121 Akros

Diez días habían transcurrido desde la partida de Helda, diez, y aunque podía decir con total certeza que no la echaba de menos, poseía una peculiar y nada agradable sensación en su pecho, como si algo le hiciera falta.

—¿Dónde está Itkar? —preguntó nuevamente al sentir que el silencio le afectaba más que un ataque enemigo.

La mujer meneó la cabeza, el temor brillando en sus oscuros ojos. Sus manos temblorosas se retorcían mientras los dedos heridos se analizaban unos a otros, como si buscaran algo perdido. No pudo soportar la penetrante mirada del soberano, sabiendo que en cada sombra de sus ojos se escondía un peligro aterrador.

—Estoy cansando de estos juegos —dijo, envolviendo la estrecha habitación con una pizca de su brutal energía.

La mujer, presa del terror, se asfixió con el pesaroso aire.

—No lo sé —dijo con voz temblorosa y baja.

Orion apretó la mandíbula, visiblemente irritado. Aquella respuesta ya la había escuchado en más de una ocasión, y en cada una de ellas quiso poner fin a la vida de la muchacha, pero había algo en ella que le provocaba desistir.

—Hace poco vino a verme tu madre —dijo, venciendo la impulsividad de sus instintos asesinos. Tara le miró, aunque solo por un segundo, pues sentía que no podría aguantarle la aterradora mirada—, suplicó para que le permitiera verte, pero incurrió en un error imperdonable al hacerlo, y tuve que quitarle sus privilegios. Si gustas, puedo traerla ante ti y degollarla —Tara enmudeció, forzando a qué las lágrimas no salieran de su rostro por miedo a que aquello también le molestase al joven—, o, puedo darle a tus hermanos a mis cachorros —Señaló a los perros presentes a cada flanco de su cuerpo, ambos canes respondieron con gruñidos, eran animales muy inteligentes—, necesitan comer, pues están en crecimiento.

—Por favor, no —suplicó ella, con su frente apoyada sobre el suelo frío y áspero, puesto que sus rodillas ya encontraban tormento en la dureza de la tierra—, se lo ruego, Gran Señor, demuestre piedad. Máteme si así lo desea, úsese de mí como instrumento para sus más oscuros deseos, pero no toque a mi madre, ni a mis hermanos. Por los Sagrados, suplico clemencia...

La angustia y desesperación palpitaban en sus palabras, pero el hombre ante ella parecía no conmoverse. Sus ojos, tan fríos y apagados como una noche invernal, la contemplaban sin rastro de compasión.

—Solo busco a Itkar —declaró con voz apagada y grave, asemejándose al eco del viento sobre las heladas montañas—. Revela dónde se esconde, y encontraré en mí la benevolencia para perdonar la vida de tu madre y tus hermanos.

Tara experimentó el derrumbamiento de su ser, sucumbiendo ante el dolor y la tristeza, por el temor a la muerte y de aquellos a los que amaba. Ya había respondido con la verdad, desconocía por completo donde se encontraba Itkar, se había marchado de forma misteriosa unos pocos días después de llegar a la durda controlada por la familia Lettman. La había dejado sola en una situación atroz con aquella fría mujer, la había abandonado, y aunque le guardaba un gran cariño por ser su consanguíneo, si hubiera conocido su destino, habría declarado su paradero hace tiempo para salvar a su madre y sus hermanos pequeños.

—Te dejaré pensar —Se levantó de la silla de madera—, pero si en la próxima ocasión que nos encontremos continúas negándote a responder con la verdad, cumpliré con mi amenaza, estés viva o muerta. Castigo, Justicia.

Los perros siguieron a su amo al ser llamados, moviendo sus colas con mucho entusiasmo, al igual que Mujina y Alir, solo que estás no movieron la cola.

Orion abrió su interfaz, tocando la notificación que había llegado poco antes de entrar al cuarto donde tenía retenida a Tara. La investigación: Sala de investigación había culminado, una noticia que le mejoró el humor, pues sabía que los efectos de la construcción serían muy beneficiosos, tanto para él, como para su vahir, sin embargo, sabía que debía retrasar la construcción, al menos hasta que los trabajos de edificación del santuario, el cuartel del sindicato, y las tres nuevas barracas para esclavos terminaran, pues apresurar demasiado las cosas no llevaba a nada bueno.

Los cachorros, atraídos por las oscuras vibraciones que se filtraban en el pasillo, frenaron en seco, molestos ante la maliciosa mirada que alguien les clavaba en los lomos. Alir carcajeó, tentada a patearlos, pero se abstuvo por el respeto y devoción a su soberano.

—Trela D'icaya, sus perros son algo curiosos —dijo en deferencia, aunque los canes intuían la burla en sus palabras.

—Alir —dijo Mujina con severidad, enfadada porque su subalterna se permitiera tanta facilidad con el soberano de Tanyer.

Orion se detuvo, sonriendo al ver a los perros en posición de ataque.

—Curiosos no —dijo él—, poderosos. Caminen. —ordenó y los perros obedecieron, gruñendo por última vez a la mujer.

Alir mordió sus labios para evitar reír, pues, aunque de apariencia agresiva, los canes solo le inspiraban la ternura de un ser inferior.

—¿Conocen la raza: akros?

Alir se quedó de piedra al escuchar nombrar aquella estirpe. Mujina guardó mejor su sorpresa.

—Sí, Trela D'icaya —asintió la capitana.

—¿Qué saben de ella?

—Muy poco, Trela D'icaya —aceptó Mujina—, solo que fueron unas de las razas mascotas de los dioses humanos que lucharon en la guerra de las Tres Eras. Y que pertenecían al reducido grupo con el título de: bestias primigenias.

—Algo así también leí —asintió, complacido por el conocimiento de su subalterna—, bueno. —Se volvió a las mujeres con una expresión de triunfo y seriedad—. Justicia y Castigo pertenecen a esa raza, ambos son akros.

«Eso no es posible», pensaron ambas.

Mujina tragó saliva, negando con la cabeza por la nueva información, quería expresar sus pensamientos, pero no podía hacerlo sin sonar irrespetuosa, y no quería ni tenía intención de serlo, por lo que calló, ignorando la advertencia de sus antepasados sobre las antiguas razas mascotas de los humanos.

—Sé que los akros son enemigos de los islos —dijo al ver las conflictivas miradas de ambas mujeres—, de todas las razas de Tanyer por lo que sucedió en la antigüedad, pero ahora son mis perros, y quiero que los traten como tales.

—Sí, Trela D'icaya —dijeron al unísono.

Reconocían que las advertencias de sus antepasados eran importantes, pero los mandatos de su soberano lo eran más, por lo que, aunque les pidiera que se cortaran un brazo para darles de comer a los canes, ella y cada uno de los islos lo harían sin dudar.

—Bien —Regresó a la caminata—, porque pronto en verdad mostrarán lo que guarda la sangre Akros.

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