7 Ay profesor ¡me haces igual que mi papá!

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Entré al colegio disimulando muy bien lo que llevaba en una bolsa, porque si un docente llega al colegio con un vistoso regalo, envuelto en brillante papel adornado con corazoncitos rojos sobre fondo dorado y un enorme moño rojo sangre, pues todos iban a estar preguntando. Por eso lo oculté en una gran bolsa para basura. Llegué al laboratorio de química, donde me esperaba Luisa. Le había dicho que aguardara mientras traía el regalo del carro y ella se quedó congelada mientras yo volvía, adorablemente sentada con las manos unidas en el regazo.

—Profe, pero con motivo ¿de qué?

—Tómalo como regalo de cumpleaños, pues.

—0k, pero, del próximo o del que pasó, porque están igual de lejos… —rió ella.

—Del qué pasó —repuse de mala gana.

—Bueno, entonces cuando cumpla los 13, me das un regalo ¡pero a tiempo! —bromeó.

Agarró el paquete y lo puso sobre la mesa para destaparlo y al sacarlo de la bolsa de basura, se deslumbró.

—¡Tan lindo! —gritó— ¿Usted lo envolvió, profe?

—No, obvio no. Ábrelo.

A los pocos segundos, había sobre el mesón del laboratorio una caja con su tapa al lado y hojas de papel mantequilla abriéndose desde su interior. Luisa estaba petrificada ante el regalo que sostenía en sus manos: Un par de sandalias Gucci de cuero blanco, para la rumba en el verano. Luisa no sabía si mirarme a mí o a las sandalias. Como fuera, al cabo de un segundo saltó sobre mí para abrazarme. El tamaño y el aspecto del paquete habían impactado sus ojos, pero el contenido le había sacudido el alma. Luisa me besó muy cerca de los labios.

—¡Están divinas profe!

Yo no sabía mucho de moda femenina, pero no obstante sabía por dónde atacar, porque ella sí que sabía. Cuando se es profesor, se llega a conocer los chicos, tan fácil como leer un libro; y peor aún, si uno sabe manejar la psicología. Las sandalias acababan de abrir en ella una puerta delante de la que estaba hacía rato y a la que se quería acercar, pero que seguía inalcanzable por sus patrones familiares. Dicho de forma sencilla, esas sandalias sensuales —y que me habían costado casi un salario— le indicaban que yo la veía como una mujer. Mi interés era, dicho bruscamente, comprar el culo de Luisa, que era sin miedo a exagerar, la cosa más deliciosa que había en toda la población estudiantil. Llevaba fantaseando con su exquisito trasero por casi un año, sin animarme a hacer mis sueños realidad, hasta que la confianza y el coqueteo adquirieron irresistibles tonos.

—Pero ¿yo qué le digo a mi mamá?

—No te preocupes —respondí de un sobre-seguro respingo—, dile la verdad, que yo te las obsequié. Ella ya sabe, incluso le pedí permiso.

En verdad era pan comido. Inventé que un amigo contrabandeaba la marca y que por un ajuste amigable de cuentas le encargué un par de artículos. Usaría el regalo para Luisa como achaque para avanzar en terreno con su madre, que también me gustaba y tenía los mismos 35 años míos.

Luisa era un bombón, una chica con una feminidad que a cualquier hombre normal no le pasa desapercibida. Su cuerpo era poderosamente provocativo, tenía cuerpo de mujer, no como el de sus compañeras, que —aunque también eran hermosas y yo las adoraba— eran delgados y enclenques. Luisa tenía cuerpo de deportista. Además, tenía una mata de pelo que le llegaba hasta la cintura como una lenta cascada de petróleo, de tal frondosidad que producía feromonas como una bomba.

Su rostro no era menos encantador. Los pómulos estaban perfectamente subidos en su lugar, producto de un sin número de satisfacciones, sosteniendo unos ojos que por alguna razón que no entiendo bien, parecían más redondos y reflectivos de lo normal. La boquita se le abría pequeñita en medio de los saludables cachetes, solo lo suficiente para señorear su bien alineada dentadura. Dicho eso, habiendo dejado en claro que Luisa era algo muy cercano a un ángel, les hablaré de su mayor atributo: Su culo. Ahhh su culito. Ahora que estoy aquí presionando las teclas para contarles después de varios años, me muerdo los labios y me caliento.

Mi obsesión nació un día de brujas, en que la mujercita se disfrazó de bruja. Se puso zapatos altos, pantymedias de fina lana y sobre ellas, apenas un velillo que hacía de falda. Perdí mucha de mi autonomía ese día, porque la lujuria tenía el control. Quería pasarme todo el día al pie de ella o al menos cerca, y no perderme del espectáculo de sus nalgas estirando las hebras de su pantymedia, y creando un efecto claro-oscuro que acentuaba la redondez de sus glúteos. Estoy seguro que otros profesores, hombres e incluso algunas mujeres, estaban en estado de excitación por Luisita. Irónicamente, la histeria que ha flotado por décadas alrededor de las menores, ha tenido un efecto opuesto al deseado. En vez de cubrir a las niñas, se les da vía libre, suponiendo que son los hombres quienes cargan por sí solos con la responsabilidad de 'controlarse'. Por ese principio ilógico, las menores han andado en las calles y en los medios cada vez más provocativas, cargando más el interés por lo prohibido. Bueno, no voy a ahondar en eso en un relato erótico ¡mi intención es que pasen una buena paja, no hacer activismo!

Las nalgas de Luisita, tan firmes, paraditas, apretaditas, tan grandes… pasé ese maldito Halloween con el corazón a mil y el pantaloncillo mojado, además de una jaqueca a causa de mi esfuerzo por que mis ojos absorbieran más luz y verle aún mejor el culito a través del velillo. Me contuve de hacerme la paja por aquella molesta realidad: Que es adictiva y genera conformismo. Me propuse a conquistar a Luisa y pegarle su culeada.

Al menos seis meses después, Luisa y yo éramos íntimos amigos. Luisa me contaba todo, jugábamos con frecuencia, nos habíamos dado algunos besitos y le había acariciado la cola varias veces. La primera vez que la toqué fue en medio de un juego, simplemente la palmoteé. Como su reacción fue tan favorable, de ahí en adelante nos abrazábamos mucho. Ya no había barrera en el contacto físico. Me encantaba sacarla de clases y llevármela al laboratorio a que me ayudara con cualquier cosa. Muchas veces, el pretexto era la calificación de las evaluaciones de sus compañeros y subir las notas al sistema, lo cual le encantaba. Y a mí también, porque, las primeras veces la sentaba muy pegadita a mí para echarle mano y las últimas veces la sentaba encima de mí. Ella siempre hacía su trabajo mientras yo la manoseaba. Pero un día me sentí que la fase de solo tocar ya estaba poniéndose larga y que tenía que hundir el acelerador.

Bendita profesión la mía. Solo se le comparan otros profesores, de otras áreas, especialmente los de deportes, música y danzas. En los colegios decentemente diseñados arquitectónicamente para ser tales, los laboratorios de biología y química, están aislados del resto de edificios del campus, por cuestión de seguridad, por la emisión de contaminantes. Los de música y danzas también, por el ruido. Y los almacenes de material deportivo siempre son de acceso exclusivo del profesor de educación física. Por eso, los laboratorios de bioquímica, los pisos de danza, los salones de ensayos de música y las bodegas deportivas, son santuarios para el sexo prohibido.

Suspiro al recordar mi laboratorio y todos los culitos que saboreé allí. Bastaba con programar una práctica con luminol o con cualquier reactivo fotolábil para hacer oscurecer el laboratorio y tener la debida privacidad. Así que, ese maravilloso día, los ventanales del laboratorio estaban cegados por las persianas que la gentil junta de padres mandó comprar, pues se habían cansado de ver bolsas de basura pegadas con cinta adhesiva. Yo no podía quejarme de nada.

—Me quedan perfectos —sonrió Luisita.

Se había quitado las medias y había subido cada pie en una de las butacas altas del laboratorio y se había probado las sandalias. Cuando cambió de pie, se levantó el faldón, queriendo visualizarse en short. Yo ya estaba como un cañón de la segunda guerra y las pulsaciones me empezaban en el perineo y me subían amplificadas al corazón. Luisa se contoneaba, se miraba a sí misma, primero por la derecha, luego por la izquierda, con el faldón subido. Que piernas mamasita ¡qué blancura! Cuando ella se dio la vuelta, no resistí más. Se hincó para recargarse sobre el mesón y volteó a verme. Levantó un pie. Con la otra mano seguía recogiéndose la jardinera, que estaba hecha un moño gigante sobre aquello que yo más quería de ella: Su cola.

—¡Me gustaron mucho, profe!

Yo aparté la butaca que se interponía y me arrodillé tras ella. Puse mis manos en sus tobillos y las deslicé hasta la parte alta de sus muslos. Qué piel tan hipnóticamente lisa. Luisa aspiró una bocanada de aire y dejó caer la falda. Pero ya era demasiado tarde. Para detenerme, tendría que haber entrado alguien y asesinarme, después de pelear. Además, la caída de la falda solo me excitó más, ya que arrojó sobre mi cara un hálito divino lleno de olor a su piel e intimidad. Mi cabeza quedó atrapada bajo su falda. Le empecé a dar frenéticos besos en la base de las nalgas. Ella no se resistía, por el contrario, danzaba. Estaba dibujando círculos con la cola. De repente arrojó con fuerza el aliento que había aspirado y con voz deliciosamente ahogada, dijo:

—Ay, profe ¡me haces igual que mi papá…!

Contra todo pronóstico, en medio del frenesí, había una o dos neuronas en mí que podían razonar, porque recuerdo haber pensado "con razón es tan dócil" y "no culpo al man, no lo culpo". Arrojé su falda sobre la espalda de Luisa. No me esperaba que tuviera Panties tan sexies. No, nunca le había subido la falda, hasta ese hermoso día. Llevaba panties blancos muy finos. Consistían en una tanga blanca que completaba el cachetero con malla. Mi única reacción fue congelarme momentáneamente y dar un resoplido.

—Te gusta sentirte fatal ¿no? —pregunté.

—Mi papá me compra estos cucos y por las tardes revisa que me los haya puesto.

Tal parece que después de todo sí había un sujeto más afortunado que yo en el planeta. Le besé las nalgas y lamí en medio de ellas. Me encantó la textura de la tela de su panty. Jugueteé con ella unos minutos, usando mucho más mi cara que mis manos. Estaba irresistible con esos calzones tan bien entallados. Pero al fin, se los bajé.

El culo de Luisa: La mayor gloria de la creación ahí, a centímetros de mi cara. Metí mi rostro y aspiré como aquella noche en Cartagena aspirando cocaína. El aroma llenó mi boca, mis pulmones y electrocutó mi cerebro. Un delicioso popurrí entre jabón de baño, lavanda de ropa, telas bien cuidadas y lo mejor de todo: Puro culo. Sin más qué decir: Culo. Ese mismo culo que me obsesionó en Halloween, que tanto hubiera querido catar y explorar ese día. Una sorbida más: Metí la boca y la nariz entre sus nalgas y aspiré con tal fuerza que me dolieron los senos nasales. Pero valía la pena el manjar. De todos los olores que el olfato de un hombre perciba en el transcurso de una vida, el del culo de una hermosa colegiala de séptimo grado tiene que ocupar un lugar privilegiado.

—A ustedes los hombres ¿por qué les gusta tanto la cola? —volteó la carita para preguntar.

—No estoy seguro, pero la tuya es… deliciosa.

Y empecé a comerle el ano. Chupaba como un crío. Los gemiditos de ella, de esos que son fuguitas involuntarias de aire, me indicaron que le estaba gustado. Y a mí, estaba enloqueciéndome. Abría y cerraba la mandíbula para reforzar la forma de chupa que hacía con mis labios. Succionaba con locura, qué culo tan rico. Los gemidos de Luisa aumentaron en intensidad y hasta hizo algo de fuerza contra el mesón para darme más. Abracé sus piernas y metí la cara con más fuerza y le metí la lengua bien hondo. En mi experiencia, al darle lengua por el culo a una mujer, se sabe muy fácil si la enculan con frecuencia o no. Cuando no, no importa cuánto ni con qué tanta fuerza mandes la lengua. Lo único que consigues es empujar el agujerito, aún cerrado. Pero cuando a la nena sí le hacen el anal, la abertura cede y la lengua entra. Pues, a mi Luisita le entró. Ese bello culo que exhibió por todo el colegio en el Halloween pasado, al fin estaba en mi boca. Y de ese ano con el que tanto fantaseé, ahora conocía su saborcito ácido y seco. Aunque ya me dolía la base de la lengua, quise hacerle unas buenas repetidas para lengüetearla bien y que sintiera rico. Veinte segundos más, diez más… saqué la boca de entre sus nalgas y dimos al unísono un respingo. Me puse de pie y ella se enderezó. La abracé.

—¿Qué más te hace tu papá?

—Me lo mete.

—¿Te lo hace y te gusta?

Ella asintió lamiéndose los labios.

— Y ¿qué te dice cuando te lo hace?

—Que gracias y que me ama.

—Y ¿qué más te hace?

—Mi papá me lo hace todo por la cola.

—Uff, lo entiendo —mascullé—. También quiero que me des tu cola.

Luisa hizo un gesto de no entender y respondió con lo obvio:

—Ahí la tienes, profe —y se volvió a poner.

Me bajé los pantalones y luego los bóxer. El lugar donde hacía presión mi glande, estaba delatado por un círculo prominente de humedad. Le lubriqué la argollita con mi saliva y… ¡A culiar! Se lo inserté, empujé, un centímetro, otro más, pasó lo más grande, el cabezón, el resto sería pan comido…

—Uhy, hasta ahí profe —se quejó ella, deteniéndome con la mano.

Al perecer yo lo tenía más largo que el papá de ella. Quise ver todo nuestro cuadro, para regodearme en mi éxito de tener enculada a Luisa. Qué ganas tan grandes de empujar más… Se lo tenía que meter todo. Ella tensionaba el dorso e intentaba mirar para atrás, como si ingenuamente esperara ver el coito. Se mordía los labios, estaba gozando. "No, yo no me conformo con tan poco" pensé y se lo volví a sacar gentilmente.

—¿Qué pasó profe?

—Mira.

Me apunté a ensalivarle ese culo como una mamá gata. Luego le pedí que me escupiera la verga todo lo que pudiera, hasta que se le secara la boca. Ella obedeció muy contenta. Después la volteé, volví a apuntarle… cabezón adentro, qué ano tan rico, dos, tres, cuatro centímetros, cinco, seis…

—¡Ashh, profe!

—No, mi diosa divina, va todo, hermosa, todo… seguí empujando y ella gritó. Me hinqué para besarla en las mejillas y el cuello.

—Va todo mi vida, todo… —agregué.

empujé aún más y ella volvió a gritar.

—¡Ya casi! —gruñí.

Un grito más y ¡al fin! La perfecta redondez de sus nalgas estaba aplastándose contra mi pubis. ¡Qué enculada tan brutal! Su recto se sentía calientito y contento. Ella ondeaba su torso y se tapaba la boca con la mano para ahogar los gemidos. En cuanto a mí, me sentía en la gloria más irracional. Se sentía calientísimo y apretado y para rematar, ella hacía unas pulsaciones, al sol de hoy ignoro si voluntarias o no; que me llevaron al cielo en cuerpo y alma. Se había iniciado la cuenta regresiva para el diluvio de semen. Pero ¿tan rápido? ¿Tan rica estaba Luisa que me haría ver como un novato? Los ojos se me apagaron y desenfocaron. No pude más sino cerrarlos y así seguir bombeando. Puedo deducir que yo tenía los labios erectos y la cara pasmada y le daba por el culito a Luisa mientras tensionaba el ceño. Fue una culeada mística, con poco decir. Estar dentro de un culo después de tanto desearlo es como devorarse el paraíso, sobre todo por el hecho de ser un culo prohibido. La prohibida colita de mi Luisa.

Pues… nada. A echar el semen. Empecé a gemir guturalmente mientras mi próstata enloquecida iba y venía y le llenaba la colita de leche a mi alumna. Abrí los ojos, aunque no enfocaban nada. Parecía bajo el efecto de una sobredosis. Terminé. Acerqué mi pecho a su espalda y la besé. Luego le estrujé las tetecitas que ya empezaban a brotar en ella. Ambos jadeábamos y tratábamos de recuperar el aire. Lo empecé a sacar.

—Mammassita —dije con lengua de trapo.

En el segundo siguiente estábamos ambos abrazados en el piso. Noté de inmediato que era a lo que estaba ella acostumbrada y no le negué ni un ápice de cariño. No obstante ella se sostenía el orto con la palma de la mano. La besé en la cabeza y toda la cara para que se sintiera acompañada. Todavía tenía los calzones en las rodillas y empezó a quitárselos.

—No se me pueden ensuciar —dijo con un hilo de voz.

—¿Te vas a ir a clase sin cucos?

Ella pensó por unos segundos y luego dijo:

—Lo que pasa es que eso siempre queda goteando harto rato y… me toca sacármelo todo. ¿Me ayudas, profe?

—Claro, preciosa.

Se puso de pie y cogió de su morral un pedazo de papel higiénico. Entonces me acercó el culo a la cara. Empezó a dedearse, no sin dejar escapar varios gemidos de impresión. Poco a poco, los dedos se le llenaron de chorreaduras de semen espeso.

—Pon el papel, por fa —dijo.

Recogimos toda mi venida en poco menos de un minuto. El problema era que, verla cagando mi leche tan de cerca, con las nalgas coloradas y agradecidas, me hizo dar ganas de más. A lado había ya unas cinco bolas de papel higiénico empapadas en mi proteína. Luisa usó un último pedazo para limpiarse bien la hendidura y la base de las piernas. Luego se abrió las nalgas.

—¿Todavía escurre? —me preguntó adorablemente.

—No, muñeca.

Antes de que cerrara, estiré el cuello y le besé su precioso ano con una ternura descomunal. El beso sonó en todo el laboratorio. Ella volteó y bajó la mirada sonriéndome.

—¿POR QUÉ LES GUSTA TANTO LA COLA? —interrogó.

Descansamos un minuto más. La dejé suspirar en mi pecho mientras le acariciaba los brazos y las manos.

—No se te olvide ponerte los cucos —le dije.

Con lentitud cinematográfica, nos pusimos de pie y ella se arregló el cabello y se puso los calzones. Cuando terminó de ponérselos, se los subió bien, de un tirón a cada lado. Verla con la falda atorada en sus muñecas ajustándose bien esos sensuales panties, me hizo estar seguro de que yo quería más. La abracé y asomé mi cabeza detrás de ella. Le alcé la falda y le contemplé ese culazaso en esa media malla blanca, bien apretado y relleno. Se lo amasé con mucha hambre. Puse mis labios en su cuello y en medio del beso le dije:

—Tienes el mejor culo que haya visto. Me excitas muchísimo.

—Profe, me lo acabas de hacer y ¿quieres más?

Yo no contesté, sino que seguí meneándome con ella, amasando sus nalgas a dos manos y sintiendo mi pene encañonarse una vez más. La garganta de luisa se debilitó otra vez y liberó algunos gemiditos de gusto.

—Házmelo por delante —susurró.

—Pero tú eres virgen, mi amor…

—Sí y quiero que seas tú…

Yo era un profe feliz. Y ese nuevo día sería todavía más dichoso. Pues mi querida Luisa había sido la única en perder matemáticas. Yo no era el de matemáticas, sino que ese profesor, aprovechó que solo una niña le había perdido para pedirme el favor que vigilara su examen de recuperación mientras él hacía otras cosas. Como esa niña era mi Luisa, pues yo ¡Encantado! Quedarme en un salón solo con ella: ¿Dónde firmo?

Nuestro primer encuentro, que les relaté por ahí, había sucedido hacía un par de meses. Después de eso, Luisita y yo éramos novios no declarados. Nos besábamos por ahí a escondidas y también, yo me la pasaba manoseándola. Estaba enamorado perdidamente de ella. Sí, de su rostro de niña mimada, pero también de su culo de patinadora. Qué placeres me había dado aquél par de nalgas apretaditas, blancas y redonditas. Sí, yo era un profesor que se comía una niña de doce años, de séptimo. Eso existe, y más de lo que creen. Que hagan la vista gorda a algo no hace desaparecer ese algo.

Para colmo, recuerden que yo no era el número 1 de Luisa, sino ¡su padre! Él fue el primero en disfrutar de ese precioso y prematuramente desarrollado culo de pre-adolescente. Y lo seguía haciendo, según sabía yo. A mi basta colección de fetiches se había sumado el que Luisa me detallara con lujo cómo se la cogía el papá, qué cosas le hacía y qué le decía. Un día ella se puso a contarme, mientras me acompañaba en una vigilancia durante un descanso, y nos tuvimos qué sentar en una escalera para que yo pudiera dedearle la vagina con mi brazo oculto bajo su chaqueta y su faldón, pues su relato me calentó sin control. Yo quería llevármela a un salón a cogérmela bien pero ese día simplemente no se pudo, así que, para el día de su examen de recuperación de matemáticas, yo estaba ardiendo en deseos de hacerle el amor a mi Luisita.

Pues bien, entramos al salón donde la rectora nos puso. La señora era una mujer con más masculinidad que yo (ja-ja). Hasta daba miedo.

—Háganse acá —dijo, mientras retiraba unos carteles de la mesa que habían dejado otras profesoras—. Dígame Luisa ¿La mesa está muy bajita? Porque si está muy bajita para usted, pues puede ir a traer una de la oficina. Pero tiene que ir a traerla.

La rectora lo decía porque ése precisamente era un salón de niños pequeños, y las mesas y sillas eran chiquitas. Antes de responder, Luisa hizo una prueba: Se agachó para evaluar la altura de la mesa, haciendo el amague de escribir. Pero lo hizo sin sentarse, por lo que estiró las piernas y sacó la cola. Su faldita gris se elevó bastante por la parte trasera de sus muslos, que como sabrán, eran robustos y deliciosos. Me tocó apretar los puños para no torcer el cuello y no babear. Faltaba un centímetro, máximo uno y medio para que se le viera el principio de la colita, que me gustaba tanto. "Puta rectora, ya váyase" pensé.

—No, profe, yo puedo en esta mesa —respondió Luisa.

—Correcto. El profesor Christian te va a acompañar durante tu examen. Él tiene todas las indicaciones.

Cuando dijo eso, yo me estaba imaginando que Luisita y yo estábamos completamente desnudos sobre la mesa, terminando de hacerlo. Ella estaba de rodillas delante de mí, chupándose los dedos llenos de mi esperma. Y yo, sujetándome la pija recién vaciada delante de su hermosísimo rostro. Ella tendría salpicaduras de semen hasta en el cabello a los lados de la cara, que estaría rojita y empapada de sudor. Sus senitos respingones, sin un milímetro de masa que hubiere cedido todavía a la gravedad, estarían con los pezones brotados y venitas al rededor. Yo, todavía estaría exprimiéndome el miembro a ver si le daba una última gota de leche a mi amada Luisa. Pero como no salía, decidí castigar mi pene, azotándolo contra nada menos que la frente y las mejillas de ella. Luisa respondería con una adorable sonrisa de asombro y regocijo. "Yo te hago todo más rico que tu papi ¿cierto?" le decía yo.

—Profe Christian —La rectora tronó los dedos delante de mi cara —¿En qué piensa? Le estoy diciendo que el tiempo está por empezar.

Yo sacudí la cabeza, terminando mi bella fantasía abruptamente.

—Sí señora. Perdón —interpreté una hipócrita vergüenza.

—Bueno, los dejo. Buena Suerte, niña Luisa —dijo, y se retiró.

—Toma tu examen, mi amor —le extendí el folleto a Luisa—. Yo obvio no sé tantas matemáticas como el profe Camilo, pero te voy a ayudar en lo que sepa.

—Ay, tan divino, profe Christian —sonrió adorablemente, casi pegando una oreja a un hombro.

Yo me lancé sobre ella y la besé con locura. Le chupe la comisura de la boca y ella metió su lengua en mi boca y se la chupé un poco. También le planté una palmada en un glúteo. ¿Qué había hecho yo para vivir el paraíso? No sé.

Me senté en la mesa y abrimos su examen. Estaba fácil: Eran in-ecuaciones. ¡Lotería! Podía ayudarla muy bien y que me compensara deliciosamente.

—Preciosa: Esto es sobre desigualdades. Dime ¿Cómo te fue en ecuaciones?

—¡Bien! Saqué 8,5. Pero los días que el profe Camilo explicó esto, yo no vine, y después no pude ponerme al día.

—Luisita hermosa, esto es casi la misma vaina. La única diferencia es que al despejar una ecuación, obtienes un número y al despejar una in-ecuación, obtienes un conjunto de valores.

—Ella frunció el ceño sin entender.

—Tú despeja como sabes, divina, que cuando llegues al final, te digo cómo expresar la respuesta. No te dejes intimidar por ese signo de '<'. ¡Dale! —le dije, y le di espacio.< p>

Ella se iba a sentar, pero se lo impedí.

—Trabaja sin sentarte mi niña.

—¿Por qué? —pero ni bien terminó de peguntar y ella sola supuso la razón.

Entonces volvió a doblarse sobe la mesita, sacando cola y estirando las piernotas. Hasta se contoneó un poco para mí. ¡Uff, qué espectáculo! Quería agarrarla y darle, pero también quería que hiciera su examen. Así es el amor.

Luisa siguió en lo suyo, hasta se concentró y se olvidó de danzar para mí. Yo estaba sentado en una de las butaquitas de los niños, detrás de ella. A veces no aguantaba y me doblaba para verla por debajo. ¡Pero qué pedazo de culo! Yo le había dado besos a Luisa en su ano tibiecito y mojado en mis jugos, pero verla por debajo de la falda seguía siendo una bomba para mí. Cómo la curvatura se acentuaba severamente al terminar su pierna e iniciar su nalga, y cómo los hilos de su pantymedia azul se estiraban. El tejido se abría y ganaba claridad para ver su piel y su panty blanco. Ah, y su papá le seguía comprando calzas muy sensuales, para su propio deleite.

—Ya vengo, mi Diosa hermosa.

—¿A dónde vas profe?

Iba al baño a echarme agua. Definitivamente estaba a una media hora de cogérmela, pero no iba a ser tan cabrón de cogérmela antes que terminara su examen y hacérselo perder. Al minuto volví, más tranquilo.

—¡Listo profe!

—A ver, mi vida —le revisé la hoja.

Todo estaba bien.

—Mira entonces: Lee tu respuesta. X es menor a 5/4, o sea que la respuesta ¿es 5/4?

—¡No! Es cualquier número menor, pero no 5/4… creo —me miró con interrogación.

La besé en la boca y le dije:

—¡Correcto! —A continuación le enseñé a graficar la respuesta.

Veinte minutos después, solo faltaba un ejercicio, pero la mente se me pudrió. Se me ocurrió que sería muy pervertido hacerle sexo anal mientras ella hacía un ejercicio de matemáticas.

—Yo sé que puedes hacer el último tú sola —dije.

—Ay ¿te vas? —me preguntó con pesadumbre.

—No, pero voy a estar muy ocupado —le dije, mientras metía la mano bajo su falda.

Le empecé a sobar la entrepierna. ¡Qué sabrosa panocha tibiecita, bien apretada en esa malla de colegial!

—Ay, profe… —dijo ya con la voz mojadita.

Inclusive aflojó y apretó las piernas con mi mano en medio, para calentarme más. Me puse de pie e iba a desenfundar. Cambié de mano, y una me la puse en la bragueta y la otra bajo su falda, acariciándole toda la cola.

—No te distraigas, termina tu examen —le indiqué.

—Sí señor —repuso de mala gana.

Mi bragueta ya iba a la mitad y con mi dedo medio hacía un montón de presión sobre su vagina, desde atrás. Pero sonó la puerta del salón. "¡Mierda!" salté como un gato y caí en la esquina. Luisa no tuvo qué hacer nada, pues su falda cayó y ella quedó como se suponía.

—¿Y por qué no se sienta, Luisa? —preguntó la rectora, que acababa de aparecer como una redada.

—Así estoy bien, profe.

Yo me puse un libro encima del bulto agrandado, que estaba bien agrandado, casi estaba por salirse solo.

—Profe, qué pena abusar de usted. Hay dos niñas de octavo que van a presentar examen de recuperación de matemáticas. Vigílelas usted también, cuando Luisa entregue ¿correcto?

—De mil amores, Doña Stella —dije.

—¿Ya vas a acabar? —le preguntó a Luisa.

—Cuando ACABEMOS le avisamos —me entrometí.

Luisa volteó su preciosa mirada de complicidad hacia mí, con una sonrisa tan pícara que me enamoré al doble.

—Perfecto, ah y otra cosa… —dijo la rectora.

—¿Doña Stella? Gritaron desde fuera.

La rectora nos hizo una señal de "esperen" y salió. Se puso a hablar con alguien afuera, sin sacar completamente el cuerpo del salón. Mi perversión no podía más, y me lo saqué. Fui y se lo metí en la boca a Luisa. Ella, al principio pareció quejarse, pero cuando le entró toda, hizo un gesto a boca llena de "ay, qué rico" y se puso a mamar.

Estaba yo muriendo de ganas de llenarle la boca de semen a Luisa para que, cuando la rectora volviera a entrar a decir eso que le faltaba, Luisa no tuviera más opción que hacer ¡glup! Y poder responder.

Le perreé como loco hasta la garganta. La rectora seguía hablando con la cabeza asomada afuera y yo me esforzaba por acabar. Era casi como si pudiera ver el revuelto de saliva y líquido preseminal que hacía espuma en la boca de mi bella alumna. Más movimiento, más espuma. Ella empezaba a dar arcadas. Nunca había sentido tanta necesidad de acabar tan pronto. «¡Venga semen, ya!» Agarré la cabecita de mi amada por los costados y le bombeé como perro salvaje. Me preocupaba que mi cremallera abierta le lastimara la piel, pero no paré. «¡Ya viene, qué rico! ¡OH, LA FELICIDAD, EN LA BOCA DE LUISA! ¡LECHE DE TU PROFE, SOLO PARA TÍ AMOR MÍO! Hasta el último de mis espermatozoides tiene tu nombre escrito! ¡OH SÍ!»

La rectora se despidió de la otra persona. Me faltaban dos o tres empujones para eyacular, pero ni modo. Lo saqué, lo guardé y volví a agarrar el libro como escudo. Mi Luisa, precioso Ángel del paraíso, tosió.

—¿Qué era? ¡Ah ya! —dijo la rectora, volviendo a entrar— Luisa, cuando termines ven a rectoría.

Entonces se quedó viendo a Luisa, cómo se pasaba los dedos por las mejillas y los labios y se chupaba decentemente los dedos.

—¿Qué estás comiendo? ¡Pero no has terminado tu examen! —volteó a verme y me reprochó—: ¡Profesor Christian!

—Es mi culpa, Doña Stella. Esa es mi leche —dije.

Luisa volvió a mirarme con los ojos tan abiertos que por poco y se le salen.

—Leche condensada —aclaré—. Es que tengo que ingerir algo dulce cada dos horas.

—Si, pero ¡usted! No comparta sus dulces con estudiantes en medio de exámenes, profesor —dijo con tan obvio tono que casi me ofende.

—Claro, sí señora, mil perdones.

La rectora se retiró.

—Tu leche ¿no? —me recriminó Luisa, viéndome de lado.

—¿Quieres?

—Pero ¿y mi examen? Quedan como quince minutos ¡Y quiero sacarme diez!

¿Cómo podía yo amar tanto a esa mocosa?

—Sigue resolviendo tu examen.

Ella volvió a clavar su mirada sobre la hoja y a señalar los números con el esfero. Yo, me hice detrás de ella y le subí la falda, le bajé el pantymedia y las calzas, le metí la mano entre las nalgas y busqué su ano. Lo hallé sin esfuerzo. Estaba sequito y calientito. Como iba a volver a verme, le dije:

—No te distraigas, termina el ejercicio.

Su pequeño orto en mi mano se sentía como se debe sentir entrar al paraíso después de una vida de perros. Y eso es poco decir. ¡Era el ano de Luisa! Por donde salía su caquita en las mañanas. Donde su padre metía el pene casi todos los días para ser feliz. Me arrodillé y ¡a comer!

Abrí sus nalgas a dos manos y verlo ahí, tan lindo, fue tanto como la primera vez. Me palpitó el corazón. Era como una coronita que le daba estatus de realeza a su raja, que, por cierto, tenía más húmeda y estaba más rosada que la última vez. Se la besé con veneración. Y luego, pasé a comer orto como un prisionero de guerra comería un pan después de semanas de hambre. Ella gimió y le repetí:

—Tu examen, mi divina, termínalo.

—Sí señor —repuso, con voz de excitación total.

Igual que la primera vez, hacía fuercita con su cadera hacia mi cara. Su padre la tenía muy bien entrenada.

Usé mi lengua como si fuera un dildo diminuto, enrollada y forzada a entrar aunque fuera un milímetro y volver a salir, entra y salir, entrar y salir… ¡Eso le encantaba a mi Luisa! Pasé a chupar el bordecito de su agujero. ¡Estaba tan rico! Era casi como chupar una fruta que te entrega dulce néctar, solo que aquello era sudor de culo. Me lo volví a sacar y me puse de pie.

—¿Cómo vas con eso? —le pregunté.

—Bien, pero me falta.

—A mí también me falta, pero no me voy a rendir y voy a ACABAR.

—Yo también —Dijo con tanta voz de arrechera que sentí ganas de irme a vivir dentro de ella. Para siempre.

Se la clavé. Primero la punta suave de mi glande fue abriendo su templo anal, estirando uno a uno los plieguecitos de la linda argollita. Cada vez se volvía más estrecho. Ella gritó, pero se reprimió a sí misma de inmediato y se tapó la boca. Siguió gritando a boca cerrada. Entró el cabezón. El resto fue pan comido.

—Tu examen, bebé, tu examen —insistí.

Ella siguió resolviendo el último ejercicio. Cuando me entregara la hoja, yo iba a darme cuenta que, aunque estaba bien resuelto, los trazos casi traspasaban el papel ¡Mi reina hermosa hizo bien el ejercicio con mi pene taladrándole el culo!

Mientras la bananeaba, yo prácticamente me iba a otro planeta. Su culo apretadito y joven era como una droga. Apenas puedo recordar que mientras metía y sacaba, le apretaba sus caderas con tanta fuerza que, me diría ella luego, se las dejé marcadas. Como dije: "quería irme a vivir dentro de ella".

Ahora bien, el calorcito tan agradable de su recto. Un calor superior al del cuerpo en estado normal, pero jamás contundente. Y para colmo de bondades, algo que le había enseñado a hacer su padre hacía poco: A apretar con el culo. Repentinamente empezó a ordeñarme con su ojete, dando apretadas muy fuertes y volviendo a soltar. Puedo jurar que algún peito se le produjo pero apenas si salió y apenas si sonó. Su gasesito se me debió meter en la verga. ¿Qué creen? No aguanté. La sensación de la venida empezó detrás de las bolas, como corriente eléctrica, y sentí el semen desde ahí hasta que salió. Una inyección de amor. En tres o cuatro pulseadas celestiales me vacié. Pero ella siguió por unos minutos más haciendo apretadas. Aún cuando yo ya estaba sin bombear, solo temblando. Sentía más amor que una diosa antigua.

—¿Está bien? —me alcanzó la hoja de su examen, retorciendo el brazo detrás de su cabeza.

Revisé. "X es algún valor entre -7/8 y 2/3". Había dibujado (muy chueca) la recta numérica, indicando tal intervalo abierto. Y su culo seguía dándome ahorcadas.

—Está perfecto, bebé, felicidades ¡Auff!

Y ella me seguía exprimiendo.

Lo malo del sexo prohibido es que, hay que sacarlo rápido. Y lo bueno del sexo permitido, es que no hay que sacarlo tan rápido, aunque por ser legal, sea aburrido. Se lo tenía que sacar y pues, con el dolor del alma, halé y mi pene salió de su pequeño paraíso.

—Profe, te me viniste adentro y ya sabes que mi papá me revisa los cucos todos los días —me reclamó.

—Ay, mi diosa, si supieras lo irresistible que eres, comprenderías —dije, con un hilo de voz.

—¿Me lo ayudas a recoger? —me pidió.

—Obvio que sí, linda.

Pero todavía tenía en mi prodigiosa mente de pervertido una idea: Lo de la leche condensada. Así que en vez de ponerle a mi ángel papel higiénico para que cagara mi venida, le puse un cuaderno de pasta dura plastificada.

—¿Y eso?

—Tú dale, mi vida, expulsa todo lo que te eché —le dije, y le di un beso negro.

Luisa hizo fuerza y con graciosos sonidos, las primeras hilachas de esperma espesa empezaron a salir de vuelta a la luz. En menos de un minuto, la cubierta del cuaderno estaba mojada con un buen charco de esperma un poco oscurecida por sus fluidos rectales. Mi nena terminó, se limpió el ojete y se subió los calzones. Yo, como siempre, suspiraba al verla acomodarse la mallas con la falda subida.

Le acerqué el cuaderno a su cara y le dije:

—La leche.

Ella recibió el cuaderno y lo puso en la mesa. Mi esperanza era que lo lamiera, pero creo que fue demasiado pedir. Como fuera, yo quería seguir con mi juego. Como iba salir, me despedí por ese día de su glorioso culo, subiéndole la falda, doblándome y besando cada una de sus nalgas y luego dándole una palmada solo por el placer de verle la carne vibrando como gelatina. Qué obra de arte ese culo apretado en esa malla que se transparentaba en el centro y que dejaba ver sus cucos blancos en forma de triángulo. Luego disimulé y fui a la puerta. Salí y regresé con la rectora, que al igual que yo, se sorprendió:

—¿Todavía comiendo leche? —exclamó, y me lanzó una mirada fulminante.

Claro, mi reina estaba con aquél cuaderno plastificado sobre la mesa, con mi semen re-lamido. Luisa estaba mirándose los dedos y chupándose los nudillos.

FIN

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