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8. El encuentro

—¿Quién dijo eso? —vociferó el guardia con su deslumbrante armadura. Montaba a su corcel y desenvainó su arma, que susurró de forma metálica, aguda y distintiva.

Los pueblerinos no querían cargar con la culpa y sin perder tiempo se alejaron de Hercus y lo dejaron a la vista de todos. Ligia y Herodias había contemplado la escena con asombro por lo que había dicho su pequeño. Quedaron estupefactos, pero corrieron hasta su hijo. Ligo lo abrazó y Herodias hizo lo mismo con ellos.

El escolta se acercó de manera intimidante. Las pezuñas del caballo golpeaban el suelo de manera reiterada. El animal soltó un relincho y se paró a dos patas. Su jinete emitía ruidos para calmarlos: Ajó… Ajó. Luego se bajó del corcel.

Hercus veía lo que pasaba a través de los brazos de sus padres. Había hecho algo malo. Su corazón estaba tan agitado, que se le iba a salir del pecho. Solo quiso aliviar la aflicción de su madre y ayudar a la princesa. Pero ahora ellos estaban en peligro. Aquel hombre era grande. Esa armadura lo hacía notar más corpulento. El casco no le dejaba ver la cara, por lo que no sabía cómo lucía. Y no poder mirarle el rostro solo aumentaba su terror. Sus piernas le flaqueaban. ¿Qué era lo que había hecho? Sus manos, de tanto temblar, dejaron caer la flor blanca que había tomado.

—Solo el agresor debe ser castigado —dijo el guardia con voz terminante.

El nobel agarró Herodias y lo empujó hacia un lado, provocando que rodara sobre el suelo. Pero cuando intentó hacer lo mismo con Ligia y con espada presta para realizar la matanza, la ventisca aumentó su vehemencia y la nieve blanca se tornó más numerosa y álgida La lechuza blanca con la gema morada en su frente apareció de repente por detrás de la madre y de su hijo, haciendo que se cubriera con las manos. De inmediato, vio su cuerpo. Desde sus pies y su pecho había empezado a congelarse hasta su cuello, se había vuelto rígido y frío. Apenas podía respirar. Estaba ahogándose. El hielo era tan abrumador, que parecía como si le estuvieran quemando las entrañas con fuego desde adentro. Hubo bulla y gritos de pánico.

Las doncellas reales, con sus lindos vestidos, se bajaron de su coche y se postraron al frente de la ventana del carruaje real. Los demás guardias también se habían reunido alrededor del carro y habían visto todo.

Hercus observó de forma lenta, como unos dedos blancos y rosados se asomaron por el oficio rectangular y le entregaron un pergamino a una de las mujeres. La doncella realizó una reverencia y se puso de pie. Aclaró su garganta para leer el escrito.

—Escuchen todos, pues estas son las palabras de su alteza real, la princesa de Vítores y futura reina de Glories —dijo la doncella con diestra voz—. Hemos venido de un reino extranjero. No causen problemas a los ciudadanos. Es solo un niño, inocente de sus actos. Continúen el camino, porque la espera me aqueja. El que ose desobedecer. Entonces, mi cólera y mi hielo, caerá sobre él.

La doncella mostró el pergamino con el sello real grabado en la parte baja de la hoja. El guardia comenzó a descongelarse y cayó abatido sobre el suelo, debido a la tortura y el dolor que había estado aguantando. Agarró una gran bocanada de aire para recuperar el aliento y quedó paralizado sobre el piso, de la garganta para abajo, sin poder mover ni una sola extremidad. Solo sus ojos y sus parpados podían maniobrarlos.

Los ciudadanos de Glories y del pueblo de Honor, asombrados y aterrados atestiguaron el mortal poder de la princesa de Vítores. Se arrodillaron con mayor devoción y pegaron sus frentes contra la tierra. Desde ese mismo momento, ya no la llamarían, como una de las de la profecía, sino como, la bruja de escarcha y la reina de hielo.

Los demás guerreros le rindieron tributo. Se llevaron al caído y continuaron con su marcha, como si nada hubiera pasado. La gente esperó el carruaje de la bruja estuviera muy lejos y fue cuando decidieron levantarse. Después de algunos minutos, todos comenzaron a esparcirse, mientras solo hablaban de lo que había sucedido. Los rumores se esparcirían por todo el reino, hasta llegar a oídos de los monarcas de la casa Grandeur.

Hercus se aferró a su madre. Estaba agitado y pálido. Desde aquel día, fue el comienzo a su tormento. Cerró sus ojos y todo se volvió oscuridad. Se había desmayado del susto y de la impresión a la que había estado expuesto. Herodias y su madre, Ligia, se apuraron a llevarlo a su casa, mientras el señor lo cargaba en sus brazos y la mujer iba envuelta en lágrimas. La flor blanca, una margarita, que había arrancado para regalárselo a la princesa, quedó sola y olvidada sobre el suelo…

Hercus abrió los ojos de forma pausada. Observó el techo de una casa Al recordar lo que había pasado como un rayo, traspasando su entendimiento, levantó su cuerpo, quedando sentado. Estaba sobre un petate al lado del fuego intenso de la chimenea, que daba iluminación al interior de la cada por el cálido resplandor. Enseguida, Heos que estaba durmiendo sobre la zona baja de su abdomen, se puso a cuatro a patas, emitiendo gimoteos de felicidad y le empezó a lamer la cara, mientras movía la cola de manera reiterada.

Hercus le acarició la cabeza y sonrió con grado. Le dio un abrazo, acolchándose en el pelaje marrón de su amigo.

—¿Estás bien? ¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Hercus con voz forzada.

Heos ladeó su cara y emitió un chillido, como si le entendiera. Fue a buscar el arco que se le había caído a su amo. Lo trajo en la boca y lo dejó caer cerca de su maestro.

—Buen chico —dijo Hercus. Siguió acariciándolo—. Gracias.

Hercus se dio cuenta de que no tenía la aljaba, ni sus flechas. ¿Y dónde estaba él? No recocía esa estancia. El crepitar de la llama, proporcionaba un reconfortante contraste con la ventisca que había caído en el exterior. Miró sus heridas de las mordeduras y arañazos. Estaban cubiertas por un ungüento que emanaba un olor mentolado y estaban tapadas por vendas blancas que usaban los médicos. Su torso estaba sin su camisa, también forrado en la parte superior. Arrugó en el entrecejo, extrañado. Había sido tratado por un experto. ¿Habría sido aquel extraño de vestiduras puras? Debía ser un noble. Pero, ¿qué estaba haciendo allí? Examinó el sitio con detenimiento. En un rincón de la choza, había un modesto estante sostenía una colección de libros que se veían demasiado bien para estar en medio de la selva.

Allí, también había una sólida mesa de roble en el centro, sobre la cual reposaban utensilios de cocina y algunas hierbas secas colgaban del techo, liberando su aroma sutil en el aire. Una silla, talladas con esmero, flanqueaba el objeto y había un armario en una esquina.

Hercus oyó el rechinar de la puerta y su cuerpo se alarmó. Debido a lo que había pasado, estaba en máxima alerta. Por instinto, buscó agarrar el cuchillo en su cintura. Pero no estaba allí. Se volvió a acostar y fingió estar dormido. Heos se quedó sentado a un lado, mirando con curiosidad a su amo.

Hercus escuchó los pasos de aquel al crujir contra la madera del piso. Iban de aquí para allá por varios minutos. Luego se detuvo por un instante. En su ceguera, se percató de cómo se hacían más audibles, ya que iban en su dirección. Percibió un palmar frío en su abdomen, como un témpano de hielo que le quemaba la piel. Sostuvo la muñeca de aquel sujeto y lo empujó hacia un lado. Se ubicó encima de él, colocando su rodilla en la entrepierna y le puso el brazo cerca al cuello, sin tocarlo. Entonces, detalló a aquel desconocido. Su cuerpo sintió en un escalofrío. Sus parpados se ensancharon y sus pupilas se dilataron. Resultó que, aquel no era un extraño, sino una extraña. Además de que era la mujer más hermosa que jamás había visto. Aquella dama tenía el cabello castaño, mientras que dos mechones estaban a los lados de las rosadas mejillas. Su piel era blanca, morena y cuidada, como el de una noble. Los labios eran finos, rojos y se notaban tan delicados y agradables de observar. Y los ojos, era de un turquesa oscuro, mientras que su semblante era inflexible, como si no sintiera nada.

Hercus no pudo seguir detallándola, ya que una lechuza marrón se arrojó sobre él y lo hizo retroceder, para luego posarse sobre el hombro de su ama. Era lo mismo que había visto antes de quedarse inconsciente. Pero, aunque fuera de forma borrosa, había distinguido que aquella mujer vestía de blanco y hasta el ave lo era. Sin embargo, ellos dos no eran así. ¿Y por qué Heos no se había movido a ayudarlo? Su perro permaneció sentado y tranquilo.

—¿Quién es usted? —preguntó Hercus, exaltado.

Aquella desconocida se puso de pie. Sus ojos turquesa enfocaron a Hercus con un gesto vacío. Le arrojó la pequeña daga, que cayó ensartada con la punta en el piso, cerca de la entrepierna del muchacho.

Hercus estaba confundido y ofuscado. Por más que fuera una mujer, su alma, su corazón y hasta los vellos de su cuerpo le advertían del peligro inminente que tenía al frente. Era demasiado raro. Esa corazonada solo la tenía con las bestias más salvajes y mortíferas. ¿Por qué sentía tan presionado e intimidado por ella? Ni siquiera con los leones, el águila, los cocodrilos, la serpiente o con la manada de monos se había sentido así de superado. Un aura poderosa la rodeaba y le manifestaba la difícil amenaza.

—Yo soy quien soy. Así como tú eres tú —dijo aquella mujer con astucia, de forma cortante y con sequedad. Su expresión era apagada, sombría, y a la vez, álgida—. Solo soy una humilde herbolaria que vive en este bosque.