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10. El hogar

Hercus contempló el blanco rostro de aquella mujer. El cabello castaño lo tenía amarrado en un moño y dos mechones le caían a los costados de la cara de manera hermosa. Los ojos turquesa eran lindos. Su figura era delgada y más baja que él.

—Toma —dijo ella. Entregándole el pergamino—. Ábrelo.

Hercus desenvolvió el papel. Pero al hacerlo se encontró con unos grabados que no entendía. Su rostro se tornó serio y decaído. ¿Qué era lo que decía allí?

La desconocida comprendió al instante. Había pasado por alto ese detalle. Quizás lo había ofendido y humillado, sin querer. Sin embargo, había una manera de solucionar este asunto.

—No sabes leer, ¿cierto? —preguntó ella de forma apacible. Hercus negó con la cabeza. La extraña contempló las flores en sus manos. Le había dado un regalo, aun cuando quiso echarlo. Y pensó que se había marchado, pero se había quedado a esperar lo que estaba por pedirle—. Para conseguir lo que está ahí. Primero debes saber lo que dice.

—Comprendo. Yo… —dijo Hercus. Se las arreglaría para descifrarlo.

—Es por eso que te enseñaré a leer y a escribir —dijo ella de forma imperativa, pero con tacto—. Ven aquí cuando puedas. En los días siguientes. Así también podré tratar tus heridas hasta que sanen por completo. De esta manera, saldarás tu deuda conmigo.

Hercus contuvo su alegría al oír esas palabras. Sus piernas y sus manos querían saltar por si solas. Su corazón revoloteó como nunca antes de la emoción de poder seguir viéndola.

—Le agradezco por enseñarme, maestra —dijo Hercus, contento. Intentó acercarse a ella, pero se detuvo al instante al caer en cuenta de que no eran cercanos. Era algo indebido.

—Heris —dijo aquella extraña, respondiendo la pregunta que le había hecho él y que había quedado flotando en el aire. Extendió su diestra, ofreciéndole su mano—. Ese es mi nombre.

Hercus correspondió el gesto al instante. Sus parpados se ensancharon un segundo ante el tacto. Esa sensación tan fría, como de estar agarrando un témpano de hielo, era parecida a lo que había experimentado al sostener a la persona que vestía de blanco, antes de desmallarse. Era ella a la que había visto antes de caer, pero no eran iguales. Sonrió de manera tensa y leve. Por fin sabía cómo se llamaba la herbolaria. Su salvadora, y ahora, su maestra. Pero mantuvo a raya su felicidad y se mostraba serio. Después de haber sido perseguido hasta el cansancio por esas criaturas aterradoras, había llegado a su destino. Lo podía sentir en su pecho. Era Heris.

—¿Conoces el camino de regreso? —preguntó Heris. Hercus meneó su cabeza—. Él sí. —Señaló a Heos—. Síguelo. Y para su protección. —Estiró su brazo derecho y un búho pardo emergió volando de las copas de los árboles y se reposó en ella—. Él los mantendrá a salvo de vuelta. En lo posible, evita las bestias. Hay muchas otras criaturas allí afuera que son demasiado peligrosas. Como te habrás dado cuenta, hasta las más pequeñas podrían matarte.

Hercus supo que se refería a la picadura de la avispa, la que se había olvidado por completo. Llevó su mano a su cuello y no sintió nada fuera de lo común.

—No hay nada.

—Fue la primera en desaparecer. Después de todo, ya han pasado dos días desde que estuviste inconsciente —comentó Heris, para darle a conocer esa información. Era relevante que lo supiera.

—¿Qué? —exclamó Hercus, sorprendido.

¿Tanto había estado durmiendo? No había preguntado nada de eso, porque se había sentido como una corta siesta que no había durado mucho. Debía volver rápido al pueblo para que su hermano y su madre supieran que estaba bien y vivo. Luego de haber pasado este tiempo, era posible que lo dieran por muerto. El búho se posó el hombro de Hercus, en calma, como acostumbrado a tratar con las pesonas.

Heris buscó una mochila que estaba guardando en un escondite y se la entregó con pan, queso y otros pequeños bocadillos para el camino. Al igual que el odre, de nuevo lleno con agua limpia y pura.

—Debes irte —dijo Heris con serenidad.

—Volveré pronto. Muchas gracias por todo, Heris…

Hercus caminaba por los senderos del bosque. Heos era su guía. No dejaba de pensar en Heris. Sacudió su cabeza. Apuró el paso, aun con su pierna lesionada. Al subir, muy a lo lejos, observó a los dos leones con sus leonas y sus cachorros. Anduvo con más sigilo y se distanció lo antes posible. Luego de muchos minutos llegó a la parte del bosque que conocía. Se detuvo un instante para tomar agua del odre que había sido llenada por Heris. Ella era muy amable y hermosa. Sabía usar plantas medicinales, leer, escribir y podía controlar a las lechuzas y a los búhos. Era bella, pero singular y muy extraña. No se le ocurría por qué alguien tan linda y letrada como ella había decidido vivir en esa zona de la selva. En verdad, ¿quién era Heris? Parecía ser alguien demasiado peculiar y excéntrica, muy distinta a todas las demás mujeres. Después de estar mucho tiempo vagando por el bosque. Divisó un arroyuelo, donde siempre pescaba. Preparó su arco y sus flechas. Se quedó inmóvil y apuntó con su ojo concentrado en los peces. Separaba sus manos para soltar las saetas que atrapaban a los peces desprevenidos. Al tener una cantidad suficiente, los cargó de manera artesanal usando un lazo improvisado con las lianas de los árboles. Por fin pudo divisar al pueblo de Honor. Se admiraba el montón de construcciones y las granjas separadas, los humos de las chimeneas y los inmensos campos de cultivos. De nuevo había vuelto a su hogar. Herick lo esperaba sentado al frente de la casa, cagando a su gato marrón. Cuando lo vio llegar se abalanzó sobre él, para darle un fuerte abrazo, mientras lloraban de la alegría. El búho alejó volando y se posó sobre el techo de la choza, detallando lo que pasaba con sus grandes ojos.

—Sabía que regresarías, hermano —dijo Herick, entre sollozos—. Aun cuando todos decían que había muerto. Siempre supe que volverías.

—¿Qué sucede, Herick? —preguntó una mujer de avanzada edad. Llevaba un vestido desgatado, como de camarera y un pañuelo blanco en su cabeza. Al enfocar a su hijo mayor, también se lanzó sobre él, para abrazarlo entre lágrimas.

Hercus correspondió el recibimiento de su familia, mientras que Heos y daba vuelta alrededor de ellos, persiguiendo al gato, Gleus. En tanto emitían gruñidos y maullidos. Sus padres de sangre habían muerto hace muños años. Sin embargo, la señora Rue, era quien los había criado como los suyos, ya que ella, junto a su esposo, nunca pudieron concebir. El señor Ron, también salió a mirar lo que pasaba. Vestía ropas holgadas que parecían quedarle muy grande. Su cabello estaba pintado, por una parte blanca, de las canas y una gran barba le adornaba el rostro. Era el marido de la señora Rue. Pero este era más apegado a Herick, ya que lo había tomado desde que era un bebé. Le dio un vistazo sin interés y entró de nuevo a la casa. Creyó que no le agradaba a él. Más, luego atestiguó como el señor Ron lo apreciaba a su manera. Por lo que también les empezó a llamar, madre y padre. Había sufrido mucho y había estado devastado, pero ellos lo habían ayudado y aceptado en su hogar. No podía estar más agradecido con la señora Rue y el señor Ron.

—¿Qué tienes? ¿Por qué estás tan vendado? —preguntó la señora Rue, preocupada.

—Son algunas heridas. Sanaré pronto —contestó Hercus—. He traído pescado.

—Ven pasa. He hecho comida para ti. Y tú siempre traes pescado…

Hercus compartió un festín que, parecía propio para por un príncipe en compañía de Heos. Comió y bebió hasta saciar su apetito. Su madre era la mejor cocinera de la región y dueña de una fonda en unión con otras mujeres.

La señora Rue era una señora de edad, un poco gordita, pero con el corazón más grande y puro que pudiera existir en este mundo.Su cabello era adornado por una pañoleta parda.

Hercus luego se duchó y se cambió sus ropas, por unas más limpias. Había parecido un sueño, su larga travesía por la selva. Pero había conocido a alguien que había valido toda la persecución y sus heridas. Al llegar el comedor, oyó la discusión entre sus padres.

—¿Cómo pudiste gastar tanta comida, mujer? —dijo el señor Ron con tono molesto—. Han pasado dos días y hay mucho que hacer. El ganado, labrar la tierra, cortar la madera. Además, ese… —Guardó silencio, para no soltar maldiciones—. Ese estúpido caballo no ha comido ni bebido, y ha estado provocando un caos en los establos. Volvió a escaparse y dañó la cerca. Los vecinos se están quejando. Si solo se deja montar y tratar por Hercus, es un caballo que no sirve para nada. Solo para causar estragos. Lo mejor sería mandarlo al matadero o venderlo para obtener algo dinero por él.

Hercus apareció delante de ellos con expresión calmada. Agarró dos baldes para alimentar al caballo, Gran Galand y su apodo era Rompedor. El señor Ron ya había explicado el porqué. Era un inquieto e intratable animal, cuya afición era dañar cercas y quebrar lo que se colocara a su paso. Por lo que era un buen corcel. Tomó algunas otras cosas.

—Gran Galand no es tonto —dijo él, antes de salir de la casa.