webnovel

Historia de un Soldado Federal

En un mundo ficticio que evoca la atmósfera del siglo XX, un continente vive en constante tensión tras sucesivos conflictos militares y políticos. En este escenario turbulento, Ernesto, un joven de espíritu resiliente, ve su vida dar un giro radical cuando es reclutado por las fuerzas armadas según las estrictas leyes de su país. Con el peso del deber aplastando sus hombros, Ernesto se enfrenta a la dura realidad de la guerra, luchando por su supervivencia en medio del caos y la violencia. A medida que se adapta a la brutalidad del campo de batalla, se encuentra enredado en una compleja red de intrigas y peligros. Estos desafíos no solo pondrán a prueba su fuerza física y mental, sino también su voluntad de vivir y su capacidad para preservar su humanidad en un mundo que parece haberla olvidado. [Algunos de mis personajes hechos con una IA. https://pin.it/4vQW0LMCG].

Itlen_tc · War
Not enough ratings
2 Chs

I

Ernesto se acercó al cuenco de barro que reposaba en una esquina de su habitación, llenándolo de agua fresca de una jarra cercana. Con manos firmes, sumergió sus dedos en el líquido y llevó un puñado al rostro, limpiándose con lentitud y esmero. El agua fría despertó sus sentidos, un alivio momentáneo ante la tensión que se acumulaba en sus músculos. Observó su reflejo en el espejo fracturado sobre la pared; su rostro, aunque no destacaba por una belleza deslumbrante, tenía un atractivo sencillo y honesto. Su piel, de un tono ligeramente más claro que el moreno habitual en su región, era testigo de sus raíces mixtas. Su cabello, de un castaño oscuro que bordeaba en el negro bajo la luz tenue de la mañana, caía en mechones desordenados sobre su frente. Un ligero vello facial comenzaba a delinear su mandíbula, agregando un aire de madurez a sus facciones todavía jóvenes. Tras un suspiro profundo, secó el rostro con una toalla áspera y desgastada. El día que había esperado con una mezcla de pesadez y temor finalmente había llegado: debía presentarse en la plaza del pueblo para el reclutamiento militar. Eligió con cuidado su vestimenta, aunque sabía que pronto perdería importancia. Optó por un atuendo sencillo pero pulcro: un saco de lana marrón que abrigaba lo justo, una camisa blanca que destacaba por su limpieza, pantalones que combinaban con el saco y unos zapatos de cuero que ya mostraban signos de desgaste. Se vistió con calma, cada prenda colocada con una meticulosidad casi ritual. Sabía que, si era seleccionado, ya fuera para el servicio militar temporal o para las fuerzas permanentes, sus ropas serían reemplazadas por el uniforme del ejército. En ese caso, todo lo que vestía en ese momento sería un recuerdo lejano, una conexión con su vida antes del servicio.

Ernesto miró una vez más su reflejo, intentando memorizar su apariencia tal y como era en ese instante, consciente de que el entrenamiento en el Fuerte San Roberto lo cambiaría. Con un último vistazo a su habitación, tomó aire y salió, encaminándose hacia su destino con paso pesado y pesimista. Nunca fue apasionado ni optimista; ¿por qué habría de serlo? No tenía casi nada. Huérfano desde los cuatro años, había perdido a sus padres en una de las tantas guerras civiles que asolaban la región. Desde entonces, había sido explotado por su patrón, trabajando sin descanso para ganar apenas lo suficiente para sobrevivir.

Ahora, estaba a punto de enfrentar una nueva realidad: la posibilidad de ser obligado a dejar su vida para cumplir con el servicio militar permanente, convirtiéndose en un soldado contra su voluntad, o ser asignado como soldado reservista durante ocho años. Ninguna de las opciones le parecía alentadora. Ernesto salió de su pequeña habitación en la posada donde trabajaba, el lugar que había sido su hogar en los últimos años. Cada rincón de ese modesto espacio le era familiar, desde la cama de madera crujiente hasta la ventana que apenas dejaba entrar luz. Era un refugio en medio de su dura realidad, y dejarlo atrás añadía un peso más a sus ya cargados pensamientos.

Al cerrar la puerta detrás de él, se dirigió directamente a la plaza del pueblo. A medida que avanzaba por las calles empedradas, vio a otros jóvenes de 18 años como él, todos caminando hacia el mismo destino. No es que les naciera un gran sentimiento patriótico, sino que simplemente estaban siguiendo la ley, impuesta hace cuarenta años tras la penúltima gran guerra contra seis potencias del continente Ouret. La Ley del Soldado Responsable había sido decretada por el exmilitar y presidente Felipe Ramírez Ramos en la ahora llamada Gran Federación de las Repúblicas Independientes Eztac, o simplemente Eztac. Esta ley establecía claramente que cualquier joven que cumpliera los 18 años sería convocado y puesto a la suerte para servir en el ejército. Podían salvarse del servicio militar, ser reclutados como soldados de reserva durante ocho años, o convertirse en soldados permanentes y comenzar su carrera en las fuerzas armadas de la federación. Negarse significaba la ejecución inmediata. Un sistema severo, pero efectivo; desde la implementación del último régimen, Eztac había logrado levantarse económicamente y se había posicionado como una potencia militar en el continente Ismosmer. A medida que Ernesto avanzaba, el peso de estas realidades se hacía más palpable. Observó a los otros jóvenes con los que compartía destino: algunos intercambiaban miradas de incertidumbre y miedo, otros hablaban en susurros, compartiendo sus dudas y esperanzas. Pero Ernesto, siempre reservado, avanzaba en silencio, perdido en sus propios pensamientos. Cada paso le acercaba a una encrucijada inevitable. Recordó los relatos que había escuchado sobre el Fuerte San Roberto: las duras condiciones de entrenamiento, la disciplina estricta y la transformación de hombres comunes en soldados endurecidos por la guerra. No podía evitar preguntarse cómo sería su vida después de cruzar ese umbral, cómo cambiaría su esencia al someterse a la implacable maquinaria militar.

Camino a la plaza del pueblo, un amplio espacio rodeado de edificios antiguos y desgastados por el tiempo. El aire estaba cargado de una tensión palpable, y el murmullo de las conversaciones se mezclaba con el sonido de las pisadas y los suspiros. Ernesto se detuvo un momento, observando el escenario ante él: un mar de jóvenes, todos unidos por la misma incertidumbre y el mismo destino incierto. Respiró hondo, reuniendo el poco valor que le quedaba, y se adentró en la multitud. Al llegar, vieron a los Los miembros de las Serpientes Negras se alzaban en sus imponentes caballos como guardianes imperturbables en el corazón del pueblo, marcando su presencia con una imponente indumentaria que combinaba elegancia y autoridad.

Vestidos en un impecable traje negro, adornado con detalles en rojo y dorado, evocaban los reminiscentes de tiempos pasados y de héroes revolucionarios. Cada detalle de su atuendo contribuía a su aura intimidante: botas de cuero negro pulidas hasta brillar, los pantalones igualmente negros, tenían una franja roja que descendía por el lateral, ceñidos que se ajustaban a sus musculosas piernas ajustados y metidos dentro de botas altas de cuero reluciente, y sombreros de ala ancha, negros como la noche, adornados con cintas rojas que se enrollaban alrededor de la copa, el sombrero ancho que proyectaba sombras sobre sus rostros impasibles. Sus chaquetas negras, ajustadas y elegantes, estaban decoradas con detalles dorados en los hombros y los puños donde intrincados bordados dorados brillaban bajo el sol, además que destacaban la silueta atlética de sus cuerpos, mientras que las camisas blancas, impecablemente planchadas, aportaban un contraste llamativo contra el oscuro trasfondo de sus uniformes. Sobre sus hombros descansaban fusiles de cerrojo, bautizados como el Modelo Eztac 1896, cuyo brillo metálico reflejaba la luz del sol con un resplandor amenazante. Atados a sus sillas de montar reposaban las carabinas de palanca, conocidas como el Rifle Montaña 1888, cuya madera pulida y reluciente contrastaba con el metal oscuro de los cañones, y su escopeta Fénix 97, escopetas de un metal oscuro de bombeo. En sus cinturones, dos revólveres de doble acción, conocidos como los Oront Serpiente, descansaban en fundas de cuero negro, listos para ser desenfundados en un instante, además de un elegante y ornamentado sable con una funda de acero. Las carrilleras de cuero negro que cruzaban sus pechos, cinturas y abdómenes estaban abarrotadas de municiones y herramientas de su oficio, una muestra más de su preparación para hacer cumplir la ley. Sus miradas, afiladas como cuchillos, recorrían la multitud con una vigilancia inquebrantable, asegurándose de que el orden se mantuviera y de que nadie desafiara la autoridad de la federación. Su mera presencia imponía respeto y temor, recordando a todos los presentes que, bajo su mirada vigilante, la ley era inexorable y el castigo, inevitable.

La reputación de las armas de las Serpientes Negras como las versiones mejoradas de modelos extranjeros no pasaba desapercibida para Ernesto. Había oído hablar de la superioridad técnica de estos ingenios bélicos, supuestamente basados en diseños provenientes del país vecino la Unión de Estados Libres del Norte, o la Unión del Norte simplemente y de una de las potencias de Ouret el Imperio Völkerreich. La propaganda de Eztac se encargaba de resaltar este hecho, promocionando las armas como símbolos de la innovación y el progreso de la nación. Ernesto los observó con una mezcla de fascinación y temor mientras avanzaban hacia el centro de la plaza. Estos hombres, pertenecientes a las tropas de élite del país, irradiaban una imponencia que resultaba a la vez admirable y aterradora. Sus uniformes relucientes y sus armas relucientes conferían un aura de invencibilidad, haciendo eco del poderío militar de Eztac. Al formarse en filas irregulares en el centro de la plaza, la multitud de jóvenes se detuvo, expectante ante el llamado que determinaría su futuro. Bajo la mirada vigilante de las Serpientes Negras, Ernesto respiró hondo y se preparó para enfrentar el destino que le aguardaba. El peso de la incertidumbre se hacía más palpable con cada segundo que pasaba, pero no podía evitar sentir una extraña admiración por la imponente figura de estas figuras del poder. Eran un recordatorio constante de la autoridad y la severidad del gobierno de su país, así como de la importancia de su papel en la preservación del orden y la seguridad de la nación.

No era precisamente un entusiasta del ejército, pero, joder, tenía que admitir que los uniformes de las Serpientes Negras era impresionante. Sin embargo, antes de que pudiera dejar volar su imaginación hacia ese futuro incierto, una trompeta rasgó el aire, cortando sus pensamientos en seco. Las Serpientes Negras, en un acto de disciplina impecable, pusieron firmes a sus caballos y se alinearon en perfectas filas, exhibiendo una coordinación que solo podía inspirar respeto. Mientras tanto, los soldados regulares y ligeros del ejército de la federación se aproximaron a la plaza y formaron con la misma precisión, creando una muralla de uniformes oscuros y detalles en rojo que contrastaban con el polvo del camino.

Los soldados regulares vestían uniformes de un negro imponente, adornados con sutiles detalles en rojo que añadían un toque de elegancia a su aspecto intimidante, los sombreros de los soldados regulares completaban su uniforme con un toque distintivo y práctico. Eran de ala ancha y copa alta, confeccionados en un resistente fieltro negro que protegía del sol inclemente y de las inclemencias del tiempo. Llevaban una cinta roja alrededor de la base de la copa, añadiendo un toque de color al conjunto. Estos sombreros no solo conferían una apariencia imponente a los soldados, sino que también servían como símbolo de su identidad militar y su lealtad a la federación. Con cada soldado con el sombrero firmemente asentado sobre su cabeza, la línea de uniformes negros y detalles rojos adquiría una cohesión imponente, reflejando la disciplina de quienes estaban dispuestos a defender su patria. Portaban el Modelo Eztac 1896 y en su cañón una bayoneta de tres filos. En su pecho, dos carrilleras colmadas con cartucheras de peines de balas para el rifle, y sobre sus hombros, un rifle de Montaña 1888, lista para ser desplegada en cualquier momento. Además, cada soldado llevaba consigo un revólver de doble acción Oront Serpiente, y la Escopeta de Mano Eztac 1890, perfecta para enfrentarse a amenazas de corto alcance. Sus cinturones, abultados por la carga de balas y cartuchos, reflejaban la preparación meticulosa de cada soldado para el combate. Dos cinturones, uno lleno de balas de revolver y otro de cartuchos de escopeta, además de una bolsa de cuero con granadas Águila de Fuego 1900, completaban el arsenal de cada hombre, listos para ser desplegados en defensa de su nación. Además noto que por cada tres soldados regulares uno, de los que parecían ser los mas fuertes, llevaban consigo una Ametralladora Tezcatlipoca M1901, una poderosa arma que añadía un elemento adicional de fuego de apoyo a la unidad.

Los soldados ligeros del ejército federal se alinearon con la misma disciplina que sus compañeros de las Serpientes Negras y los soldados regulares. Vestían uniformes de un negro profundo, con pocos detalles en rojo que añadían un toque distintivo a su apariencia. Sus sombreros, de ala ancha y copa alta sin adornos. Cada soldado llevaba consigo el rifle de Montaña 1888, dos carrilleras en el pecho colmadas de munición para la carabina aseguraban que tuvieran suficientes balas para enfrentarse a cualquier desafío que se presentará. Además del rifle, llevaban consigo una escopeta de cordillera conocida como Escopeta Fénix 97, una herramienta indispensable para el combate cercano. Una carrilleras en el pecho, repleta de cartuchos de escopeta, garantizaban que tuvieran acceso rápido a la munición necesaria en situaciones de emergencia. En su cinto, cada soldado llevaba un revólver de doble acción Oront Serpiente, un cinturón abultado con balas de revólver complotaban su equipo, asegurando que tuvieran suficiente munición y una bolsa mas pequeñas de granadas.

El sol se reflejaba sobre el kiosco del centro del pueblo cuando una figura imponente emergió entre la multitud. Era un hombre de edad avanzada, con la piel curtida por el sol y el cabello corto ya salpicado de canas. Un mostacho grueso adornaba su rostro, otorgándole un aire de autoridad y experiencia. Vestido con un impecable uniforme militar de gala, resplandeciente en la luz del día, el hombre irradiaba una presencia dominante y majestuosa. El uniforme estaba adornado con una multitud de medallas y detalles, testigos mudos de su larga carrera militar y sus numerosos logros en el campo de batalla. Cada insignia contaba una historia, cada placa reluciente hablaba de su valentía y dedicación al servicio de su país. A su lado, otros hombres vestidos con elegancia y distinción actuaban como sus asistentes, completando la escena de poder y autoridad.

El hombre que se destacaba entre ellos era nada menos que el general Felipe Santiago Pérez Mendoza, el encargado del Fuerte San Roberto y una leyenda viviente en el mundo militar. Conocido por su dureza implacable, su fiereza en combate y su disciplina de hierro, el general Pérez Mendoza era temido y respetado en igual medida. Su reputación como líder indomable y estratega brillante había hecho eco en todos los rincones del país, y su presencia en el centro del pueblo no pasaba desapercibida para nadie. Era un hombre de pocas palabras pero de acciones contundentes, un líder que inspiraba lealtad y temor en igual medida. Su mirada penetrante y su postura erguida revelaban una voluntad inquebrantable, una voluntad de hierro que lo había llevado a la cima de su carrera militar. En ese momento, su presencia imponente en el kiosco del centro del pueblo dejaba claro que el general Pérez Mendoza estaba allí para hacer cumplir la ley y asegurar que el reclutamiento militar transcurriera según lo planeado.

El general Pérez Mendoza, con su voz imponente y gruesa, se dirigió a la multitud reunida en el centro del pueblo:

—¡Soldados y ciudadanos de la Federación! —resonó su voz con autoridad, llenando el espacio con su presencia dominante—. Hoy nos reunimos para cumplir con nuestro deber patriótico. Es un honor para mí estar aquí, ante ustedes, en este día trascendental.

Los murmullos de la multitud se apaciguaron al escuchar la voz del general, cada palabra cargada de peso y significado.

—Como encargado del Fuerte San Roberto, es mi deber asegurarme de que ustedes, nuestros jóvenes cumplan con su deber con la patria. Hoy, algunos de ustedes serán seleccionados para servir en las fuerzas armadas de la Federación, otros serán reservistas y otros serán libres de este deber patriótico. Es una responsabilidad que no tomamos a la ligera. La mirada del general recorrió la multitud con una intensidad penetrante, dejando claro que no había lugar para la duda o la vacilación.

—Confío en que cada uno de ustedes cumplirá con su deber con honor y valentía. Que su servicio a la Federación sea motivo de orgullo para sus familias y su comunidad. Ahora, procederemos con el reclutamiento. Que Dios nos guíe en este día importante. Con estas palabras, el general Pérez Mendoza dio inicio al proceso de selección, marcando el comienzo de un nuevo capítulo en la vida de aquellos que serían elegidos para servir a su país.

El proceso de selección comenzó, y el aire se cargó de tensión y expectación. Ernesto y los otros jóvenes se formaron en filas ordenadas, aguardando con los corazones acelerados, conscientes de que su futuro estaba en juego. Los soldados distribuyeron papeles entre las filas, cada uno marcado con un número que correspondía a los nombres de los jóvenes presentes.

Pronto, el general Pérez Mendoza, con una urna en mano, comenzó a sacar papeletas numeradas. Los jóvenes observaban con ansiedad, esperando que su número fuera llamado, deseando fervientemente ser uno de los afortunados exentos del servicio militar.

Con cada papeleta que el general sacaba de la urna, el corazón de Ernesto latía con fuerza, sintiendo el peso del destino sobre sus hombros. Cuando el general anunció los diez números de aquellos que serían liberados del servicio, Ernesto sintió un pinchazo de decepción al darse cuenta de que su número no estaba entre los seleccionados. El general Pérez Mendoza continuó llamando los números, y cada uno resonaba en la plaza con un peso que parecía aplastar los corazones de los jóvenes reunidos allí. Ernesto observaba con ansiedad, sintiendo cómo el aliento se le cortaba en el pecho con cada número que no era el suyo. Pero entonces, llegó el momento que temía.

—Número 81, soldado de la federación —anunció el general, y el mundo pareció detenerse para Ernesto en ese instante. El 81 era su número, y un escalofrío recorrió su espalda al escucharlo. Después de casi una hora de agonía, la selección finalizó en el número 715. 10 extensos del servicio, 423 reservistas y 282 soldados de la federación.

Un nudo se formó en la garganta de Ernesto mientras absorbía la realidad de su destino. Se sentía paralizado, atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar. Los murmullos y susurros de los otros jóvenes a su alrededor se desvanecieron en el fondo mientras luchaba por procesar lo que acababa de escuchar.

El general Pérez Mendoza, con su voz grave y autoritaria, rompió el silencio que había caído sobre la plaza.

—Muy bien, los reservistas y los soldados de la federación deben prepararse adecuadamente. En dos días, serán enviados al fuerte para comenzar su entrenamiento. Tienen dos días para despedirse y arreglar sus asuntos personales. Recuerden, la patria es nuestra madre, una nación forjada en el fuego de la lucha y el sacrificio. Nuestro deber es protegerla y honrarla con nuestro servicio —concluyó el general, su voz resonando con una seriedad que no admitía réplica, una frialdad que cortaba como el filo de una espada.

Ernesto se sentó en una banca en el centro del pueblo, con la mirada perdida en el horizonte y el corazón apesadumbrado. Puso ambas manos sobre su rostro, queriendo gritar de frustración, pero solo logró exhalar un suspiro pesado. Su puta suerte de mierda le había vuelto a joder. Sentía como si el universo se hubiera confabulado en su contra una vez más. Mientras los demás jóvenes comenzaban a dispersarse, algunos con expresiones de alivio y otros con la misma resignación que él sentía, Ernesto solo pudo encontrar un mínimo consuelo en el hecho de que al menos dejaría su miserable trabajo en la posada. Sin embargo, ese pensamiento era una pequeña chispa en un mar de oscuridad. ¿De qué servía eso cuando su vida ahora estaba atada, durante al menos veinte años, al ejército de la Federación?.

Los pensamientos de Ernesto volaban frenéticamente mientras intentaba asimilar su nueva realidad. El peso de su situación lo abrumaba, y su mente recorría recuerdos y emociones con una intensidad casi insoportable. Pensó en su vida, en las pocas personas que realmente le importaban. Recordó las largas jornadas de trabajo bajo el yugo de su patrón, el sudor y el esfuerzo que nunca parecían ser suficientes para ganar un mínimo de respeto o descanso. Pero lo peor de todo, pensó en ellas. Las dos mujeres a las que había amado en silencio durante tanto tiempo, sus nombres resonando en su mente como un eco doloroso. Nunca había tenido el valor de confesarles sus sentimientos, y ahora, parecía que nunca tendría la oportunidad de hacerlo. Un profundo sentimiento de pesar lo invadió, no solo por el tiempo que pasaría sirviendo a la Federación, sino por todas las oportunidades perdidas, los momentos que nunca viviría y las palabras que nunca diría. Ernesto cerró los ojos y trató de contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Sentía una mezcla de rabia y desesperanza que lo quemaba por dentro. Se preguntaba cómo había llegado a este punto, cómo su vida había sido reducida a una serie de decisiones y circunstancias que nunca había podido controlar. La injusticia de todo ello le corroía el alma. Mientras intentaba calmarse, el bullicio de la plaza parecía alejarse, convirtiéndose en un murmullo distante. La figura imponente del general Pérez Mendoza se mantenía en el centro, un recordatorio constante de la severidad del régimen al que ahora pertenecía. Ernesto sabía que no había vuelta atrás; su destino estaba sellado. Con un suspiro profundo, abrió los ojos y miró a su alrededor. Vio las caras de otros jóvenes que, como él, trataban de asimilar su futuro incierto. Algunos estaban resignados, otros lloraban abiertamente, y unos pocos mostraban una determinación férrea.

Mientras el sol comenzaba a descender en el horizonte, pintando el cielo con tonos anaranjados y dorados, Ernesto se levantó lentamente de la banca. No podía quedarse allí lamentándose para siempre. Necesitaba despejar su mente, y sabía exactamente cómo hacerlo: quería confesarse, beber un poco de tequila y fumar, buscando alivio en esos pequeños escapes. Pasó cerca de un pequeño puesto y compró unos cigarros, encendiendo uno con manos temblorosas. La primera bocanada de humo le quemó la garganta, pero también le ofreció una extraña sensación de calma. Con el cigarro colgando de sus labios, Ernesto comenzó a caminar hacia las zonas menos desarrolladas del pueblo, aquellas más alejadas donde la modernidad aún no había llegado del todo. Las calles se volvieron más estrechas y las casas más humildes, pero aquí, en estos rincones olvidados, Ernesto siempre había encontrado un extraño consuelo. Era como si el tiempo se hubiera detenido en estos lugares, permitiéndole reflexionar y encontrar un respiro de la dura realidad. Pasó por delante de viejas tiendas y casas con fachadas desgastadas por el tiempo, sus pasos resonando en el silencio crepuscular. Las sombras alargadas de los edificios se mezclaban con los últimos rayos de sol, creando un paisaje de contrastes que reflejaba perfectamente su estado de ánimo. El aroma familiar del pueblo se mezclaba con el del tabaco, creando una sensación de melancolía que lo envolvía por completo. Ernesto se detuvo frente a una pequeña cantina que conocía bien. La fachada, aunque deteriorada, tenía un aire acogedor. Empujó la puerta de madera y entró, siendo recibido por el sonido suave de una guitarra y el murmullo de conversaciones. Se dirigió al mostrador y pidió un tequila, el licor claro servido en un vaso pequeño que levantó para brindar en silencio por su destino incierto.

Con el primer sorbo, sintió el ardor del alcohol recorrer su garganta, seguido de una calidez que lo reconfortó momentáneamente. Tomó asiento en una mesa cerca de la ventana, desde donde podía ver el ir y venir de la gente del pueblo. Encendió otro cigarro y dejó que el humo se enroscara en el aire, observando cómo la vida continuaba a pesar de todo. Sus pensamientos volaron hacia las dos mujeres que ocupaban su corazón. Nunca había tenido el coraje de hablarles de sus sentimientos, y ahora parecía que el tiempo se le había agotado. Se preguntó qué les diría en esos dos días que le quedaban. Mientras fumaba y bebía, su mente volvía una y otra vez a ellas. Las mujeres que amaba en secreto, las que nunca se había atrevido a acercarse más de lo necesario. Pensaba en su sonrisa, en la manera en que su risa iluminaba cualquier habitación y en cómo su simple presencia le daba sentido a sus días más oscuros. ¿Qué les diría ahora que el tiempo se agotaba?.

Pasaron unas horas y el tequila empezó a hacer efecto, desinhibiendo ligeramente sus pensamientos. Las palabras empezaron a tomar forma en su mente, imaginando diferentes escenarios y posibles respuestas. Pero nada parecía ser suficiente, nada podía capturar todo lo que sentía.

Las palabras empezaron a tomar forma en su mente, imaginando diferentes escenarios y posibles respuestas. Pero nada parecía ser suficiente, nada podía capturar todo lo que sentía. Finalmente, Ernesto terminó los cigarros y se le acabó el dinero que podía gastar en los caballitos de tequila. Pagó al cantinero y salió de la cantina, sintiendo que el peso en su pecho había disminuido solo un poco. Con paso tambaleante, comenzó a caminar, sabiendo que pronto tendría que enfrentar a las únicas personas que realmente importaban antes de partir hacia su incierto destino. Mientras avanzaba, el pueblo se sumía en la tranquilidad de la noche. Las sombras de las casas y árboles se alargaban, y las luces de las casas se apagaban una a una, dejando que la oscuridad envolviera el lugar con su manto silencioso. Ernesto caminó tambaleándose por las calles estrechas y sinuosas, sus pensamientos aún nublados por el alcohol y la tensión acumulada. Se dirigió hacia las afueras del pueblo, donde el terreno se volvía más rural y los sonidos de la naturaleza reemplazaban el bullicio de la noche. El canto de los grillos y el croar de las ranas le ofrecían una compañía reconfortante en su soledad. Recordaba las veces que había recorrido estos mismos caminos, buscando paz en los momentos más difíciles de su vida. A medida que se alejaba del centro del pueblo, la brisa nocturna acariciaba su rostro, llevándose consigo parte de la pesadumbre que lo abrumaba. Las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, y la luna, en su fase creciente, iluminaba suavemente el camino.

Ernesto pensó en las dos mujeres a las que había amado en silencio. Sus rostros aparecían en su mente con una claridad dolorosa, y se preguntaba cómo sería el futuro para ellas, si alguna vez se enterarían de sus sentimientos. Se prometió a sí mismo que, antes de partir, encontraría la manera de hablar con ellas, de dejarles saber cuánto significaban para él, aunque sus palabras fueran torpes y su tiempo limitado.

Finalmente, llegó a una colina desde donde se podía ver el pueblo entero, sus luces parpadeando como luciérnagas en la oscuridad. Se sentó en el suelo, sintiendo la tierra fría bajo sus manos, y dejó que sus ideas se aclararan un poco. Estaba borracho, pero quería armarse de valor para ir con ellas. Ernesto inhaló profundamente el aire fresco de la noche, intentando despejar su mente nublada por el alcohol. Sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos, y la urgencia de hablar con ellas se volvía cada vez más apremiante. Sabía que no podía retrasar más esa conversación. Tenía que encontrar la fuerza para enfrentar sus miedos y decirles lo que sentía, aunque solo fuera una vez, aunque solo fuera para despedirse.

Con el corazón latiendo con fuerza, se levantó de la colina y comenzó a descender, cada paso más decidido que el anterior. La luz de la luna iluminaba su camino, y el silencio de la noche le daba la tranquilidad necesaria para reflexionar sobre sus palabras. Caminó hacia la finca donde ellas vivían, un lugar que siempre había sentido como un refugio en medio de su tumultuosa vida. Sus pasos se hicieron más lentos ahora, su corazón latiendo con fuerza. La luz tenue de una lámpara de aceite iluminaba la entrada de su casa, proyectando sombras que danzaban suavemente en la oscuridad.

Ernesto se detuvo frente a la cerca, con el estómago revuelto por los nervios y el alcohol. La escasa luz le dificultaba la vista y, por un momento, dudó si debía abrir la cerca y tocar la puerta de su casa. Las palabras que había ensayado en su mente parecían desvanecerse en el aire frío de la noche, y se sintió abrumado por la magnitud de lo que estaba a punto de hacer. Finalmente, con un suspiro profundo, empujó la cerca y caminó hacia la entrada. Levantó la mano, listo para golpear la puerta, pero la dejó caer. Se apoyó contra la pared, tratando de reunir el coraje necesario. Cerró los ojos y respiró hondo, recordando los momentos compartidos con ellas, las sonrisas y los silencios cómplices.

Finalmente, respiró hondo y decidió dar el paso. Empujó la cerca y caminó hacia la puerta de la casa. Cada paso resonaba en sus oídos como un tamborileo, amplificado por su nerviosismo. Al llegar a la puerta, levantó la mano, pero vaciló por un momento. Las palabras que había planeado decirle no parecían suficientes para expresar todo lo que sentía.

—Vamos, Ernesto, no seas cobarde —murmuró para sí mismo, tratando de darse valor.

Con un último suspiro, golpeó suavemente la puerta de madera, esperando que ella estuviera en casa y que pudiera encontrar el valor para decirle lo que tanto había guardado en su corazón. Pasaron unos segundos que le parecieron eternos hasta que escuchó pasos acercándose desde el interior.

La puerta se abrió un poco más, y la luz de la lámpara de aceite iluminó la figura de un hombre mayor. Su rostro estaba marcado por las arrugas y el tiempo, y su cabello canoso reflejaba la sabiduría de los años. Con voz firme y ligeramente áspera, el hombre preguntó:

—¿Quién es? —. Ernesto, con el corazón en la garganta y luchando por mantener el equilibrio, respondió con dificultad:

—Don Pancho, soy Ernesto, Ernesto Garza. Quiero hablar con sus nietas, con Valentina y Isabel.

Sus palabras salieron arrastradas y titubeantes, y el olor a alcohol era inconfundible. El viejo Pancho frunció el ceño, observando al joven con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Ernesto trató de enderezarse, pero el mundo parecía girar a su alrededor. Estaba borracho y nervioso.

Don Pancho suspiró, reconociendo la desesperación en los ojos de Ernesto. Aunque no aprobaba el estado en el que se encontraba el joven, conocía a Ernesto desde hacía años y sabía que había algo importante detrás de su visita.

—Ernesto, muchacho, ¿qué te trae por aquí a estas horas y en ese estado? ¿Y cómo que quieres ver a mis nietas? —preguntó Don Pancho, cruzando los brazos sobre el pecho. Ernesto tomó un profundo aliento, tratando de reunir sus pensamientos.

Ernesto sintió la mirada escrutadora de Don Pancho sobre él, y se esforzó por mantener la compostura, aunque su mente seguía nublada por el alcohol y la ansiedad.

—Don Pancho, lamento presentarme de esta manera... —empezó Ernesto, luchando por encontrar las palabras adecuadas—. Pero necesito urgentemente hablar con Valentina y Isabel. Se trata de algo de suma importancia, algo que he guardado durante mucho tiempo y que no puedo llevarme sin compartirlo con ellas.

La frente de Don Pancho se frunció, mostrando una mezcla de preocupación y duda en su expresión.

—Lamento decirte, Ernesto, que es bastante tarde. No creo que sea apropiado que mis nietas reciban visitas a estas horas de la noche, especialmente de alguien en tu estado —respondió con franqueza—. Además, ¿qué asunto tan importante puedes tener para discutir en tu condición actual?

Ernesto bajó la mirada, sintiendo cómo la vergüenza y la frustración lo abrumaban. Sabía que sus acciones habían sido imprudentes, pero también comprendía que no podía permitirse retroceder en este momento crucial.

—Don Pancho, entiendo su preocupación, pero este asunto no puede esperar. Es algo que debo comunicarles antes de partir. Hoy fue el día del reclutamiento y fui seleccionado para el servicio militar permanente. En dos días partiré hacia el fuerte para el entrenamiento. Por favor, permítame hablar con ellas, le ruego —imploró, su voz temblorosa reflejando su desesperación y urgencia.

Los ojos de Don Pancho se suavizaron y suspiro, se giró y llamó hacia el interior de la casa con una voz firme y autoritaria:

—¡Valentina! ¡Isabel! Vengan aquí, por favor.

Unos momentos después, aparecieron las dos mujeres. Valentina y Isabel, hermanas inseparables, entraron en la escena con sus cabellos negros cayendo en cascada sobre sus hombros. La sorpresa y la preocupación se reflejaban en sus rostros al ver a Ernesto en ese estado. Isabel, la menor de las dos, vestía una camisa blanca y una falda que realzaba su figura esbelta y curvilínea. Era radiante y hermosa, como siempre. Mientras tanto, Valentina, la mayor, lucía una camisa negra que contrastaba con su piel pálida y una falda a juego, resaltando su elegancia innata. Ambas tenían unos grandes y cautivadores ojos cafés que reflejaban una mezcla de preocupación y cariño al ver la angustia en el rostro de Ernesto. Él tragó saliva, sintiendo cómo su corazón latía aún más fuerte. Sus pensamientos eran confusos, pero sabía que no podía dejar pasar esta oportunidad. Antes de poder articular una palabra, Valentina e Isabel se precipitaron hacia él y lo abrazaron con fuerza, como si pudieran sentir su angustia y necesidad de consuelo.

Ernesto sintió el calor reconfortante de sus abrazos, un bálsamo en medio del torbellino de emociones que lo envolvía. El aroma a lavanda de sus cabellos le trajo una sensación de calma, aunque efímera. Cerró los ojos por un momento, permitiéndose absorber esa paz antes de comenzar a hablar.

—Necesito hablar con ustedes. Hay algo que debo decirles antes de irme al fuerte. No quería dejarlo para otro momento o guardármelo —empezó a decir, su voz temblando con emoción y nerviosismo. Isabel lo miró con una tierna preocupación, luego a su abuelo, quien asintió lentamente. Don Pancho se retiró discretamente, dándoles un poco de privacidad, pero permaneciendo lo suficientemente cerca como para intervenir si era necesario.

—Vamos a sentarnos —dijo Valentina, su voz cargada de afecto, guiándolo hacia una pequeña banca en el porche. Ernesto se dejó llevar, tratando de ordenar sus pensamientos mientras se acomodaba junto a ellas. Durante un momento, se quedaron en silencio, contemplando las primeras estrellas que comenzaban a aparecer en el cielo nocturno.

Ernesto respiró profundamente, sintiendo el peso de sus palabras descansar sobre sus hombros. Sabía que no había vuelta atrás ahora, y que debía abrir su corazón antes de que fuera demasiado tarde.

—Valentina, Isabel... —comenzó con voz suave, buscando las miradas de las dos mujeres—. No sé por dónde empezar. Ha pasado tanto tiempo desde que conocí a ambas, y desde entonces, ustedes han sido una parte importante de mi vida. 

Valentina y Isabel intercambiaron miradas, expectantes pero con un brillo de comprensión en sus ojos. Ernesto continuó, dejando que sus sentimientos fluyeran libremente.

—Me he guardado algo durante mucho tiempo, algo que necesito decirles antes de partir hacia el fuerte. Esta noche, después de lo de la selección, me di cuenta de que no podía llevarme este secreto conmigo. Ustedes significan demasiado para mí como para mantenerlos fuera de esto.

Las palabras de Ernesto resonaron en el aire, cargadas de emoción y honestidad. Se tomó un momento para reunir el coraje necesario para continuar.

—Valentina, Isabel... Estoy enamorado de ambas. Desde el momento en que las conocí, han sido lo más importante en mi vida. No puedo imaginar un futuro sin ustedes en él. Pero sé que soy un hombre imperfecto, lleno de errores y limitaciones. Siempre he temido arruinar nuestra amistad con mis sentimientos, pero hoy me doy cuenta de que no puedo seguir escondiendo la verdad. No quiero dejar esta oportunidad sin decirles lo que realmente siento.

El silencio que siguió fue abrumador, llenando el espacio entre ellos con una tensión palpable. Ernesto miró a Valentina e Isabel, buscando algún indicio de su reacción, temiendo lo que podrían decir o hacer a continuación. Ernesto tomó las manos de Valentina e Isabel con delicadeza, sintiendo el calor reconfortante y la suavidad de su piel contra la suya. Con un nudo en la garganta y el corazón latiendo con fuerza, continuó, dejando que sus emociones fluyeran libremente.

—Son la única razón por la que pude seguir adelante en los momentos más oscuros de mi vida —dijo con voz entrecortada, dejando que sus emociones fluyeran libremente—. Ustedes fueron unas de las pocas personas que me enseñaron compasión, cariño... Siempre parecían estar alegres de verme, de iluminar mi día con su presencia.

Lágrimas inconscientes brotaban de los ojos de Ernesto, deslizándose por sus mejillas mientras luchaba por controlar su voz quebrada.

—Me siento como un idiota por enamorarme de ambas, patético por ni siquiera querer dejar a una de las dos —confesó con sinceridad, su corazón al descubierto frente a ellas—. Pero no puedo negar lo que siento. No quiero fingir que no existe este amor que arde en mi pecho cada vez que las veo, cada vez que pienso en un futuro sin ustedes a mi lado.

El silencio se hizo más profundo, llenando el espacio entre ellos con una mezcla de sorpresa, ternura y confusión. Ernesto se mordió el labio inferior, esperando ansiosamente la respuesta de Valentina e Isabel, consciente de que lo que dijeran podría cambiarlo todo.

Valentina e Isabel se miraron entre sí, sus ojos reflejando una mezcla de sorpresa y comprensión. Isabel fue la primera en romper el silencio, apretando suavemente la mano de Ernesto.

—Ernesto, no sabíamos que te sentías así... —dijo con voz suave, sus ojos llenos de compasión—. Siempre has sido alguien muy importante para nosotras también.

Valentina, con lágrimas en los ojos, asintió y añadió:

—No sabía que sentías todo esto por nosotros. Siempre pensé que éramos amigos, que nos veías como hermanas, que solo... —su voz temblaba ligeramente—.

Ernesto las miró, su corazón latiendo con fuerza mientras trataba de expresar todo lo que sentía.

—Eres mucho más que una amiga para mí, Valentina. Son mucho más que unas amigas para mí, lo son todo para mí. En los momentos más oscuros, pensar en ustedes me daba fuerzas para seguir adelante. Sus sonrisas, sus risas, la manera en que siempre me apoyaban... Todo eso me dio esperanza y una razón para vivir.

Las miradas de Valentina e Isabel se encontraron una vez más, y luego volvieron a Ernesto, llenas de lágrimas y emoción. Valentina fue la primera en hablar, su voz aún temblorosa.

—Ernesto, esto es... mucho para asimilar. Pero queremos que sepas que también significas mucho para nosotras. No sabemos qué nos deparará el futuro, pero siempre serás una parte importante de nuestras vidas.

Isabel asintió, sus ojos brillando con la misma emoción, y lo abrazó tiernamente, enterrando su rostro en el pecho de Ernesto.

—Yo también te amo, Ernesto —murmuró, su voz apenas audible—. Tenía miedo de que solo me vieras como una hermanita y no como mujer.

Ernesto sintió el calor del cuerpo de Isabel contra el suyo, su corazón latiendo al unísono con el de ella. No pudo evitar sonreír, a pesar de las lágrimas que aún corrían por su rostro. Levantó una mano temblorosa y la colocó suavemente sobre la cabeza de Isabel, acariciando su cabello.

—Nunca te vi solo como una hermanita, Isabel —respondió con voz quebrada—. Siempre has sido más que eso para mí. Siempre he visto la mujer fuerte y maravillosa que eres.

Valentina, quien observaba la escena con lágrimas en los ojos, se acercó y se unió al abrazo.

—Ernesto, nosotros también te amamos —dijo Valentina con voz temblorosa—. Siempre hemos sentido algo especial por ti. No importa lo que pase, queremos que sepas que nuestros sentimientos son verdaderos.

Ernesto, sintiendo el amor y el apoyo de las dos mujeres que tanto significaban para él, cerró los ojos y dejó que las emociones lo inundaran. En ese momento, todas las dudas y miedos parecían desvanecerse, reemplazados por la calidez del amor y la conexión que compartían.

—Gracias, Valentina... Isabel... —murmuró—. Esto significa todo para mí.

Se abrazaron en silencio durante unos momentos más, dejando que la intensidad de sus emociones los envolviera. Ernesto sabía que su partida al servicio militar era inminente, pero ahora sabía que, sin importar lo que el futuro les deparara, el amor que compartían sería su faro de esperanza. Después de un momento en silencio, Valentina se separó ligeramente del abrazo y lo miró a los ojos, acercándose lentamente a su rostro.

—Ernesto... —susurró Valentina, su voz temblorosa y cargada de emoción.

Ernesto sintió su aliento cálido, su cercanía haciendo que su corazón latiera aún más rápido. La miró, sus ojos reflejando la profundidad de sus sentimientos. En ese instante, todo lo que había querido decir, todo lo que había guardado en su corazón, se expresó sin palabras.

Valentina cerró los ojos y, con suavidad, sus labios se encontraron con los de Ernesto. El beso fue tierno y lleno de la promesa de un amor verdadero. Isabel, aún abrazada a Ernesto, los observó con una sonrisa triste pero comprensiva, sabiendo que este momento era tan significativo para ella como para él.

Después de unos segundos, Valentina se apartó un poco, sus ojos aún cerrados, como si quisiera saborear el momento un poco más. Ernesto, sintiendo una oleada de emociones, levantó una mano y acarició suavemente la mejilla de Valentina.

—Te amo, Valentina —murmuró, sus palabras cargadas de sinceridad.

Valentina abrió los ojos y sonrió a través de sus lágrimas.

—Y yo te amo a ti, Ernesto. Siempre te amaré.

Isabel, sin soltar la mano de Ernesto, se inclinó y lo besó también, sus labios transmitiendo el mismo amor y devoción que sentía Valentina. El beso de Isabel era diferente, más apasionado, pero igualmente lleno de promesas.

—Yo también te amo, Ernesto —dijo Isabel cuando se separaron—. Te esperaré, no importa cuánto tiempo pase. Ernesto cerró los ojos, permitiéndose sentir la plenitud de ese momento. La suavidad de sus palabras y el calor de sus cuerpos contra el suyo lo llenaron de una serenidad que nunca antes había conocido. Sentía que, por primera vez en su vida, tenía algo verdadero y puro a lo que aferrarse. En ese instante, todo el miedo y la incertidumbre se desvanecieron.

—Las amo —susurró Ernesto, su voz cargada de emoción—. Nunca dejaré de amarlas.

Valentina e Isabel lo miraron con ojos llenos de lágrimas y sonrisas radiantes. El vínculo que compartían en ese momento era más fuerte que cualquier cosa que hubieran experimentado antes. El aire de la noche estaba lleno de la fragancia de las flores y el suave susurro del viento, como si la naturaleza misma estuviera bendiciendo su unión.

—Nosotras también te amamos, Ernesto —dijo Valentina con una voz quebrada por la emoción—. No importa lo que pase, siempre estaremos contigo en espíritu.

Isabel asintió, sus ojos brillando con una luz cálida.

—Te esperaremos, Ernesto. Pase lo que pase, te esperaremos. En ese momento, se abrazaron con fuerza, sintiendo la conexión profunda y eterna que los unía. Ernesto las vio a los ojos y, con el corazón agitado, les hizo una pregunta que había planeado hacer en el futuro, cuando tuviera más huevos y dinero, pero el temor a lo desconocido lo impulsó a hablar.

—¿Quieren casarse conmigo? —dijo Ernesto, su voz temblando ligeramente—. Si me pasa algo en el futuro, mis pagos del ejército serán suyos. Las amo, y aunque solo sea por un día, quiero que sean mías, mis esposas, mis mujeres. Y quiero ser suyo, ser su marido, su hombre... Sé que ni siquiera es común un matrimonio triple, pero sé y he escuchado que no es tan raro en nuestro país.

Valentina e Isabel lo miraron, sus ojos llenándose de lágrimas. El silencio que siguió estuvo cargado de emoción y significado. Valentina fue la primera en hablar, su voz apenas un susurro.

—Ernesto... esto es tan inesperado, pero tan hermoso. No sé qué decir. —Sus ojos se llenaron de lágrimas, y su voz tembló con la emoción.

Isabel, con la misma emoción en su mirada, añadió:

—Siempre he soñado con estar contigo, con formar una familia, pero nunca pensé que sería posible de esta manera. Te amo, Ernesto, y no quiero perder esta oportunidad. 

Las dos mujeres se miraron entre sí, una silenciosa conversación de comprensión y amor pasando entre ellas. Finalmente, Valentina asintió, y una sonrisa radiante se extendió por su rostro.

—Sí, Ernesto. Queremos casarnos contigo. Queremos ser tu familia, tus esposas. Pase lo que pase, estaremos juntas.

Isabel también asintió, sus lágrimas cayendo libremente.

—Sí, Ernesto. Seremos tus mujeres, y tú serás nuestro hombre. 

Ernesto sintió una oleada de alivio y felicidad al escuchar las palabras de Valentina e Isabel. Las abrazó con fuerza, agradecido por su amor y apoyo. Antes de volver a besarlas, Don Pancho salió de la casa, su expresión mostrando una mezcla de enojo y preocupación. En su mano, sostenía un machete que brillaba a la luz de la lámpara de aceite de la entrada.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —gruñó Don Pancho, acercándose con pasos firmes—. Ernesto, muchacho, ¿qué crees que estás haciendo con mis nietas a estas horas?

Ernesto se apartó de Valentina e Isabel, sintiendo un nudo en el estómago al ver la figura imponente de Don Pancho con el machete en mano. Valentina, con el rostro aún encendido por las emociones, se levantó y se interpuso entre su abuelo y Ernesto, Isabel abrazando a Ernesto de manera protectora.

—Abuelo, por favor, escucha —dijo Valentina, su voz temblando ligeramente—. Ernesto, Isabel y yo... bueno, él nos acaba de pedir matrimonio. Él nos contó que va a ser enviado como soldado y quería que supiéramos cuánto nos ama antes de partir. Te prometo que no ha hecho nada inapropiado.

Don Pancho frunció el ceño, bajando el machete lentamente. Sus ojos se movieron de Valentina a Ernesto y luego a Isabel, buscando alguna señal de engaño. Finalmente, suspiró y se rascó la cabeza con resignación.

—¿Es eso cierto, muchacho? —preguntó Don Pancho, su voz grave y autoritaria.

Ernesto asintió, aunque aun alcoholizado ya no se tambaleo y se mantuvo firme.

—¿Matrimonio, dices? —repitió, mirando fijamente a Ernesto—. ¿Y cómo piensas mantener a mis nietas si te vas al ejercito? ¿Qué clase de vida puedes ofrecerles en estas circunstancias?

Ernesto tragó saliva, sintiendo la presión de la mirada de Don Pancho. Pero sabía que debía hablar con el corazón y con sinceridad.

—Don Pancho, sé que parece una locura, y sé que primero debería de pedirle a usted, también entiendo sus preocupaciones. Pero yo las amo con todo mi corazón. Aunque voy a ser enviado al ejército, les prometo que haré todo lo posible por cuidarlas y protegerlas. Mis pagos del ejército serán para ellas, y cuando vuelva, quiero construir una vida juntos. No puedo prometer que será fácil, pero puedo prometer que siempre las amaré y haré todo lo posible por ser un buen esposo.

Don Pancho lo observó en silencio por unos momentos, el silencio fue tenso, pero finalmente, Don Pancho suspiró, bajando el machete. Su expresión se suavizó ligeramente mientras miraba a sus nietas, cuyo amor por Ernesto era evidente.

—Ernesto, siempre he visto que eres un buen muchacho, trabajador y con buen corazón. Si Valentina e Isabel te aman y tú las amas, entonces tendrás mi bendición. Pero te advierto, más te vale volver con vida y hacerlas felices. No permitiré que las lastimen —dijo Don Pancho, con una voz firme que resonó en el aire mientras se volteaba y veía a Valentina e Isabel.

Don Pancho se acercó a sus nietas con una expresión más suave, sus ojos llenos de amor y preocupación. —Valentina, Isabel, son lo más preciado para mí —dijo, su voz transformada en un murmullo cariñoso mientras acariciaba sus rostros con manos llenas de ternura—. Si esto es lo que desean, entonces tienen mi apoyo incondicional. Pero —hizo una pausa y volvió a mirar a Ernesto con una mezcla de seriedad y amenaza en sus ojos—. Ernesto, más te vale cuidar de ellas. No toleraré que las hagas sufrir. He peleado en dos guerras, contra los separatistas en el norte y contra los Sánchez en la guerra patria. Sé matar y no me da miedo. Si me entero de que lastimas a mis nietas, no me va a temblar la mano, ¿entiendes, Ernesto?

Ernesto sintió un escalofrío recorrer su espalda ante la intensidad de las palabras de Don Pancho, pero no dudó en su respuesta. —Lo entiendo perfectamente, Don Pancho. Haré todo lo que esté en mi poder para hacerlas felices y protegerlas.

Don Pancho asintió lentamente, evaluando la sinceridad en los ojos de Ernesto. Finalmente, tras un momento que pareció eterno, asintió con un gesto solemne y se volvió hacia Valentina e Isabel. —Valentina, Isabel, cariños, entren un momento a la casa y preparen un poco de café —ordenó, su voz recuperando algo de la severidad habitual.

Valentina e Isabel asintieron rápidamente, compartiendo una mirada de complicidad antes de correr hacia la casa. Se voltearon para darle una suave sonrisa a Ernesto antes de desaparecer por la puerta, dejando a Ernesto y a Don Pancho solos en el patio.

El silencio que siguió fue pesado, cargado con la gravedad de las promesas hechas y los compromisos asumidos. Don Pancho se acercó a Ernesto, colocando una mano pesada en su hombro.

—No te equivoques, muchacho —dijo en voz baja—. Mi apoyo no es algo que conceda a la ligera. Soy un hombre de palabra, y creo que tú también lo eres. Te estoy dando el permiso de casarte con mis nietas, pero quiero que entiendas algo claramente.

Ernesto asintió, su rostro serio y atento, reflejando la importancia del momento.

—Valentina e Isabel son mi tesoro, el único recuerdo de mi hija y de mi esposa, que en paz descansen. Son mis únicas nietas, mis nietas amadas, y no toleraré que nadie las lastime o las haga sufrir. No importa quién seas en el futuro, ni qué posición ocupes en la vida, si no cumples con tu palabra de cuidarlas y amarlas como se merecen, tendrás que vértelas conmigo —continuó Don Pancho, su voz resonando con una autoridad incuestionable.

Ernesto sintió el peso de la responsabilidad y el privilegio que le otorgaba Don Pancho. Su mirada no vaciló mientras respondía con sinceridad:

—Entiendo, Don Pancho. Le prometo que nunca haré nada para lastimar a Valentina o Isabel. Las amo con todo mi corazón y las protegeré con mi vida si es necesario. Le doy mi palabra.

Don Pancho lo miró por un largo momento, evaluando cada palabra y gesto de Ernesto. Finalmente, una sonrisa leve pero genuina se asomó en sus labios.

—Bien, muchacho. Confío en que cumplirás tu promesa. Ahora, vamos a ver cómo está ese café —dijo, guiando a Ernesto hacia la casa con un gesto.

Con una mueca de agradecimiento, Ernesto siguió a Don Pancho hacia la casa, donde el aroma tentador del café recién hecho flotaba en el aire, envolviéndolos en una atmósfera acogedora y familiar. El cálido resplandor de la lámpara de aceite iluminaba la estancia, creando un ambiente reconfortante.

Al entrar en la cocina, encontraron a Valentina y a Isabel ocupadas preparando la mesa para el café. Sus rostros se iluminaron al ver a Ernesto, y ambas le dedicaron una sonrisa que hacía que su corazón latiera con fuerza en el pecho. Isabel se acercó a él con cariño y le ofreció una silla.

—Siéntate, Ernesto —dijo con dulzura—. El café está listo y caliente. ¿Te sirvo una taza?

Ernesto asintió con gratitud y se sentó, agradecido por el gesto amable de Isabel. Observó mientras ella vertía el café en la taza, llenando la cocina con su aroma rico y reconfortante. Don Pancho se unió a ellos en la mesa, con una expresión de satisfacción en su rostro.

—Aquí tienes, Ernesto —dijo Isabel, entregándole la taza con una sonrisa—. Espero que te reconforte un poco.

Ernesto tomó la taza entre sus manos, agradecido por el gesto de Isabel. Inhaló el aroma del café con deleite y dio un sorbo, sintiendo cómo el líquido caliente le reconfortaba el cuerpo y el alma.

Valentina regresó a la mesa con una cesta llena de pan dulce recién horneado, que emanaba un delicioso aroma a vainilla y canela. Colocó la canasta en el centro de la mesa con una sonrisa y se sentó junto a Ernesto, abrazándolo del brazo.

—¿De qué hablaron? —preguntó con curiosidad, mirando alternativamente a su abuelo y a Ernesto.

Don Pancho se enderezó en su silla y le dirigió una mirada seria, pero cariñosa.

—Hablamos sobre el futuro, cariño —respondió con calma, tomando un sorbo de su café antes de continuar—. Mañana mismo hablaré con el padre y veré que los case. Además, Ernesto, quiero que dejes a Daniel y traigas tus cosas a mi finca. Mis nietas vivirán conmigo mientras estás en el fuerte.

Valentina e Isabel se quedaron sorprendidas por la determinación de su abuelo, pero también sintieron una oleada de gratitud hacia él. Sus ojos se iluminaron con una mezcla de emoción y cariño mientras asentían en señal de acuerdo.

—Gracias, abuelo —dijo Valentina, su voz llena de emoción—. Sabemos cuánto nos cuidas y apreciamos todo lo que haces por nosotras.

Isabel se acercó a Don Pancho y lo abrazó, susurrando un agradecimiento en su oído. Don Pancho, conmovido por el gesto, acarició su cabello con ternura.

—Hago lo que cualquier abuelo haría —dijo con modestia—. Quiero lo mejor para mis niñas, y sé que Ernesto también lo quiere.

Ernesto, sintiendo la intensidad del momento, se levantó y se dirigió a Don Pancho con firmeza.

—Gracias por su confianza, Don Pancho. No le fallaré. Cuidaré a Valentina e Isabel con mi vida —dijo, su voz firme y resuelta.

Don Pancho asintió, satisfecho con la respuesta de Ernesto. Después de una cena reconfortante y llena de conversaciones animadas, permitió que Ernesto se quedara en la casa por la noche. Sin embargo, dejó claro a Ernesto que debía comportarse adecuadamente y mantener una distancia respetuosa de sus nietas, advirtiéndole con un gesto amenazante de su machete.

Más tarde, en medio de la noche, cuando la casa estaba sumida en un silencio tranquilo, Valentina e Isabel decidieron escapar furtivamente de su habitación. Con pasos silenciosos y el corazón latiendo con emoción, se dirigieron hacia la habitación de Ernesto. El anhelo de estar cerca de él, de sentir su presencia reconfortante, era demasiado fuerte para resistirlo.

Cuando llegaron a la puerta entreabierta de la habitación de Ernesto, contuvieron el aliento por un momento, sintiendo una mezcla de nerviosismo y anticipación. Con un suave susurro, empujaron la puerta y entraron en la habitación, encontrando a Ernesto recostado en la cama, mirando al techo en la penumbra de la noche.

Ernesto se sobresaltó ligeramente al verlas entrar, pero una sonrisa cálida iluminó su rostro al reconocerlas.

—Valentina, Isabel —susurró con ternura, extendiendo una mano hacia ellas—. ¿Qué hacen aquí?

Valentina y Isabel se acercaron a la cama con pasos decididos, sintiendo el latido de sus corazones resonar en sus oídos.

—No podíamos dormir —confesó Isabel en voz baja, sintiendo el rubor en sus mejillas—. Necesitábamos verte, estar contigo.

Ernesto las miró con ojos brillantes, sintiendo una oleada de amor y gratitud hacia ellas.

—Yo también necesitaba verlas —respondió, abriendo espacio para que se acurrucaran a su lado en la cama.

Las dos jóvenes se acomodaron a su lado, sintiendo la calidez de su presencia. Ernesto las abrazó con ternura, sintiendo que el mundo exterior se desvanecía, dejándolos en una burbuja de intimidad y amor.

—Es tan difícil estar separados —murmuró Valentina, apoyando su cabeza en el pecho de Ernesto, escuchando los latidos de su corazón—. Pero cuando estamos juntos, todo parece más fácil.

Isabel asintió, entrelazando su mano con la de Ernesto. —Tenemos miedo de lo que pueda pasar en el futuro, pero aprovechemos mientras estemos juntos.

Ernesto las apretó con más fuerza, susurrando palabras de consuelo y promesas de amor eterno. —Siempre estaré aquí para ustedes. No importa lo que pase, siempre encontraré la manera de volver a casa, a ustedes.

La noche avanzó, y los tres se quedaron hablando en voz baja, compartiendo sueños y esperanzas, y haciendo planes para el futuro. La conexión que compartían era palpable, una fuerza que los unía más allá de las palabras.

En algún momento, el cansancio finalmente los venció, y se quedaron dormidos juntos, encontrando paz y consuelo en la presencia del otro. La luz de la luna se filtraba suavemente a través de las cortinas, bañándolos en un resplandor plateado que hacía que la escena pareciera sacada de un sueño.

A la mañana siguiente, antes de que el sol se levantara, Valentina e Isabel se deslizaron silenciosamente de la cama y regresaron a su habitación, asegurándose de no despertar a nadie. Se despidieron de Ernesto con un suave beso en la frente, prometiendo volver a verlo pronto.

Ernesto se quedó dormido un poco más, sintiendo una sensación de satisfacción y esperanza. Sabía que los días venideros serían desafiantes, pero con el amor de Valentina e Isabel, se sentía capaz de enfrentar cualquier cosa. Mientras el primer rayo de sol iluminaba la habitación.