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Genshin Impact (novela web)

Los mellizos Sora y Hotaru viajaban de mundo en mundo hasta que un encuentro repentino acabó separándolos. Tras despertar, uno de ellos se da cuenta de que está en un sitio desconocido, completamente solo... Ilustración: https://www.pixiv.net/en/users/17166596

MarianneBaragasaki · Video Games
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9 Chs

Capítulo IV

— Como todo el mundo sabe, la lengua y la poesía fluyen con el viento. Alguien debe saber algo sobre tu hermana. O eso espero.

Por supuesto, no sabemos si los Dioses responderán si no lo intentamos. Vamos, ¡no hay tiempo que perder!

Paimon intentaba de darle ánimos a su compañero, quien bajaba por el lado este de la colina lentamente, cuidando de no caerse ni golpearse. No le convenía romperse más huesos o, peor aún, perforar sus órganos con su propia y ya bastante dañada estructura ósea. Sin embargo, Sora estaba inusualmente callado, él mismo lo sabía. La pesadilla de hacía un momento y sus heridas drenaban su energía hasta el punto en que simplemente se limitaba a seguir a la chica flotante, sin decir nada.

— No te alejes mucho de mí… Vamos, con cuidado —decía, guiándolo mientras levitaba cerca de él.

Conforme se acercaban al islote que se erigía sobre el estanque, Paimon no pudo contener más su curiosidad y consternación.

— Um, ¿Sora? —dijo en voz baja, mirándolo—. ¿Seguro que estás bien…?

— Tranquila. Estoy bien… —respondió el joven rubio, tratando de caminar con normalidad y fallando en el intento.

Al llegar finalmente a la orilla del estanque, Sora pudo ver cuán profundo era. Si bien no lo era tanto como para ahogarse, tampoco podía cruzar caminando.

— ¿Seguro que no quieres descansar? No te ves en condiciones de nadar —aconsejó la pequeña, preocupada.

— No te preocupes, ya casi llegamos.

Sora forzó una sonrisa, tratando de apaciguar las dudas y temores de su guía. Sumergiéndose poco a poco en el agua, comenzó a nadar, aunque de forma bastante torpe y errática.

No obstante, la sensación cálida del agua le daba una extraña fuerza para seguir. ¿Se debía al calor de aquel día? ¿O era, quizás, gracias a la influencia de la Estatua de los Siete?

Una vez hubo llegado a la otra orilla, en el islote, Sora se puso en pie con ayuda de Paimon, quien tiraba de su mano con toda la fuerza que su pequeño cuerpo tenía. Al levantar la mirada, ambos contemplaron la magnífica estatua.

La estructura se conformada por un alto pilar cilíndrico sobre la cual, de pie, estaba una hermosa estatua. De rostro joven y hermoso, era imposible saber si se trataba de un chico o una chica. Ataviada con una larga túnica, la figura sostenía un orbe de piedra en sus manos extendidas hacia adelante. Además, las majestuosas alas en su espalda le daban un aire angelical al Dios Anemo esculpido en la piedra.

Con dificultad, el dúo se aproximó a la estructura. Sora, como hipnotizado, colocó su mano sobre una placa dorada que, a manera de placa, decoraba el pilar.

Lo que ocurrió consiguientemente era difícil de procesar para la mente de los mortales. Un resplandor color azul cielo iluminó la placa de oro, y como un relámpago se extendió por toda la estatua hasta llegar al orbe que ésta sostenía.

El orbe brilló. Era tan resplandeciente como el sol mismo que desde los cielos iluminaba el estanque. Y de éste, suavemente, salió una esfera luminosa, del mismo color cielo que la luz repentina de la estatua. La esfera flotó por unos segundos antes de dirigirse hacia el incauto viajero, hundiéndose en su pecho.

Como si despertara de un sueño, un calor leve cubrió el cuerpo de Sora. El dolor desaparecía, las heridas dérmicas cicatrizaban sin dejar rastro de haber estado allí, y una brisa, fresca y cálida al mismo tiempo, rodeó al viajero.

Como si de un inesperado milagro se tratara, las heridas de Sora se curaron. Sus articulaciones dislocadas volvieron a su sitio, sus huesos fracturados se recompusieron, y sus músculos desgarrados se regeneraron.

Paimon lo observaba, incrédula. Sin embargo, no parecía sorprendida de que las heridas de su compañero se curaran. Sus ojos brillaban como si presenciaran algo más. Como si ella hubiera sentido lo mismo que su compañero cuando éste tocó la Estatua de los Siete.

— ¡Oh! ¿Acaso… puedes sentir los elementos de este mundo? —inquirió.

Al parecer, con solo tocar la estatua obtuviste el poder Anemo…

— Pero, ¿acaso no es algo normal en este mundo? —preguntó Sora, sintiéndose más impresionado por la repentina sanación de sus heridas que por toda la cantaleta acerca del poder Anemo.

Paimon negó con la cabeza. En su rostro se reflejaba una extraña mezcla de miedo, impresión y admiración.

— Por mucho que lo deseen, la gente de este mundo no puede obtener semejante poder tan fácilmente…

— Tal vez se deba a que…

— Exacto —exclamó Paimon, golpeando su mano izquierda con su puño suavemente—, se debe a que tú no eres de este mundo.

Sora, observando sus manos con mayor sorpresa que antes, no respondió.

— S-Si seguimos caminando hacia el oeste, llegaremos a Mondstadt, la Capital de la Libertad —dijo Paimon, tratando de alejar sus mentes de un tema tan curioso y complicado.

Mondstadt es considerada la ciudad del viento, ya que sus habitantes veneran al Dios Anemo —continuó explicando Paimon—. Ya que pudiste obtener el poder de la estatua, tal vez puedas encontrar algunas pistas del Dios Anemo allí.

— Es probable —respondió Sora, observando una ciudad amurallada en la lejanía.

— Además, hay muchos bardos en esta ciudad. Tal vez alguno de ellos ha escuchado algo sobre tu hermana. ¡Así que vamos! Después de todo, los elementos de este mundo respondieron a tus plegarias. Creo que es una buena señal.

Pese a su despreocupada forma de hablar, en su pequeño corazón Paimon estaba enormemente agradecida de que su compañero—no, de que su amigo fuera curado.

Pero, ¿por qué sentía pena de decírselo directamente? Dándose la vuelta, Paimon se llevó las pequeñas manos al pecho.

"¿Por qué late tan rápido? ¿Acaso sólo estoy feliz de que Sora esté bien?", se preguntó, sintiendo cómo un leve rubor se marcaba en sus mejillas.

"¿Y qué es este calor?", pensó Paimon, irritada. "Está hirviendo".

Al abrir los ojos, su mirada se topó directamente con la de una criatura peculiar. De color fuego, ardiente y brillante, el ser rechoncho la miraba con sus ojos amarillos.

Era un Slime Pyro, bastante más grande que el de clase Hydro de la playa. Con cada salto que daba, incendiaba el césped y carbonizaba la arena. Era como una esfera de magma concentrado.

— ¡Waaaaaaaaah! ¡No otra vez! —gritó, aterrorizada. Una cosa era un Slime Hydro, que era básicamente una forma de agua viviente, pero aquella bola ígnea la convertiría en una brocheta frita si trataba de comérsela.

No obstante, y antes de que la criatura pudiera chamuscarle siquiera la punta de la capa, una ráfaga concentrada lo lanzó volando, directo al estanque.

Como era de esperar, las llamas del Slime se apagaron de inmediato, causando que éste explotara en gotas de lo que parecía un extraño magma frío.

— ¿Estás bien, Paimon? —dijo Sora, observándola.

— Sí. Gracias… ¡Cuidado!

Con unos reflejos envidiables, el viajero se giró sobre sí mismo justo a tiempo para interceptar a los dos Slimes Pyro que saltaban hacia él. Extendiendo su mano derecha hacia el frente, una corriente de viento de fuerza tremenda lanzó a las criaturas lejos, sumergiéndolas en el agua.

No obstante, otros cuatro Slimes aparecieron. Parecían simplemente salir desde la nada. Visiblemente furiosos, éstos saltaron hacia Sora al mismo tiempo, con la esperanza de aplastarlo y calcinarlo.

Pero, lejos de lograrlo, las criaturas rechonchas comenzaron a girar en el aire, absorbidas por un tornado súbito. Aunque pequeño, éste tenía el poder de un huracán.

En la corona del tornado estaba el chico de cabellos y ojos dorados, con las manos extendidas. ¿Acaso era él, un simple mortal, capaz de controlar semejante poder destructivo?

— ¡Desaparezcan! —gritó, lanzando el tornado y a las criaturas absorbidas por éste hacia las profundidades del pequeño lago.

Al caer al suelo, tanto Sora como Paimon se miraron, boquiabiertos.

— ¡Genial! ¡Esos son los poderes Anemo que acabas de recibir de la Estatua de los Siete! —exclamó Paimon—. ¡Qué envidia! ¡También quiero ese poder!

Dando una patada en el aire, la chica flotó hacia la estatua y colocó su mano justo donde Sora había puesto la suya momentos antes.

Nada pasó. No hubo iluminación, orbes ni esferas relucientes. Sólo la superficie de piedra, áspera y algo agrietada.

— ¡Agh! ¡No es justo! ¡Quiero poderes tambiéeeeeeen! —se quejó la pequeña, dando patadas en el aire como un niño haciendo un berrinche.

Ante la divertida imagen de Paimon haciendo una rabieta, Sora sonrió.

— ¿De qué te ríes? ¡No te burles!

— No me burlo. Y no te preocupes, Paimon. Podrás no tener poder para luchar, pero eres una excelente guía.

Ante las palabras de su compañero de viaje, la chica se cruzó de brazos y apartó ligeramente la mirada, tratando de ocultar que se había ruborizado.