1 Siete en punto: Oxford

Me llamo Charles Highway[1], aunque si pudiesen echarme una ojeada seguro que jamás se lo imaginarían. Es un apellido enérgico, viajado, cipotudo, y por mi aspecto nadie deduciría ninguna de esas cualidades. Empezando porque llevo gafas, y las llevo desde los nueve años. Y porque mi figura de estatura mediana, desprovista de culo y de cintura, con una caja torácica ondulada y piernas estevadas borra todo indicio de aplomo. (En ningún sentido, por cierto, debería confundirse este modelo con el tipo ágil y elástico tan popular entre mis contemporáneos. No nos parecemos en nada. Recuerdo que tenía que hacerme un par de dobleces en los extremos de mis pantalones, y que rellenaba sus fondillos con camisas de talla de adulto. Ahora elijo mi ropa más reflexivamente, aunque lo que ha mejorado no es mi gusto sino mi intuición). Pero sí poseo una de esas voces cachondas que ahora están de moda, esas que acostumbran a tener un irónico gangueo y que resultan excelentes para inquietar a los mayores. Y supongo que, además, mi rostro tiene expresiones extrañamente amedrentadoras. Es anguloso, pero delicado; nariz larga y delgada, labios anchos y delgados…, y unos ojos: con pestañas exuberantes, ocre oscuro salpicado de motitas siena tostada… Ay, qué pobres resultan las palabras.

El dato más importante, sin embargo, es que tengo diecinueve años de edad, y que mañana cumplo los veinte.

Los veinte son, naturalmente, la frontera decisiva[2]. Los dieciséis, dieciocho, veintiuno no son más que mojones arbitrarios que solo te permiten ser detenido por evasión de impuestos, contraer matrimonio, ser sodomizado, ejecutado, y así sucesivamente: cosas exteriores. Naturalmente, yo evito como la peste doctrinas tales como la que dice que «somos jóvenes mientras nos sentimos jóvenes», la cual ha sido sin duda alguna la causa de que tantos elegantes cincuentones hayan caído muertos en sus monos deportivos, de que tantos ojerosos hippies hayan quedado fuera de juego víctimas de una sobredosis, de que a tantos precarios maricas les hayan partido la crisma autostopistas salvajes. Los veinte pueden no ser el comienzo de la madurez, pero les aseguro que marcan para todos el final de la juventud.

A fin de obtener, inmediatamente, tensión dramática y simetría temática, elijo como instante de mi nacimiento las doce en punto de la medianoche. De hecho, las labores de parto de mi madre eran prolijas y, en general, muy poco elegantes; empezó a parir en este momento (es decir, a eso de las siete de la tarde del cinco de diciembre de hace veinte años), para no terminar hasta después de las doce, dando como resultado un húmedo y desamparado niño de un kilo ochocientos que tuvo que ser conducido al hospital para una puesta a punto de quince días. Mi padre había tenido la intención —⁠Dios sabrá por qué⁠— de presenciar todo el proceso, pero se hartó del asunto a las dos horas. Hace mucho tiempo que estoy convencido de la importancia de esta anécdota, aunque jamás he sido capaz de averiguar su significado. Es posible que pueda encontrar la solución en ese instante en el que, hace dos décadas, olisqueé el aire por primera vez.

Confieso que hace meses que esperaba esta noche. Cuando hace una media hora se presentó Rachel pensé que iba a echarlo todo a perder, pero se ha ido a tiempo. Necesito llevar a cabo la transición decorosa y oficialmente, y experimentar de nuevo el final de mi juventud. Porque me ha ocurrido una cosa, no cabe la menor duda, y tengo muchísimas ganas de saber qué es. Bien: si recorro, digamos, mis tres últimos meses, y si intento aislar y descartar toda mi precocidad y todo mi infantilismo, mi listeza de alumno de sexto y mi marrullería de alumno de quinto, y toda mi autocomplacencia y autorepugnancia y autoloquequieran, quizá pueda localizar mi hamartanein y averiguar qué clase de adulto voy a ser. O, cosa que también es posible, quizá no lo logre. De todos modos, seguro que será muy divertido.

Ahora son —veamos— un poco más de las siete. Me quedan cinco horas de juventud. Cinco horas; y luego entraré en ese ruidoso Brobdingnag que es, para los niños, el mundo de los adultos.

Suelto el cierre de mi preciosa maleta negra y la abro encima de la cama: carpetas, cuadernos de notas, archivadores, abultados sobres de papel manila, líos de papeles atados con cuerda, cartas, copias, diarios; las notas marginales de mi juventud cubren por entero la colcha de retazos. Barajo los papeles para establecer una clasificación provisional. ¿Habría que organizarlos cronológicamente, por temas, por personajes? Es evidente que esta noche tendré que dedicar un rato a realizar rigurosas labores de oficinista. Tomo un diario al azar, cruzo la habitación, y me apoyo en la crujiente estantería de libros. Sorbo un poco de vino y vuelvo la página.

El segundo fin de semana de septiembre. En ese momento ya solo tenía que soportar otro par de días en casa antes de irme a Londres. Fue el jueves en que mi padre, mientras tomaba su primera copa en muchos años, me preguntó por qué no intentaba ingresar en Oxford y yo contesté con un gesto de asentimiento, como diciendo que por qué no. De todos modos, antes de ingresar en la universidad estaba previsto que tuviese un año libre. Mi profesor de Lengua siempre había remachado la idea de que yo era un chico condenadamente listo. A mí no me apetecía especialmente ningún otro lugar. Parecía lógico.

Madre fue un frenesí de actividad a la mañana siguiente (preparándolo todo), pero a la hora del almuerzo parecía más bien despistada y espiritual, y decidió hacer la siesta. Cuando le pregunté si quedaba alguna cosa por arreglar, ella se lanzó a una serie de asociaciones libres hasta que quedó bien claro, de la misma forma que se aclara un rompecabezas, que lo único que había conseguido era decirle a mi hermana que yo viviría una temporada en su casa y también (supuse) que había estado dándole el típico rollo de media hora acerca de los peligros de la menopausia tardía, y demás guarradas femeninas de la misma especie.

—Así que —le dije—, lo mejor es que llame a la Oficina de Preinscripciones de Oxford y a alguna academia.

Madre abandonó la cocina con la palma de una mano apoyada en la frente y la otra suspendida en el aire, a su espalda.

—Sí, hijo —gritó.

Tardé una hora entera porque soy asombrosamente ineficaz con el teléfono. Hablé con las furcias clave del complejo administrativo de la universidad y finalmente conseguí hablar con la oficina de los Tutors, donde un escurridizo y necio anciano me dijo que, aunque él no era nadie para decirlo, estaba bastante seguro de que podrían encontrarme sitio. Fue entonces cuando comprendí que había estado esperando que apareciese algún obstáculo insuperable, un problema de fechas de matrícula, por ejemplo. Y, sin embargo, todo parecía avanzar sin trabas.

No sabía por qué lo esperaba. Oxford significaba más trabajo, pero eso no era lo malo. Significaba más exámenes, pero, del mismo modo, prefiero tener horizontes definidos, crisis previsibles en las que centrar mis ansiedades. Es posible que, dado que soy una persona con tendencia a estructurar muy bien su vida, hubiese planeado los meses siguientes pensando en la inminencia de mi vigésimo cumpleaños. Aún me quedaban por hacer algunas cosas propias de jóvenes: conseguir un empleo, preferiblemente rastrero y no cualificado; tener un primer amor, o al menos acostarme con una Mujer Mayor; escribir más poemas primerizos y endebles para, de este modo, completar mi serie «Monólogo adolescente»; y, bueno, ordenar, simplemente, mi infancia.

Hay otra explicación menos agradable. Mi familia vive cerca de Oxford, de modo que si elegía esta universidad tendría que pasar mucho tiempo en casa. Es más, la ciudad me resulta antipática. Lo siento, pero abundan demasiado los tipejos de chillona elegancia, las putas de la aristocracia, y los gilipollas provincianos con cara de empanada. Y las calles me parecen afectadamente estrechas.

Una de las tradiciones de los Highway consiste en que los domingos por la tarde, de cuatro a cinco, cualquiera de los miembros de la familia puede visitar a su superior, en lo que este último llama su «estudio», para discutir allí el asunto que sea, o para implorar su ayuda o airear sus quejas. Basta con llamar y entrar.

Mi padre, que ahora es una figura notablemente pequeña y con aspecto de perseguido, dijo hola y me preguntó en qué podía ayudarme, inclinándose al mismo tiempo sobre la jarra de litro de zumo de naranja auténtico, su ración diaria, que generalmente ya se había tomado a las once de la mañana. Sus ojos se asomaban cansados e hinchados por encima del cristal descolorido mientras yo le decía que ya estaba todo arreglado. Hubo una pausa, y se me ocurrió que ya no se acordaba del asunto. Pero se recobró pronto. Su hostil frivolidad adoptó la siguiente forma de expresión:

—¡Fantástico! Mañana iré a Londres en coche. Supongo que puedo llevarte a ti también, a condición de que no tengas intención de cargar con todas tus propiedades, claro. Y no te preocupes por Oxford. No es más que la alcorza del pastel.

—¿Cómo?

—Quiero decir que no es más que un gasto extra.

—Oh, desde luego. Por cierto, gracias por el ofrecimiento pero bajaré en tren. Hasta luego.

Me preparé un café en la cocina y ojeé los escasos restos de periódicos dominicales que no estaban arrugados encima de mi madre, que parecía una tienda de campaña instalada en el sofá de la sala. En mi rostro brillaba una sonrisa satisfecha y cansada.

¿Qué esperabas?, pensé. Afuera, el cielo empezaba a adquirir un aspecto aborregado y oscuro. ¿Cuánto tardaría en anochecer? Decidí irme inmediatamente a Londres, ahora que aún estaba a tiempo.

Supongo que en realidad tendría que explicarlo mejor.

La cuestión es que soy miembro de esa triste y cada vez más reducida mayoría formada por los hijos de los hogares no despedazados. Cargo con este albatros desde los once años, cuando empecé el bachillerato. No pasaba ni un solo día sin que alguno de mis amigos resultara ser hijo adoptivo o ilegítimo, o cuya madre estuviese a punto de largarse con algún tipo, o que fuera huérfano o que tuviera a un desarrapado padrastro. Qué vidas tan agitadas las suyas. Cómo les envidiaba que tuviesen tantas excusas para la introspección, que poseyeran esos receptáculos especiales para sus legítimas hostilidades y nobles lealtades.

Una vez, el año pasado, mientras holgábamos en el bar del colegio, como alumnos de sexto que éramos (todos los demás tenían que estar en clase), fui tediosamente criticado por un amigo que me acusaba de «odiar» a mi padre, que al fin y al cabo no era ni un tipo vil ni tampoco un déspota, sino simplemente prescindible. Mi amigo comentó sin alzar la voz que él no albergaba «sentimientos de odio» hacia su padre, aunque este se pasaba aparentemente la mayor parte de los días con una mano en torno a la garganta de su esposa y la otra en el culo de la au pair. Exacto, pensé. Eché mi silla hacia atrás hasta apoyarla en la pared y le contesté (con mentalidad en parte altruista, tras haber leído esa semana una antología de ensayos de Lawrence):

—Te equivocas, Pete, completamente. El odio es la única reacción emocionalmente educada frente a un ambiente familiar estéril. Es una emoción destructiva y… dolorosa quizá, pero creo que si pretendo mantener viva a mi familia en mi imaginación y mis vísceras, ya que no en mi corazón, no me queda más remedio que fomentarla.

Joder, pensé, y lo mismo pensaron ellos. A partir de ese momento Pete me miró con melancólico respeto, como a alguien que permanece escéptico después de una impresionante sesión de espiritismo…, que es, naturalmente, el aspecto que yo tenía; por fin resultaba para los demás inteligible, al menos moralmente.

No es que no haya, en mi opinión, apremiantes y sobradas razones para odiarle; lo malo es que constituye un correlativo objetivo demasiado insignificante, que nunca hace nada que sea brillantemente desagradable. Y, por todos los dioses, en esta época los muchachos necesitan tener cerca de sí algo que les excite, por tacaño que sea quien proporciona la materia prima. De modo que la emoción que se cuela en nuestra casa como un ladrón que trata de forzar todas las puertas, solo ha encontrado sin cerrar, y hasta completamente abierta, la mía: porque dentro no hay nada de valor.

Ahora me arrodillo, tomo de la cama el montón más grande de papeles, y lo extiendo en el suelo.

Es extraño; aunque probablemente sea el personaje mejor documentado de mis archivos, mi padre no se ha hecho merecedor de un cuaderno, ni siquiera de una carpeta, con su nombre. Madre tiene, naturalmente, un archivador, y mis hermanos y hermanas encabezan cada uno el clásico folletito en cuarto (con la excepción de la intrascendente Samantha, a la que solo he dedicado un bloc de tres peniques). ¿Por qué no hay un bloc especial para mi padre? ¿Es este un modo de contraatacarle?

Escribo «P» en el extremo superior izquierdo de todas las páginas en las que aparece.

Mi padre ha engendrado seis hijos en total. Antaño yo sospechaba que había tenido este número solo por demostrar la catolicidad de sus gustos, para enaltecer su imagen de patriarca tolerante, para informar al mundo que tenía los huevos muy potentes. De hecho somos cuatro varones, y nos ha ido dando nombres cada vez más a la moda: Mark (veintiséis), Charles, el abajo firmante (a punto de cumplir los veinte), Sebastian (quince) y Valentine (nueve). Y solo dos chicas. A veces pienso que me hubiese gustado ser chica, aunque solo fuese para nivelar esta balanza.

La característica menos atractiva, o al menos una de las características menos atractivas, de mi padre es que va estando más en forma a medida que envejece. Desde el momento mismo en que empezó a enriquecer (proceso este extraordinariamente misterioso, que se remonta ocho o nueve años atrás), empezó también a interesarse cada vez más intensamente por su salud. Se fue a jugar al tenis los fines de semana, y al squash tres veces a la semana en Hurlingham. Dejó el tabaco y se abstuvo del whisky y otras bebidas perjudiciales. Yo entendí correctamente todo esto como una vulgar admisión por parte de mi padre de que ahora que era rico tenía intención de vivir más años. Hace pocos meses sorprendí al viejo plasta haciendo flexiones en su dormitorio.

Además tiene un aspecto sudoroso. Debido sin duda a los efectos retardados de la conmoción, el pelo empezó a caérsele en cuanto comenzó a reunir dinero. Durante una temporada probó cosas como peinarse esos rizos a modo de algas, hacia adelante, prácticamente desde la nuca, formando así un gorro sostenido con fijapelo que cualquier movimiento brusco bastaba para partir, revelando la blancuzca piel. Pero con el tiempo acabó por comprender que no servía de nada y dejó que el pelo hiciera lo que le diera la gana, cosa que hizo, tomándose el pelo a sí mismo a base de reducirse a un par de canosas alas laterales que enmarcaron desde entonces el mondo resto de la cabeza. Fue una gran mejoría, siento tener que admitirlo, porque desde entonces, combinada la calva con su cara grande y afilada y con su cuerpo paticorto, acabó obteniendo una presencia sexualmente huronesca.

Desde hace algún tiempo, sus favores huronescos son propiedad exclusiva de su amante, según me informó a los trece años mi hermano mayor. Mark aceptó el hecho de modo disolutamente maduro y se negó a mostrarse paciente ante mi falsete de escándalo. Gordon Highway, me explicó, era todavía un hombre saludable y vigoroso; su esposa en cambio… Bueno, tú mismo puedes verlo, me dijo.

Y lo vi. Qué amasijo. Se le había encogido la piel de la cabeza hasta el extremo de acentuar su mandíbula y proporcionar espaciosas bodegas para los sombríos estanques en los que se habían convertido sus ojos; los pechos habían abandonado años ha su primitivo lugar de residencia y ahora flanqueaban su ombligo; y sus nalgas, cuando se ponía pantalones elásticos, bailaban detrás de sus rodillas como sacos de arena. La literatura sentenciosa que acostumbraba a leer le daba fuerzas para descuidar su aspecto. Y mientras el pelo se le empezaba a caer, adoptó los pantalones vaqueros y los jerseys de pescador. Vestida con la ropa de cuidar el jardín parecía un campesino ligeramente afeminado pero perfectamente fortachón.

Fuera como fuese, me desmadré del todo en cuanto me enteré del asunto, más bien como reacción, pienso yo, ante la repugnante tolerancia de mi hermano. Además, no se me había ocurrido nunca pensar que mi padre fuera un hombre especialmente vigoroso, ni que mi madre fuese una mujer especialmente fea, ni tampoco que ni el uno ni el otro fueran nada más que una pareja mutuamente satisfecha del otro, de una manera tan tranquila como asexuada. Y, en términos sexuales, yo me negaba a verles así. Era demasiado joven.

Ni siquiera esto, sin embargo, ni siquiera esto sirvió para dar un poco de mordiente, un poco de mala leche a mi vida familiar.

La cocina de los Highway, a las nueve en punto de la mañana de un lunes cualquiera.

—¿Te vas ya, cariño?

Mi padre empuja a un lado su pomelo, se seca la boca con una servilleta.

—Ahora mismo.

—¿Podré localizarte en el piso, o en el número de Kensigton?

—Bueno, en el piso esta noche y —⁠entrecerrando los ojos⁠— creo que el miércoles. Así que en el número de Kensington el martes y probablemente —⁠arrugando la frente⁠—, probablemente el jueves. Si tienes alguna duda, llama a la oficina.

Yo siempre trataba de evitar estos diálogos y me venían ganas de mearme en los pantalones cada vez que era testigo de uno de ellos. Pero si hay que ser justos, tampoco es que fuera la clase de asunto que te permite ponerte hecho una fiera. Ojalá mi madre no lo hubiese aceptado tan tranquilamente. Seguro, pensaba yo, seguro que debe de pasarse sus buenos ratos preguntándose cuándo empezará él a regresar el sábado por la mañana en lugar del viernes por la noche, cuándo empezará a irse el domingo por la noche en lugar del lunes por la mañana, cuándo su fin de semana familiar se transformará, repentina e inevitablemente, en su día con los niños.

Hice las maletas —cruciales cosas de jovencito, montones de libros de bolsillo, y algo de ropa⁠— y luego eché una ojeada por toda la casa en busca de alguien de quien despedirme.

Madre dormía aún, y Samantha se había ido a pasar el día en casa de una amiga. El estudio estaba vacío, de modo que erré por los oscuros pasillos llamando a mi padre, sin obtener respuesta. Sebastian, teniendo en cuenta que ya había cumplido los quince, debía de estar mirando el techo de su cuarto. Quedaba un hermano.

Valentine estaba en el cuarto de jugar del último piso, hundido hasta las rodillas en una metrópolis de Scalextric y refulgentes coches de carreras. Le dije que iba a irme y le pedí que me despidiera de todos, pero él no podía oírme. Dejé una nota en la mesa del vestíbulo, y salí a hurtadillas.

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