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24. El anuncio

Después de que la furia del granizo al fin cesara, la vida en el pueblo de Honor empezó a retornar a la normalidad. Sin embargo, una presencia inusual permanecía inmutable en el corazón del pueblo: la estatua de hielo de Orddon Pork y sus sirvientes, una representación petrificada de la ira de su alteza real. Hercus se había mantenido trabajando. Pensaba en lo que había sucedió y en Heris. Desde que había pasado lo del noble, no había podido verla. Ella había dicho que lo avisaría. Mas, había pasado ya mucho. Aunque gracia lo que había acontecido, pudo tener sus pensamientos ocupados. Volvió a retomar sus entrenamientos y su práctica al aire libre. Se sentía vivo y libre. Muchos mercaderes habían acabado sus provisiones, por lo que se entretuvo haciendo las misiones. Recolectaba desde frutas y plantas, y pescaba para ellos. Les llevó plumas a las gemelas Lasnath y Lesneth para sus plumas para rematar las el reverso de las flechas. En Honor, la comunidad afuera de las murallas de hielo y en la ciudad real, no había acontecía nada de gran magnitud desde la aparición de su majestad en el pueblo. Sin embargo, un día Hercus se encontraba el enorme mercado de los extranjeros al frente de los muros azules. Su atención fue llamada por el escuadrón de guardias que marchaba, liderado por un heraldo real, mujer, en su caballo. Una gran multitud lo seguía. Llegaron hasta la zona del tablón de anuncios.

Aquella mensajera se bajó del corcel. Sacó un pergamino, el cual desenvolvió en sus manos.

—Ciudadanos y extranjeros que habitan en Glories, escuchen con atención, pues estas son las palabras de nuestra comandante en jefe —dijo aquella dama con alto tono de voz, para que todos pudieran escucharla—. El cumpleaños de la princesa Hilianis será pronto… Y para celebrarlo su alteza real ha decidido celebrar un torneo: Los juegos de la gloria. En donde se pondrán a prueba los diversos atributos que tiene un guerrero: fuerza, agilidad, velocidad, resistencia, puntería, entre otros, como la justa y el Harpastum. Esta invitación se hará a todos los reinos y tribus de Grandlia, a reyes y líderes. Nuestra gran señora, justa y correcta permitirá la participación de todo hombre y mujer que se atreva a hacerlo. No importa su estrato social: realeza, noble o plebeyo. Cualquiera que tenga el valor, es bienvenido, pero debe mostrar que es apto para la competencia. Es por esto que la entrada a la ciudad real estará abierta para los invitados y concursantes… Ahora. ¿Cuáles serán los premios? Además de obtener la distinción de ser los mejores, podrán hacerse de riquezas y trofeos. Más importante aún, habrá dos caminos a elegir, dos campeones, pero un solo gran ganador. Cada participante clasificado podrá escoger, entre bailar con la princesa Hilianis y pasar siete días en el palacio real de cristal, como un invitado de honor de la joven señora. O, poder bailar con la misma monarca el día del cumpleaños y un regalo de ensueño. Aquel que elija la ruta de nuestra soberana, obtendrá un deseo de la reina.

Las personas allí comenzaron un impetuoso alboroto, por el anuncio que se había realizado. Luego, ella lo repitió en un par de idiomas más para los extranjeros que se encontraban el sitio. Nunca antes se habían celebrado, ni siquiera para las festividades anteriores de la princesa, un evento tan grande, que iba a reunir a todas las naciones del continente de Grandlia. ¿Le había pasado algo a su majestad? Porque había visitado el pueblo de Honor y ahora permitiría el acceso a la magnánima e impenetrable ciudad real, protegida por los centinelas y las murallas de hielo.

Hercus se quedó allí por más tiempo, para leer la información en el tablón. Admiró el sello real del copo de nieve con tinta morada de su majestad.

—¿Qué ocurre? —dijo un hombre a su espalda—. ¿Un campesino que quiere bailar con la reina o la princesa? —preguntó de forma burlesca. Se escucharon varias risas de un grupo de señores—. Eso es imposible.

Hercus se dio la vuelta hacia ello de manera tranquila. Era cierto lo que decía. Pero tenía interés en saber cómo se justificaría.

—Sueñas alto, granjero. Los nobles, príncipes y otros reyes se matarán por ganar. Eso es asunto de los ricos —contestó aquel señor de manera segura y confiada.

—¿Por qué un plebeyo no puede soñar con eso? —preguntó Hercus con pensar.

—Es nuestro destino. No podemos aspirar así de alto —comentó el hombre, con una sonrisa de conformidad—. Mejor sigue trayendo pescado y arando el campo. Este es nuestro trabajo y no tenemos por qué hacer más.

Hercus sabía que era imposible de realizar. Mas, nunca lo había escuchado decir de otra persona. Era como un golpe de realidad que conocido por todos. Su corazón, en lugar de encogerse y amedrentarse, latió con más ímpetu como jamás lo había hecho. Sus manos temblaban de la emoción y su alma ardía, de lo enardecida que estaba. Ni la realeza, ni la nobleza, ni los mercaderes, ni tampoco los mismos plebeyos creían que fuera capaz de tocar a la reina o la princesa.

—Yo creo que hasta un plebeyo puede hacerlo realidad. Alcanzar las estrellas. A través de los juegos de la gloria, nosotros, los de marca negra, nunca habíamos estado tan cerca de conseguirlo —respondió Hercus, manteniéndose firme con sus palabras.

—¿Cuál es tu nombre, hijo?

—Hercus.

—Si logras hacerlo. Yo beberé en tu nombre y te rendiré reverencia por el resto de la vida.

—Y yo… Y yo… Yo También —dijeron los otros hombres.

Hercus regresó a Honor, encontrándose con el pueblo conmocionado por la noticia de los juegos de la gloria que llevaría a cabo su majestad, después del confinamiento provocado por el granizo, para celebrar el cumpleaños de la joven señora. Otro pergamino había sido pegado en el tablón de anuncios locas. Era un evento jamás visto en todos los años del gobierno de su alteza real Hileane. Un gran alboroto se apoderó de la comunidad, no solo entre los campesinos, sino también entre los nobles y la realeza. La tensión era palpable, y las conversaciones giraban en torno a la elección de seguir el camino de la princesa, ya que nadie se atrevía a cortejar a la temida monarca.

La sombra de la reina Hileane de la casa Hail persistía en la mente de los habitantes de Honor. Su reputación de impredecible y espeluznante se había fortalecido y recorrido el continente, hasta las tribus más alejadas del vasto territorio. El miedo de enfrentar las consecuencias de molestarla, influía en las decisiones de los participantes. La mayoría optaba por el más seguro: elegir seguir a la princesa en lugar de intentar ganarse el favor de la reina, conscientes de que cualquier error podría tener consecuencias mortales. La incertidumbre llenaba el aire, mientras Hercus evaluaba la situación en su regreso. El futuro se presentaba desafiante, con los juegos de la gloria que estaban por venir. Era curioso, justo había tenido una conversación parecida con Heris, acerca de premiar al mejor guerrero que destacara en distintas pruebas. En verdad la reina podía oírlo todo. Apretó el puño, entusiasmado por el anuncio real. Era la oportunidad que había estado esperando y que ni siquiera había llegado a imaginar. Si ganaba y obtenía un deseo de su alteza real, le pediría que lo dejara servirle como su escolta personal. Sería su escudo, su lanza y su espada. A pesar de que ella no necesitara protección, siempre buscaría que estuviera a salvo y resguardada, como lo había pedido su madre. Aunque el mundo entero se levantara contra ella y la odiara. Además de agradecerle como lo había dicho su padre por haberlo ayudado aquella vez cuando había pasado por el camino en su carruaje. Ser el guardián de la reina y alcanzar las estrellas era posible. Estaba tan emocionado, que su cuerpo temblaba. Vio al grupo de Zack, sus hermanos y a Lysandra que se habían puesto a su lado.

—¿Vas a competir, Hercus? —preguntó Zack, con tono neutro. Todos sabían que Hercus era fanatico de su majestad. Y después de haberlo salvado del noble, era como si tu héroe te hubiera defendido al frente de todo el reino—. Eliges a la reina, ¿cierto?

—Sí. Siempre.

—Espero que pierdas.

—Gracias por tus buenos deseos —dijo Hercus. Estaba acostumbrado a la hostilidad de Zack—. Hay juegos en grupo. ¿Quieres formar equipo? Así, todos ganaremos y obtendremos honor por igual. Salvo en las competencias individuales.

—No —contestó Zack de forma terminante.

—¡Hercus! —exclamó Lara, al sorprenderlos por detrás—. Las mujeres también pueden concursar. Me escribiré en tiro con arco y... —Leyó las demás actividades—. Asedio a la torre suena interesante. ¿Puede ser contigo?

—Sí —respondió Hercus de manera neutra.

—Está bien. Me esforzaré para serte de ayuda. Vamos a ganar —dijo Lara, entusiasmada. Se devolvió a su tienda.

—¿Dijiste que hiciéramos equipo? —preguntó Zack. Estaba enamorado de Lara y haría cualquier cosa por impresionarla—. Estoy dentro. Mis hermanos y Lysandra también. Los demás podemos participar en Harpastum. Hay que estar juntos para vencer a los nobles y a la realeza.

—Está bien. ¿No es cierto Axes?

El gigante con barba y su hacha se había acercado al ver a Lara, quien también le gustaba y era su amor platónico.

—Sí —dijo Axes con voz raposa.

—Falto yo —comentó Herick, que tenía una pelota en sus manos. Estaba sudado. Se la pasaba divirtiéndose al ser un fanático del Harpastum.

—Estamos completos. —Hercus miró al herrero Brastol y a las hermanas Lasnath y Lesneth para el asedio a la torre. Estos plebeyos de marca negra podían derrotar a los nobles de marca azul, a los príncipes y reyes de marca dorada y a las reinas y princesas de sello morado—. Practiquemos para los juegos de la gloria de su majestad.