210 El poder de poderes

Su espalda nunca la había notado tan lejana, brumosa, como si con cada paso que daba, él se alejara tres. Inspiró profundo y masajeó su muñeca, hace tanto que no había realizado ninguna plegaria, no lo había creído necesario, pues el poder que había influido en ella se había esfumado el día que todo su clan fue masacrado, y pensó que nunca más los necesitaría, que jamás volvería a caer de rodillas ante ídolos de madera o piedra, pero se equivocó, quería la ayuda de "ellos" en este momento de incertidumbre, deseaba que pudieran ayudarlo, a él, a su señor.

«Él no es solo un hombre». Trató de convencerse, y por un momento lo hizo, el recuerdo de las hazañas imposibles provocaron que una tranquilizadora sonrisa aflorara en su expresión inquieta.

—¿Cómo ayudar a alguien que no sabe que está herido? —Escuchó decir a Amaris, y no logró responder.

—Sigo creyendo que lo superará —añadió Primius, apretando cada vez más la empuñadura de su espada.

—¿Superar la muerte que lo posee? —preguntó la maga con furia contenida que reflejó su ojo tembloroso.

Meriel prefirió observar y no intervenir, no lo creía conveniente, pues le confería más importancia a sus propios pensamientos que intentaban minar su moral.

Detonó algo a lo lejos, que produjo un ensordecedor sonido, acompañado de una estela de polvo y pedazos de madera que salieron disparados por el umbral antes cruzado por Gustavo. Avanzó de inmediato, al igual que todos, pero Ollin les detuvo justo al llegar.

—¿Qué sucede? —preguntó, ya que, aunque lo suponía, quería claridad del hombre que se interponía en su paso.

—No hay ningún peligro para él —dijo, haciéndose a un lado para dejar observar lo que se estaba llevando a cabo al interior de la entrada.

Un joven con un sable en llamas combatía con un par de sombras, que desaparecían con tanta rapidez que por un instante se le olvidó hasta respirar.

—Hay que dejar que desahogue esos pesados sentimientos que carga en lo profundo de su corazón...

—¿Y si se descontrola? —intervino Amaris con mala cara, y con el dedo apuntando al solemne rostro de Ollin—. Ya nos advirtió de lo que podría pasarle. Seríamos unos desgraciados si lo permitimos.

—Tienes cierta razón en tus palabras, maga —asintió con calma, sin mostrar enojo por la invasiva mano en su espacio personal—, pero ayudarle a combatir en un espacio tan reducido solo provocaría que ustedes saliesen dañados. —Formó un rápido símbolo, que contuvo la amenaza de sombra que intentó escapar—. Y no solo eso, le harías contenerse, y podría conllevar a heridas tanto físicas, como de orgullo, provocando aquello que ambos estamos de acuerdo queremos evitar.

Observó a Amaris fruncir el ceño, sin posibilidad de refutar el extenso discurso que intuyó que el hombre no decía con confianza, muy probablemente porque al igual que ella estaba preocupado. Esperó con su espada en mano que fuera solicitada, pero esas palabras nunca llegaron.

—Aparecieron de repente —dijo Gustavo al aparecer frente a ellos, con los cabellos desaliñados y una expresión indiferente—. No recuerdo haber visto criaturas semejantes.

—Se llaman comedores de esencia —explicó Ollin, permitiendo su salida al cancelar el sello de protección—. ¿Estaba lo que estás buscando?

El joven negó con la cabeza, retomando el sendero del pasillo luego de guardar el sable.

—Mi señor, ¿podemos ayudarle en algo?

—Ya lo hacen —respondió, pero ella logró percibir la mentira en su falsa sonrisa.

Observó como se alejaba una vez más, no pudo detenerlo, ni siquiera lo intentó. Volteó al sentir la mano en su hombro.

—Pelirroja. —Le quitó la extremidad.

—No digas nada. —Avanzó.

El expríncipe sonrió, sin sentirse ofendido por el rechazo.

El pasillo llegó a su final, y las diversas habitaciones que lo acompañaban fueron investigadas con minuciosidad, sin encontrar lo anhelado, o algo necesario para el futuro.

Al llegar al umbral que separaba el pasillo de la sala, los seis se detuvieron por instinto.

—Inquietante —dijo Amaris al vislumbrar las marcas de rasguños en las losas antiguamente blancas.

Era el único lugar desprovisto de huesos humanos, pero, por el contrario, la extensa sala ovalada representaba el significado de la muerte y el terror. No había viento, no obstante, los presentes podían asegurar que algo frío rozaba sus espaldas, una compañía no deseada que les observaba.

Gustavo levantó su mano, extendiendo su brazo con su palma apuntando al contrario de su rostro. Cantó una oración en un idioma que ninguno de sus compañeros logró comprender. Cómo estrellas que comienzan a observarse en el cielo nocturno, cincuenta puntos luminosos aparecieron frente a su mano, uniéndose en delgadas líneas de luz que rápidamente se transformaron en un sello. Y como consecuencia del acto arcano, la ilusión se fragmentó en miles de pedazos.

En el medio de la sala, regado por la superficie en largas líneas, el sello de sangre apenas difuminado empezó a apreciarse, cargado de una extraña y fea sensación.

—Por los Altos —dijo Primius al aguantar el vómito.

Cada línea de las dieciséis conectaba con un sarcófago traslúcido, que contenían el cuerpo demacrado de un pequeño humano.

Avanzó con tal rapidez que ninguno logró observarlo hasta que se detuvo ante el trono en el medio, donde convergían las líneas del sello de sangre.

—Pobre alma atormentada —susurró, besando la mano del esqueleto sentado—, ni muerta te dejaron descansar. —Rompió los sellos energéticos que ataban al cuerpo inerte sin pensar las consecuencias que tendría en su cuerpo—. Entiendo tu odio —Se arrodilló, sin dejar la mano esquelética, y posó su rostro sobre las piernas del cadáver—, y lo lamento. Lamento haber sido tan débil al ayudarte, podría haber hecho más, mucho más.

«Muerte...», escuchó decir en su cabeza, pero estaba seguro de que aquella voz tranquila y lejana no le pertenecía.

Levantó el rostro, observando el cráneo con el paño grisáceo que cubría sus ojos.

—Soy culpable —asintió con lentitud—, te dejé con estos monstruos.

«Muerte...»

—Era una niña ¡Por el amor de Dios! —gritó, observando el techo, aguantando la furia y dolor en sus ojos—, tan solo una niña —bajó el tono—. ¿Por qué la condenaste?, no lo merecía. Oh, Santo Padre —Apretó el puño con tanta fuerza que todo su brazo tembló—, Dios Todopoderoso, ¿por qué?... ¿Por qué?

«Libérame...»

Gimoteó, pero la fortaleza de la que se creía poseedor le ayudó a resistir, a mantener la claridad para el acto de importancia.

Inspiró profundo, su ojo derecho se tornó negro abismo, mientras su ojo izquierdo resplandeció de blanco, y como un volcán en erupción expulsó una potente fuerza energética, que al llegar a los oídos de los vivos sonó como un estruendoso trueno.

El silencio fue tan ensordecedor como el tronido.

—Señor, te pido que aceptes está alma en tu paraíso. —Cerró ambos ojos, y en un instante la bestial y contradictoria energía se evaporó de los alrededores.

Abrió los ojos, y cuando lo hizo logró observar aquella niña ciega que hace cientos de años le había pedido asesinarla. Le sonrió, y él le devolvió la sonrisa.

«Gracias, Muerte...»

Tragó saliva, inspirando profundo al verle desaparecer. Su corazón dolía, sus manos temblaban, y aquellos dedos huesudos que había entrelazado entre los propios se habían vuelto polvo, todo se volvió polvo, que se esparció por el lugar sin la necesidad del viento.

Se colocó de pie, mirando como los cuerpos del resto de desafortunados desaparecían, y la energía tétrica se esfumaba con ellos, junto con la estabilidad de los sellos de protección de los que gozaba el santuario. Se santiguó, y rezó por cada una de las almas atormentadas que esté infernal lugar se había cobrado.

—Dame a Wityer —ordenó sin emoción, extendiendo los brazos.

Ollin dudó, pero aquella abatida mirada le convenció.

—Sé que mi energía podría haberlo matado —dijo al aceptarlo—, pero este es el final del camino, y estoy desesperado.

«Padre mío, si es tu decisión llevarlo a tu lado, lo acepto. —Observó el techo, conteniendo su agitada respiración—. Y te juro que lo soportaré, que estaré bien —Apretó los labios, conteniendo la sensación de soledad a la que estaba seguro sería arrastrado al perder a su pequeño amigo—... pero, si esa no es tu decisión, permite que pueda recuperarlo por completo, que vuelva a abrir sus ojos. Solo eso te pido»

Se postró sobre sus rodillas, colocando en el trono el cuerpo en letargo del pequeño lobo. Besó su cuerpo con tanta ternura que le fue imposible no derramar una solitaria lágrima, la cual interceptó antes que fuera vista.

—¿Qué haces? —cuestionó el alto individuo.

—Aceptando mi destino.

Se quitó ambos guantes de cuero, dejando visible una mano huesuda, sin carne, con delgadas líneas negras, y una mano humana, normal, con una minúscula intervención de la maldición de Carnatk.

—No hagas locuras, humano...

—Pido silencio. —Cortó de tajo, advirtiendo sin verle que no estaba jugando.

«Mis manos son tus manos, Señor»

Respiró profundo, cerró los ojos, y navegó entre los recuerdos que no le pertenecían. Su corazón tembló al observar lo trágico, y su mente flaqueó al encontrarse con conocimiento prohibido. Sus párpados vibraron, la muerte comenzó a consumir el hemisferio derecho de su cuerpo, mientras el izquierdo se mantenía intacto, con la fragilidad de un cristal.

Innumerables puntos de luz negra, como blanca comenzó a manifestarse frente al joven, pero la unión entre los mismos fue de fracaso en fracaso.

Una extraña piedra negra y amorfa oculta en uno de los bolsillos de su túnica salió disparada a su frente, desapareciendo al incrustarse.

°°°

Despertó con brusquedad, confundido sobre lo sucedido. Tardó en aclimatarse a la cegadora luz blanca proveniente del cielo. Se levantó del pasto donde reposaba su cuerpo, no recordaba nada, tan solo su nombre. La tranquilidad que confería el aire lo envolvió por completo, induciéndolo a cerrar nuevamente los ojos para disfrutar de la plácida sensación, que su corazón aseguraba no haber sentido en siglos.

—Gus, niño mío, ¿cómo estás?

Abrió los ojos ante la familiar voz. Su mirada se encontró con el rostro moreno de una señora con la sabiduría de los años tallada en su piel, cabello cano y expresión amorosa. Sintió que las palabras abandonaban su garganta, no podía moverse por más que lo intentaba, eran tan intensas sus emociones que se bloqueó.

—Puedo ver qué no cuidas de ti. Te noto delgado, y tu expresión, tu expresión, mijito, ¿qué tienes? ¿Qué te ha hecho tanto daño?

—¿Abuelita? —Las lágrimas resbalaron por sus secas mejillas, no hizo por secarlas, no lo veía importante—. Abuelita, ¿eres tú?

—Sí —aceptó con calma, y su sonrisa de amor calentó el corazón del joven—, mijito, soy yo. —Se acercó a él, extendió sus brazos, que pronto fueron llenados por el cuerpo de Gustavo, quién cayó de rodillas a los pocos segundos al perder por completo la fuerza.

—Te he extrañado tanto, abuelita. Los extraño a todos.

—Levanta el rostro, Gus, observa a tu abuela, y platícale que es lo te pasa.

No pudo contener el llanto, nunca había pensado que sería tan débil, ni tan poco resistente, pero, tampoco le importó, y dejó que las emociones salieran hasta quedarse seco. Su abuelita entendió su dolor, por lo que esperó por su respuesta.

—De todo, abuelita —respondió con voz baja, temblorosa y repleta de dolor—. He intentado ser el hombre que mi padre educó, el que mi abuela María enseñó a nunca rendirse... Pero ya no creo poder.

—La comandante Maria fue muy dura contigo —asintió con calma ante sus propios pensamientos—, desde muy pequeño sufriste sus malos tratos, tanto como de tu padre. Pero, Gus, escúchame —El joven levantó con dificultad el rostro—. Te convertiste en un hombre admirable, guapo, y valiente. Y eso solo me llena orgullo.

Gustavo no logró contener nuevamente el llanto.

—Puedes con esto y más, mijito. Yo lo sé.

—No, no puedo...

—Sí, Gustavo, puedes.

El suave y tranquilo tacto de la mano de su abuelita al masajear sus cabellos le hizo recuperar los sentidos y la fortaleza necesaria para poder levantarse.

—¿Por qué tuviste que irte?

—Porque era mi tiempo, mijito. Pero ahora no es el tuyo, y espero que pasen muchísimos años para que lo sea. Por eso te pido que resistas, que levantes el rostro y continúes.

—No es justo que me pidas eso...

—Lo sé...

°°°

La incertidumbre que causaba la inmovilidad del cuerpo de Gustavo, y los arcanos puntos y líneas que en cada cruce provocaban una fractura en la propia realidad hizo que los cinco individuos se sintieran sofocados, preocupados y aterrados. La energía de muerte se tornó visible, cubriendo la mitad del cuerpo del susodicho en una lúgubre oscuridad, mientras era repelida por una esplendorosa luz blanca, que cubría su otra mitad.

—¿Qué hace? —preguntó Meriel.

—No lo sé —respondieron Ollin y Amaris al mismo tiempo.

Se escuchó un poderoso estruendo, que robó la atención de todos, una atención que duró poco menos de un segundo por la salvaje onda expansiva que golpeó a cada uno de ellos, lanzándolos lejos, con heridas no visibles que tuvieron que ser tratadas de emergencia con las pocas pócimas que aún conservaban.

—¿Qué es eso? —preguntó Primius al observar el enorme vórtice energético creado frente al cuerpo flotante de su señor.

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