webnovel

Moonlight Shadow

Siempre, siempre pensaba esto, pero en esa ocasión me sentí miserable, pues no tenía fuerzas para levantarme e ir hasta el río. El tiempo pasaba como si yo masticase arena con impaciencia. Sentí que, si fuera hoy al río, Hitoshi estaría allí como en el sueño. Casi enloquecí. Parecía que iba a pudrirme.

Me levanté despacio y fui a la cocina con la intención de beber té. Tenía la garganta terriblemente seca. Veía toda la casa distorsionada por la fiebre, de una forma totalmente surrealista, y la cocina estaba oscura y fría después de que toda la familia se hubiera ido a la cama. Mareada, me preparé un té caliente y volví a mi habitación.

Después de tomarlo me sentí bastante mejor. Cuando hube apagado mi sed, pude respirar con menos dificultad. Incorporé la parte superior de mi cuerpo y descorrí las cortinas de la ventana que estaba junto al lecho.

Desde mi habitación se veía bien el portal de la casa y el jardín. Las plantas y las flores se mecían en el aire azul y se extendían, con los colores planos, como un panorama. Era bonito. Últimamente, he descubierto que todas las cosas son muy límpidas en el azul del alba. Mientras observaba la escena, vi a una persona que se acercaba por la acera de delante de la casa. Mientras iba aproximándose parpadeé varias veces, creyendo que era un sueño. Era Urara. Llevaba un vestido azul y se acercaba, mirándome sonriente. Se detuvo en el portal y dijo:

—¿Puedo entrar?

Asentí con la cabeza. Atravesó el jardín y se detuvo bajo la ventana. La abrí. El corazón me latía con fuerza.

Dijo:

—¡Qué frío!

Entró aire fresco desde el exterior y me refrescó las mejillas calientes. Era un aire transparente y delicioso.

—¿Qué te ha pasado? —le pregunté.

Sinceramente, me sentía tan contenta como una niña pequeña.

—Vengo de dar el paseo matutino. Parece que tu resfriado va mal. Toma, unas pastillas de vitamina C.

Me mostró una sonrisa transparente, sacó unos caramelos del bolsillo y me los ofreció.

—Gracias por todo —dije con voz ronca.

—Parece que tienes mucha fiebre. ¿Lo estás pasando mal, verdad? —dijo ella.

—Sí. Ni siquiera he podido ir a correr esta mañana —dije. Tenía ganas de llorar, no sé por qué.

—Eso es por el resfriado —dijo Urara con naturalidad bajando los párpados—. Ahora estás en el peor momento. Puede que sea más duro que la muerte. Pero tal vez no haya otro peor. Porque los límites de una persona no cambian. Quizá vuelvas a enfermar, y puede que te azote de nuevo un resfriado como éste, pero si eres fuerte no volverás a sufrir tanto en toda tu vida. Las cosas son así. Puedes pensar que sería un asco que volviera a ocurrir, pero ¿no crees que sería mejor hacerte a la idea de que las cosas son así? —y me miró sonriendo.

Yo abrí los ojos sin decir nada. ¿Estaría hablando simplemente del resfriado? ¿A qué se referiría?… El azul del amanecer y la fiebre hacían que todo me pareciera borroso, y yo no distinguía bien el límite entre el sueño y la realidad. Mientras Urara hablaba, simplemente tenía los ojos fijos en su flequillo mecido por el viento e iba grabando sus palabras en mi corazón.

—Entonces mañana, ¿eh? —Urara sonrió y cerró la ventana desde fuera, despacio. Salió por el portal con pasos ligeros, como si bailara.

Seguí con la mirada la figura que desaparecía flotando en mi sueño. Me alegré tanto de que viniera, al final de aquella noche penosa, que casi lloré. Hubiera querido decirle: «Estoy muy contenta de que hayas venido como una aparición a través de la neblina azul». Incluso me convencí, sin razón alguna, de que cuando despertara todo sería mejor. Y me volví a dormir.

Cuando me desperté, me di cuenta de que, al menos, el resfriado había mejorado. Ya estaba anocheciendo, había dormido mucho. Me levanté, me duché, me vestí y empecé a secarme el pelo. La fiebre había bajado y, salvo la flojedad que sentía, me encontraba bien.

«¿De verdad ha venido Urara?», pensaba envuelta en el aire caliente mientras me secaba el pelo. Parecía un sueño. «Y aquellas palabras, ¿se referían al resfriado?». Sentía que resonaban en el sueño.

Las sombras poco profundas de la cara que se reflejaba en el espejo me hicieron presentir que vendría de nuevo, como el segundo temblor de un terremoto, una noche cruel. Estaba tan cansada que no quería ni pensar. Estaba exhausta… Pero deseaba atravesar la noche, aunque fuera arrastrándome.

Sin embargo, podía respirar mejor que los días anteriores. Me amargaba la idea de que pronto llegaría una noche solitaria en la que no pudiera siquiera respirar. Sentía pánico al pensar que la vida era esto, una vez tras otra. Sin embargo, la ilusión de que existiría con certeza un momento en el que, de repente, respiraría mejor, me hacía palpitar el corazón de felicidad. A menudo, me hacía sentir feliz.

Cuando lo pensaba, pude esbozar una ligera sonrisa. La fiebre había bajado bruscamente y mis pensamientos eran los de un borracho. Entonces, de repente, alguien llamó a la puerta. Dije: «Pasa», creyendo que era mi madre y me sorprendí cuando la puerta se abrió y apareció Shu. Realmente me sorprendí.

—Tu madre dice que te ha llamado varias veces y que no has contestado —dijo Shu.

—Con el ruido del secador, no la he oído —dije. Me sentía turbada porque tenía el pelo medio mojado y sin peinar.

—He venido a verte porque, cuando he llamado, tu madre me ha dicho que estabas muy resfriada y que le parecía que tenías mucha fiebre.

Shu sonreía sin darle importancia a mi aspecto. Al decir esto, recordé que él antes solía venir a casa con Hitoshi. Los días en que había alguna festividad o de vuelta a casa después de ver un partido de béisbol. Saqué unos almohadones y nos sentamos como siempre. Era yo quien lo había olvidado.

—Es un regalo. —Shu sonrió enseñándome una bolsa grande de papel. Era tan amable que me resultó difícil decirle que ya estaba bien; casi me sentí obligada a toser—. Son sandwiches de filete de pollo, del Kentucky Fried Chicken, y el sorbete que te gusta a ti. Y Coca-Cola. También hay para mí, podemos comer juntos.

No quería pensar mucho en ello, pero él me trataba como si yo fuera de porcelana. Me avergonzaba al preguntarme a mí misma qué le habría dicho mi madre. Sin embargo, no me encontraba todavía lo bastante bien como para decirle: «¡Qué dices!, pero si ya estoy bien».

Los dos comimos sentados en el suelo y envueltos en el aire cálido de la estufa. Me di cuenta de que tenía mucho apetito y comí con gusto. Me daba la sensación de que, delante de Shu, siempre comía con gusto. Y pensé que esto era magnífico.

—Satsuki.

—¿Sí?

Estaba distraída pensando en eso, y levanté la cabeza sorprendida al oír a Shu.

—No debes adelgazar tanto, ni atormentarte sola hasta el extremo de tener fiebre. Si te sientes mal, llámame. Iremos a divertirnos, a pesar de que cada vez que te veo estás más demacrada. Comportarte como si no hubiese ocurrido nada delante de la gente es malgastar las energías. Tú y Hitoshi os queríais mucho, por eso te sientes morir. Es normal.

Lo dijo todo de golpe. Fue la primera vez que él me demostró su compasión algo infantil. Creía que era una persona más fría e indiferente, por eso sus palabras me sorprendieron y llegaron directamente a mi corazón.

—Es cierto que todavía soy joven, y no lo suficientemente fuerte como para no echarme a llorar si no llevo el vestido marinero; pero cuando uno tiene un problema, todos los hombres somos hermanos, ¿no? Yo te quiero tanto que no me importaría dormir contigo en el mismo futon.

Lo dijo con una cara tan sincera que era imposible malinterpretar sus palabras; pensé que era muy poco común y no pude ocultar una sonrisa. Le dije de todo corazón:

—Lo sé. De verdad, lo haré. Gracias, gracias de veras.

Después de irse Shu, me dormí de nuevo. Dormí tranquila y profundamente, sin soñar por primera vez después de largo tiempo gracias a la medicina para el resfriado. Fue un sueño sagrado y lleno de ilusión, como una Nochebuena de mi infancia. Cuando despertara, iría al río, donde estaría esperándome Urara, para ver ese «algo».

Antes del alba.

Mi cuerpo aún no estaba completamente bien, pero me vestí y eché a correr. Era un amanecer tan frío como si fuera a helar, y parecía que la luna estuviese inmóvil en el cielo. Al correr, mis pasos resonaban en el azul silencioso, quedaban absorbidos en secreto y desaparecían por las calles.

Urara estaba ya en el puente. Cuando llegué, sonrió con los ojos brillantes y, con las manos en los bolsillos y la cara medio tapada por la bufanda dijo:

—Buenos días.

En el cielo color índigo, unas estrellas titilaban pálida y débilmente como si fueran a desvanecerse.

Era una escena tan hermosa que casi me paralizaba. El río resonaba, fuerte, y el aire era límpido.

—Es tan azul que parece que el cuerpo vaya a disolverse en él, ¿verdad? —dijo Urara haciendo visera con una mano para que no la deslumbrara la luz.

Se veía vagamente la silueta de los árboles que se mecían al viento. El cielo se movía despacio. El claro de luna penetraba en la tenue oscuridad.

—Es la hora —la voz de Urara era tensa—. ¿Estás lista? A partir de este momento, la dimensión, el espacio y el tiempo de este lugar oscilarán y se desplazarán. A lo mejor no podremos vernos la una a la otra, aunque estemos las dos juntas, y cada una verá algo muy distinto… en la otra orilla del río. Pase lo que pase, no grites ni intentes cruzar el puente, ¿has entendido?

—OK —asentí con la cabeza.

Llegó el silencio. Yo, junto a Urara, miraba fijamente hacia la otra orilla, envuelta en el rugido del río. El corazón me palpitaba con fuerza y sentía cómo me temblaban los pies. Poco a poco, se acercaba el amanecer. El azul oscuro del cielo fue tomando una tonalidad celeste, y se oía piar a los pájaros.

Me daba la sensación de que un sonido tenue zumbaba en el interior de mi oído. Miré a mi lado y advertí sobresaltada que Urara ya no estaba conmigo. El río, yo, el cielo… y se oyó aquel sonido familiar e inolvidable.

El cascabel. Sin duda era el tintineo del cascabel de Hitoshi. El cascabel sonó débilmente en el espacio donde no había nadie. Yo, con los ojos cerrados, confirmé que aquello que sonaba al viento era el cascabel. Y, cuando miré al otro lado del río, creí enloquecer aún más. Contuve un grito a duras penas.

Hitoshi estaba allí.

Si no era un sueño ni una quimera, la figura que estaba en la otra orilla del río, de pie y mirando hacia aquí, era la de Hitoshi. El río estaba entre él y yo… Sentí una oleada de añoranza, su figura se sobrepuso a la imagen del recuerdo que guardaba en mi corazón y ambas se fundieron hasta convertirse en una.

Él me miraba entre la bruma azul del amanecer. Tenía la cara preocupada que ponía antes cuando yo hacía alguna barbaridad. Estaba mirándome fijamente, con las manos en los bolsillos. Recordé los tiempos, lejanos y cercanos, que había pasado en sus brazos. Nos mirábamos simplemente, sin hacer movimiento alguno. Sólo la luna, que iba desapareciendo, miraba la corriente fuerte del río y la larga distancia que nos separaban. El pelo y el cuello de la camisa inolvidable de Hitoshi ondeaban vagamente como en un sueño, acariciados por la brisa del río.

«Hitoshi, ¿quieres hablar conmigo? Tengo tantas ganas de hablarte… Quiero ir a tu lado y celebrar con un abrazo nuestro reencuentro». Pero, pero… se me caían las lágrimas… El destino nos había separado tan claramente, uno a cada lado del río, que ya no había nada que yo pudiera hacer. Sólo permanecer mirándolo con lágrimas en los ojos. También Hitoshi me miraba con tristeza. Pensé: «Ojalá el tiempo se detenga»… Pero todo empezó a desvanecerse lentamente cuando llegó la primera luz del alba. Hitoshi iba alejándose ante mis ojos. Ya desesperaba, cuando Hitoshi agitó la mano sonriendo. Agitó la mano muchas, muchas veces. Iba desapareciendo en la oscuridad azul. Yo también agité la mano, «Hitoshi, mi amado Hitoshi», quería grabar la línea de sus hombros y de sus brazos inolvidables en mis pupilas. Anhelaba grabarlo todo en mi memoria: el paisaje pálido, el calor de las lágrimas que se deslizaban por mis mejillas. La línea que dibujaban sus brazos formaba una silueta que se reflejó un momento en el cielo. A pesar de ello, iba desvaneciéndose y finalmente desapareció. Yo lo miraba entre las lágrimas con fijeza.

Cuando la ilusión desapareció por completo, en la orilla del río todo volvió a ser como antes. Urara estaba a mi lado. Ella, de perfil con los ojos tristes, como si tuviese el corazón destrozado, dijo:

—¿Has visto?

—Sí. Lo he visto —dije enjugándome las lágrimas.

—¿Te has emocionado?

Urara me miró, y sonrió. Mi corazón se sosegó y le devolví la sonrisa:

—Sí, me he emocionado.

Las dos estuvimos un rato en aquel lugar donde penetraba la luz y la mañana llegaba.

Urara, mientras tomábamos un café caliente en un Mister Donut[14], a primera hora de la mañana, dijo con los ojos soñolientos:

—He venido a esta ciudad pensando que quizá podría despedirme por última vez de mi novio, que murió de una forma extraña.

—¿Has podido verlo? —le pregunté.

—Sí —dijo Urara sonriendo ligeramente—. De verdad, es posible que ocurra esto cuando coinciden varias circunstancias, una vez cada cien años. No están fijados ni el lugar ni la hora. Las personas que lo conocen lo llaman «el fenómeno de Tanabata[15]», porque sólo sucede donde hay un río grande. Algunas personas no pueden verlo. Cuando reaccionan favorablemente los sentimientos del muerto y la tristeza de quien lo ha perdido, aparece en forma de ilusión, como lo que hemos visto. Para mí también ha sido la primera vez… Creo que has tenido suerte.

—… Cien años.

Yo pensé en esa baja probabilidad impredecible.

—Cuando llegué a la ciudad y fui a inspeccionar el lugar, tú estabas allí. Supe, con la intuición de un animal, que habías perdido a alguien. Por eso te invité.

La luz de la mañana se filtraba a través del cabello de Urara, que reía mientras hablaba, firme e inmóvil como una estatua.

«¿Qué clase de persona será? ¿De dónde habrá venido y adónde irá? Y ¿cómo sería la persona a quien miraba al otro lado del río?». No me atreví a preguntarle nada.

—Son dolorosas tanto la despedida como la muerte. Pero un amor del que no se piense que será el último no llega a ser ni un simple pasatiempo para una mujer —dijo Urara comiendo donuts sin darle importancia, como si hablara de trivialidades—. Por eso pienso que ha estado bien haber podido despedirse.

Y sus ojos estaban muy tristes.

—Sí, yo también lo creo —dije.

Entonces Urara entornó ligeramente los ojos ante la luz del sol.

Hitoshi agitando la mano. Era una escena tan dolorosa como si un rayo de luz atravesara mi corazón. Todavía no sabía si había sido realmente bueno o malo. De momento, sólo me dolía el corazón. Sentía tanta angustia que casi no podía respirar.

Pero, sin embargo, al mirar a Urara, que en aquel momento estaba sonriendo ante mí, y entre el suave aroma del café, sentí vivamente que estaba cerca de «algo». La ventana se estremecía por el viento. Con certeza este sentimiento pasaría por más que fijara la mirada y abriese el corazón, como cuando había visto a Hitoshi. Ese «algo» brillaba con fuerza en la oscuridad, como el sol, y yo atravesaba las tinieblas a una velocidad de vértigo. La bendición caía sobre mí como un salmo, y yo rogaba: «Quiero ser más fuerte».

—Y ahora, ¿te irás de nuevo? —le pregunté a la salida del Mister Donut.

—Sí. —Ella sonrió y me cogió la mano—. Volveremos a vernos algún día. No olvidaré tu número de teléfono.

Y se alejó mezclándose con la multitud. Mientras la seguía con la mirada, pensé: «Yo tampoco te olvidaré. Me has dado mucho».

—La he visto —dijo Shu.

Me lo dijo cuando fui a visitarlo a mi antigua escuela, a la hora del descanso del mediodía, para darle, con algún retraso, el regalo de su cumpleaños. Vino corriendo hacia mí, que lo esperaba mirando a los alumnos que corrían por el campo de deporte, y me sorprendió ver que no llevaba el traje marinero. Lo dijo nada más sentarse a mi lado.

—¿Qué? —dije.

—A Yumiko —dijo.

Me dio un vuelco el corazón. Los alumnos con ropa de deporte pasaron de nuevo delante de nosotros, levantando una nube de polvo.

—Fue anteayer por la mañana —siguió—. Tal vez fue un sueño. Estaba medio dormido y, de repente, se abrió la puerta y entró Yumiko. Entró con tanta naturalidad que olvidé que estaba muerta. Yo dije: «¿Yumiko?». Ella dijo: «Chsss…», posando el dedo índice sobre sus labios, y sonrió… A lo mejor era un sueño. Luego, abrió el armario de mi habitación, sacó cuidadosamente el vestido marinero y se fue, llevándoselo entre los brazos. Me dijo: «Bye, bye» con una sonrisa, agitando la mano. Yo no sabía qué hacer y volví a dormirme. ¿Habrá sido un sueño? Pero el vestido marinero, por la mañana, ya no estaba allí. Lo he buscado por todas partes. Lloré sin darme cuenta.

—Ya… —dije.

Es probable que la orilla del río no fuera el único lugar donde había sucedido aquello. Pero ya no había manera de saberlo, porque Urara ya no estaba allí. Sin embargo, él estaba tan tranquilo como si no le hubiese ocurrido nada. Pensé: «Puede que sea una persona extraordinaria. Quizás atrajo hacia sí aquel fenómeno que sólo sucedía en el río».

—¿Estaré loco? —dijo Shu bromeando.

En la tarde de primavera bañada por los débiles rayos de sol, llegaba desde la escuela el murmullo del descanso del mediodía. Mientras le daba el disco de regalo, le dije riendo:

—En este caso, te recomiendo hacer jogging.

Shu también se rio. Reímos y reímos dentro de la luz.

Quiero ser feliz. Me cautiva más un puñado de oro en polvo que el esfuerzo de seguir excavando en el río durante largo tiempo. Y pienso que estaría bien que las personas a las que amo fueran más felices de lo que son ahora.

Hitoshi.

Yo ya no podré estar aquí. Voy hacia delante a cada instante. No hay más remedio, es el flujo del tiempo que no puede detenerse. Seguiré.

Termina una caravana y empieza otra. Habrá personas a quienes encontraré de nuevo. También habrá otras a quienes no veré jamás. Las que se van sin que yo lo sepa, las que simplemente se cruzan conmigo. Siento que soy cada vez más pura, intercambiando saludos con los demás. Debo vivir mirando cómo fluye el río.

Ruego con todo mi corazón que sólo la imagen de una Satsuki joven permanezca siempre a tu lado.

Gracias por decirme adiós con la mano. Gracias por decirme adiós con la mano, muchas, muchas veces.