entre cinco personas requirió de una dosificación meticulosa. Cada uno de los chicos tomaba un sorbo de agua tres veces al día.

En ese tiempo, descendieron una montaña y rodearon las estribaciones de otra. El paisaje era imponente, con picos que rompían el cielo azul manchado de blanco. En esos lugares hallaron brocamantas que volaban en un patrón de zigzag. Por alguna razón, cada vez que Danika las veía ponía una cara fea.

El hambre seguía acumulándose, pero eso no se comparaba al avance de la inminente infección del brazo de Amatori. Durante una tarde, Ainelen hizo una nueva revisión de la herida, encontrándose con una piel que se había tornado entre marrón, negra y amarillenta. Desprendía un líquido totalmente antinatural, acompañada de escamas y protuberancias de mal aspecto.

«Cada vez se hace más grande. Qué hago. Qué hago. Qué hago», pensó Ainelen, negando con la cabeza. Imaginó el dolor por el que debía estar pasando su compañero.

Estos días había estado practicando, lo que la condujo a descubrir una novedad. Durante la última vez, Ainelen ya no solo se veía a sí misma con aquellos circuitos azules que conectaban su cuerpo. Ahora también había comenzado a visualizar lo que probablemente eran árboles, plantas e insectos.

Intentó sanar a Amatori una vez más. Pudo visualizarlo a él también.

—¡Ay! —chilló de repente el muchacho, estremeciéndose por una molestia en su herida. Decía que casi no sentía su extremidad, y que lo que más lo fastidiaba era el calor que lo invadía a menudo.

No funcionó.

Al siguiente día, Ainelen practicó por la mañana, antes que todos los demás despertaran. Tenía una duda que la atormentaba: en ocasiones la curación funcionaba y en otras no.

Su propio cuerpo ya estaba sano con esas rutinas, sin embargo, lo curioso, era que la mancha de su hombro izquierdo ni siquiera había desaparecido con magia.

«Lo importante aquí es saber qué es lo que hago mal y qué hago bien. Vamos». Tragó saliva, un poco temerosa, luego procedió a hacerse un corte en la palma de su mano con el cuchillo que llevaba para emergencias.

No era algo propio de ella, y no lo hubiera hecho jamás. Aquí, la cuestión era que la vida de uno de sus camaradas estaba en juego. Había que hacerlo.

La hoja de metal trazó el corte y la sangre brotó de su mano. Ainelen soportó el dolor y cerró los ojos, entonces se mentalizó. Imaginó, aquel reino, este reino. Su propia figura, el bosque, el entorno. La maravilla creada por Oularis. Y la otra maravilla, la que ella les había otorgado.

Su herida comenzó a sanar, con las mariposas de cola espinada aleteando felizmente alrededor suyo. Ainelen se movió un poco, y entonces...

...el poder se rompió.

«...».

Corrió eufórica de vuelta al campamento que, en esta ocasión, fue levantado entre un roquerío, a los pies de una inmensa montaña que parecía tener una joroba.

—¡Tori! —gritó, parada afuera de la carpa de los chicos.

Desde el interior resonaron quejidos y gruñidos entremezclados, luego asomó la cabellera ondulada de Amatori. El joven levantó la vista y clavó la mirada en Ainelen. Sus ojos cansados y piel pálida delataron a una persona cuya vida era drenada. Hasta las mejillas se le habían hundido un poco.

—¿Enemigos?

La muchacha negó con la cabeza y dio un paso adelante, tomando la mano buena de Amatori. Lo obligó a sentarse con un gesto. Esperaba alguna oposición por parte de él, pero no hubo nada. Tuvo la impresión de que por dentro estaba desesperado.

—Te ruego que pase lo que pase, no muevas ni una fibra de tu cuerpo, ¿vale?

—Bueno —Amatori tartamudeó.

Ainelen se sentó frente a él y luego de verlo directo a los ojos, cerró los suyos. Tenía su bastón-hoz aferrado, como si se tratara de la llave que abriera una puerta firmemente bloqueada.

Aquí iba.

Una vez más, Ainelen imaginó que se veía a sí misma desde fuera. Salió de su cuerpo, notando su forma física como un circuito de luces azules que recorrían músculos y órganos. Frente a ella estaba Amatori, en el límite de lo que podía contemplar. El alcance desde ella misma, como punto central, era un radio de un metro y medio, aproximadamente. Por eso lo necesitaba muy cerca. Mas allá, todo era penumbras.

La energía fluyó. La condujo hasta sus manos, extendidas hacia la herida del muchacho. Bien, ahora que lo visualizaba pudo crear una conexión. Eso sirvió como un puente que trasladó el poder hacia el exterior, metiéndose en la piel rasgada y perforada. De alguna manera el hueso nunca fue alcanzado, había una abertura donde la lanza atravesó.

Ainelen oyó un sonido en algún rincón de su conciencia, como el de un vaso que se llenara con agua de a poco. Iba recién en un cuarto de su capacidad total.

Medio.

Tres cuartos.

Oh, la diamantina de Amatori se podía observar como una luz potente y palpitante. Por fijarse en eso, la chica casi pierde el hilo de lo que hacía. Se maldijo por lo cerca que estuvo de arruinarlo.

Cuatro cuartos. Listo.

Cuando abrió los ojos, encontró a su compañero con rostro patidifuso.

La herida desapareció sin dejar rastro alguno.

—¡Lo hiciste! —Amatori se puso de pie como un saltamontes, luego dejó salir una risa maquiavélica—. ¡Maldita sea, Nelen, lo hiciste!

La joven bajó la cabeza, un poco avergonzada.

—¡¿Por qué tanto escándalo?! —Danika asomó desde la otra carpa. El ceño fruncido fue reemplazado por una ceja enarcada.

Más tarde, todos se levantaron por el revuelo causado.

Ainelen se quedó en el suelo, quieta antes las sonrisas que sus compañeros le ofrecieron con sinceridad (excepto Holam, cuyo rostro de todos modos no parecía inexpresivo, sino reflexivo).

Supremo Uolaris, qué cansada se sentía. Pero eso no importaba, porque era feliz. Había hecho algo útil por sus compañeros por primera vez.

—Bueno, bueno —dijo Amatori, con las manos en la cintura. Había recuperado esa usual actitud engreída, lo cual era reconfortante—. Siempre es genial y peligroso irse de aventuras con amigos. Pero, también es mucho más sencillo cuando tienes a una buena curandera.

Ainelen abrió un poco los labios, sorprendida. El muchacho reaccionó a eso guiñándole un ojo.

«Qué manera tan particular de agradecerme», pensó Ainelen, satisfecha.