1 Prólogo

Los gritos invadieron la estancia por completo, creando una dura atmósfera en la que era difícil respirar.

Una mujer estaba dando a luz. Gotas de sudor recorrieron las facciones de su cara a causa del gran esfuerzo al que estaba siendo sometida. Sus manos, una a cada costado de la enorme cama, apretaban con fuerza los bordes, desgarrando poco a poco las finas sábanas al hacer presión y su cabello, de un tono rojizo, se encontraba enmarañado en una coleta que hacía esmero en caerse cada vez que movía la cabeza.

No estaba sola en esa etapa tan importante de su vida, otra mujer más joven la animaba y ayudaba a que la criatura saliera por completo de su vientre.

- Ya falta poco. Tan sólo un último empujoncito. - le dijo la chica con voz apaciguadora y dulce.

La mujer volvió a lanzar un grito a causa del dolor del parto y entonces, la pequeña criatura salió por completo con un último empuje, tal y como le había dicho la comadrona.

En ese momento, la madre se llenó de felicidad. Finalmente se había acabado el dolor y tan sólo podía pensar en coger en brazos a su pequeña por primera vez.

La chica que la había acompañado en el parto, la cogió con suma delicadeza, pero había algo en su rostro que no tenía ningún sentido. Parecía aterrorizada... como si acabara de ver cómo se producía la muerte de alguien y no el nacimiento de una niña. ¿No debería estar contenta o al menos sonreír? No fue capaz de murmurar nada, se había quedado sin habla.

La madre, completamente agotada, hizo un gesto para que le pasara la criatura, la cual se encontraba todavía unida a ella por el cordón umbilical y estaba repleta de sangre. Quería abrazarla, tenerla en sus brazos y darle todo el amor que una hija se merece.

- ¿Es muy cálida, verdad? - preguntó entonces con una radiante sonrisa en la comisura de sus labios, mientras la mujer más joven se aproximaba hacia ella para darle el bebé, sin inmutarse y con el miedo reflejado en su rostro juvenil.

La chica no respondió, optó por deshacerse lo más rápido que podía de aquella sensación petrificante y helada, y pasarle por fin la criatura.

Al instante, la radiante sonrisa de la madre se esfumó al coger a su hija, pues su tacto era tan frío que le congeló los huesos.

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