126 Diferentes puntos de vista

El sol resurgió triunfante en el horizonte, disipando en su esplendor toda sombra y liberando a los aldeanos de la opresión de sus abrigos cálidos y pesados.

Los trabajos en el santuario y en el cuartel del sindicato avanzaban con aparente parsimonia. Los cimientos habían sido levantados con solidez, como columna vertebral de estas edificaciones imponentes, y bajo la sabia dirección de los maestros constructores, los errores eran apenas arañazos superficiales en la perfección de la obra.

La vahir había despertado de su letargo invernal. Sus calles se llenaban de voces y risas, quebrando el silencio que reinaba durante los días grises. La vida, renacida con la llegada del sol, fluía en cada rincón, como un torrente de energía desbocada.

Entre sus habitantes, se respiraba un aire de esperanza, una sensación casi tangible de que el destino de la aldea estaba cambiando. Y es que aquellos edificios en construcción no eran solo estructuras de piedra, sino símbolos de progreso y superación.

Había esclavos diseminados dentro del territorio de la vahir, apoyando en diversos frentes más allá de la faena de construir. Su labor se extendía a lo largo de osados trabajos manuales y el transporte de pesadas cargas.

Los kat'os, con sus hombros resentidos y su orgullo enhiesto, se resistían con recelo a compartir el yugo de sus responsabilidades con los siervos del altivo señor de Tanyer. Filtrando sus objeciones al oído del ministro Astra, expresando con lucidez su deseo de ser los guardianes exclusivos de la prosperidad de los campos. ¿Por qué habrían de permitir que las manos esclavas intervinieran en la encomienda antes dada por el propio soberano?

Mientras tanto, los estelaris, custodios del bravo ganado que pastaba en la llanura, compartían la mesura y desconfianza de sus paisanos kat'os. A su peculiar mirada, la destreza en el manejo del ganado auguraba eficiencia y destreza. Con firmeza, rechazaron la ayuda ofrecida, temiendo que la armonía en sus tareas se viera perturbada por manos distintas a las suyas. Sus rutinas, íntimas y sabias, no requerían de enmarañadas intromisiones.

Las objeciones llegaron con prontitud al oído de Orion, quién con sabiduría decidió continuar otorgándoles el privilegio de laborar en sus respectivos campos de trabajo, respuesta que embriagó de alegría a los residentes libres de la vahir, y alzó todavía más el cariño que tenían por su gobernante.

Los guardias y exploradores deambulaban incesantemente por los senderos del bosque, divididos en grupos de cinco, cumpliendo con su rutina interminable. Sus ojos aguzados escrutaban cada sombra, cada leve meneo de hojas, cada susurro de vida en ese santuario natural. Al menor indicio de bestias salvajes o criaturas hostiles, hacían sonar sus cuernos, alertando a sus compañeros e iniciando una frenética persecución. O en ocasiones, aguardaban nuevas órdenes, las cuales dictaban las medidas a tomar según la peligrosidad de la fauna local.

El ejército, constituido por escuadrones poderosos y novatos reclutas, se entregaba con ahínco a sus distintos entrenamientos en sus respectivos territorios. Cada escuadrón se adiestraba en las artes del combate, en el dominio de la espada, el arco y la estrategia. Día tras día, bajo el sol implacable o la lluvia afilada, perfeccionaban su destreza con una dedicación inquebrantable. Y en cada rutina, se forjaba no solo su resistencia física, sino también el vínculo indeleble de la camaradería y la lealtad.

—¿Algo más que comunicar? —preguntó Orion, dirigiendo su vista al delgado joven de pie, que había enmudecido desde hace unos minutos.

—Mi señor, ruego a usted tranquilice a mi fiera hermana —dijo al encontrar la valentía, pasando su atención de la mujer de cabello platinado al joven sentado, y viceversa.

—¿Tranquilizar? Habla con claridad, Astra.

Los ojos de la sirvienta de pie parecían decir la misma cosa, aunque de una manera más expresiva y burlona.

—Fira desea emparejarme, mi señor, se ha dado la autoridad para buscarme una mujer.

—No encuentro el problema en tu explicación.

Fira sonrió, complacida con que su soberano estuviera de su lado, mientras Astra le miró irritado, no le gustaba ver la burla de su hermana pequeña.

—La hay, mi señor —repuso, componiendo el tono para evitar ser irrespetuoso—. Fira no es mi madre, por lo que no puede tomar ese tipo de decisiones.

—¿Y quién la tiene entonces, Astra?

—Usted, mi señor. Cuando usted mande me uniré a la pareja que elija, o si el destino me sonríe y puedo encontrarla, lo haré con su permiso y bendición.

—Astuto desgraciado —susurró la hermana en cuestión con un tono burlón.

—Fira —dijo Orion, volviéndose a ella—. ¿Has encontrado a alguien adecuada?

—¿Mi señor? —intervino Astra, pero su voz se apagó al observar la gélida mirada del soberano de Tanyer.

—Aún no, mi señor —dijo Fira con honestidad—, pero seguiré buscando.

—Hazlo —permitió, regresando su atención a su Ministro—. Astra, tu comportamiento con las mujeres ha sido decepcionante, por lo que acepté la solicitud de tu hermana para buscarte una pareja que te hiciera volver en sí. Es mi última palabra sobre el tema.

—Sí, mi señor —asintió abatido, sin el pensamiento para desobedecer, pues era mucha su lealtad, y reconocía muy en sus adentros que tenían razón sobre su comportamiento, aunque no quería aceptar que su hermana lo hacía por su propio bien.

—Puedes retirarte.

El Ministro afirmó con calma, había intereses todavía por conversar, pero no eran lo suficientemente urgentes para ser tratados directamente con el Barlok, y al no querer seguir permaneciendo en su presencia por la vergüenza, aceptó irse.

—Gracias, mi señor —expresó Fira con una gran sonrisa.

Orion asintió.

∆∆∆

La dama, en la penumbra de la tienda, abrochó el cinturón con vaina en su cintura, envolviendo la espada y asegurándola cerca de su cuerpo. Con destreza y determinación, colocó el escudo a su espalda, listo para ser desplegado en su defensa. Verificó las hebillas de sus botas, ajustándolas con precisión. Palpó cada centímetro de su equipamiento defensivo, asegurándose de su funcionalidad y fortaleza.

Cerró los ojos un instante, sintiendo la pesadez de su misión, el miedo acechando en cada esquina de su mente. Era un nuevo amanecer, una oportunidad para desafiar lo imposible. Sabía que su plan podría resultar en su no retorno, y aunque el hecho le aterraba, era el destino al que estaba sometida. Así, la dama respiró hondo, absorbiendo cada brizna de valor antes de salir por el umbral que la separaba de la realidad. El sol del amanecer acarició su rostro, y aunque el miedo aún se aferraba a su ser, caminó con paso firme.

—¿Lista para morir? —preguntó alguien a sus espaldas.

La guerrera se volvió, mirando a su compañero de ocupación y su sucia banda de frente.

—Cállate, Raspak —dijo Multoc—. ¿Cuántos entraremos esta vez, Ita? —le preguntó a la mujer.

—Los veinte de ayer —respondió, sin emoción en su rostro—. El grupo de Alar no ha vuelto de investigar la zona del bosque, y el de Carspo despejó está mañana el sendero de los bichos.

—Pudieron explorar el de los podridos. Malditos antars —Tronó la boca con enfado—, pareciera que nos odiaran a nosotros.

—Si así fuera el pequeño de barba negra que creo es el líder no nos acompañaría —dijo Zinon al acercarse—. Siento que confía en nosotros, y en Ita.

—Entonces desearía que si nos odiaran —repuso Raspak.

—¿Preferirías el trabajo del grupo de Kiris? —inquirió Zinon—. Porque estoy seguro de que a Ita no le importaría prestarte.

—Creo que me han malentendido —sonrió con desfachatez—, como podría cambiarme de grupo, muchachos, si yo los amo —Parpadeó un par de veces de forma coqueta—. Es más, vamos —Se irguió, sacó el pecho con orgullo y observó la entrada del lugar de extracción con solemnidad— ¡Vayamos por esos podridos!

—Ita —dijo Multoc con urgencia—, por favor habla con Kiris.

—Ja, ja, ja.

La risa de la guerrera fue contagiosa, y pronto los cuatro individuos que habían compartido la vida y la muerte dentro de esos oscuros y húmedos senderos olvidaron el peso de la responsabilidad y los horrorosos enemigos que les esperaban ahí dentro.

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