1 Prólogo

Caos y desorden. Todo era absolutamente inentendible, no había ni siquiera un mísero margen de tiempo para analizar la situación y actuar en consecuencia.

Cualquier rígida estructura militar que antes se había presentado ahora yacía esparcida entre cuerpos ataviados en piedra, demonios, explosiones y estruendos. Aun cuando todos parecían tan disciplinados y experimentados, bastaron unos cuantos segundos para que todos empezaran a alzar sus armas contra todos, y rápidamente todo se convirtió en algo parecido a un centro de orates, un auténtico paraíso de desquiciados incapaces de reconocer con claridad a su enemigo.

Curiosamente, el cielo sobre ellos reflejaba una parsimonia radicalmente contrastante con lo que se tejía sobre el dominio de los hombres; estaba nublado, casi completamente, pero unos cuantos espacios entre las algodonosas nubes dejaban entrar algunos rayos de luz que se proyectaban sobre la tierra para revelar el campo de batalla ante sus ojos, uno atiborrado de sangre y cortinas de humo que lograban, en parte, esconder las atrocidades bajo ellas. Aun así, era un paraje hermoso, incluidas las formaciones rocosas puntiagudas del horizonte y la gigantesca torre de arquitectura desconocida que se alzaba en medio del páramo, oculta entre una delgada capa de niebla que difuminaba la base de esta.

Un pedrusco del tamaño de una cabaña impactó contra el suelo muy cerca de él, tanto que salió despedido hacia un lado, arrojándolo contra un montón de cuerpos ensangrentados y armaduras abolladas en medio de una poza de barro e interrumpiendo sus pensamientos en el acto. La mugre sobre su cara, el peso y el roce de una armadura que parecía de piedra, el dolor del impacto, la contusión por el ruido y los alaridos ahogados en estruendosa sincronía con el sonido del metal contra el metal de fondo; en ese momento su cama parecía algo distante, a pesar de que era plenamente consciente que ese vívido campo de batalla no era más que una recreación de su subconsciente, una manifestación de esa ansia y un reflejo de sus anhelos, un sueño de esos que a veces su mente tenía la bondad de otorgar. A pesar de eso, siempre era difícil mantenerse sereno y pensar con claridad, de hecho, parecía que sus emociones simplemente actuaban circunstancialmente cuando llegaba el momento, generalmente fieles a la que parecía ser la personalidad del individuo al que representaba, por lo que no se encontraba precisamente tranquilo. Euforia y temor, dos emociones que jamás había sentido particularmente suyas, ahora estaban presentes en él de forma natural. Y no le resultó algo cómodo.

Con desesperación y manos torpes, buscó bajo el agua cualquier arma que blandir contra esas criaturas que ni de cerca resultaron ser tan fuertes como se las imaginaba, pero que aun así infundían el temor suficiente como para amedrentarlo, aunque no más que los trastornados que cambiaron de bando. Aún no entendía cómo es que había llegado hasta allí, el sueño tampoco se había encargado de contextualizar correctamente y él simplemente había saltado al campo de batalla luego del típico mensaje motivacional de general de guerra, en una refriega que, al parecer, en esa ocasión, era más agresiva que a las que estaban acostumbrados allí. Encontró una lanza.

Una lanza, de sus armas preferidas en cuanto a combate cuerpo a cuerpo abierto se refería y una de las armas que mejor se le daban; adoptó una de las posiciones que le había enseñado su abuelo y encaró a la criatura con los pies cubiertos de barro y cadáveres que limitaban su movimiento. Realmente era suficiente, poder moverse o no, en ese momento, no sería el factor que definiría su victoria, ya que no acabar con esa criatura en el primer contacto significaría para él ganar alguno de los otros tantos enemigos que rondaban a su alrededor y que ya habían roto las filas de los soldados, lo cual no era precisamente factible considerando que muchas de sus facultades físicas se habían quedado en su cuerpo real. La criatura volvió a saltar contra él; por lo que se movió ligeramente hacia un lado y lanzó una estocada que entró por el «ojo» de su oponente y se hundió hasta casi rozar su mano empuñada. El peso provocó que él también cayera, pero al menos había salido victorioso, y ahora necesitaba otra arma.

Allí se quedó unos segundos, intentando organizar la maraña de pensamientos que era su cabeza, observando nuevamente el cielo intentando asumir la idea de que vivir o morir allí no representaría nada más que una frustración momentánea. Las nubes se volvían más y más densas cuanto más miraba, y pronto comenzaron a tronar, anunciando el clímax de esa horrible obra de teatro. Se hubiera quedado tumbado más tiempo, casi se sentía a gusto con la lluvia mojando su cara, pero uno de los soldados aún racionales lo vio tirado en el piso y rápidamente acudió a socorrerlo. Tras él avanzaba la general del bastión, una mujer de cabello blanquecino y muy hermosa, cuyo nombre era imposible de recordar.

Aedan de Talgra, ese era el nombre por el que antes se habían referido a él. Quizás era un teorinense en esa ocasión, ya que la forma de apellidarse era similar a la de la tierra roja. El caso es que le pareció correcto referirse a sí mismo por ese nombre, aunque él no sabía si era él quien guiaba la mano del muchacho o era el muchacho quien guiaba su mano y él no era más que un espectador de los acontecimientos. Tras mucho pensarlo en otras situaciones un tanto más tranquilas, había determinado que él era quien tenía el control de sus acciones, aunque a veces pareciera que no, ya que parte de sus emociones no parecían ser las suyas. Allí él era una especie de soldado, un tanto más joven que su yo real, que defendía un bastión erigido sobre la piedra misma, particularidad que asumió tras examinar las murallas y las edificaciones y no encontrar ni siquiera una grieta a pesar de lo alto y ancho de estas; una obra perfecta labrada bajo la mano de los picapedreros de su cabeza, de los cuales se sintió plenamente orgulloso en su momento. Los asaltantes eran una especie de criaturas de morfología canina y cabeza con forma de flor, similares a los temidos demonios quam de su mundo, con la diferencia de que el «botón» no presentaba ese agresivo color rojo sangre; aquí era azulado, casi verde. Probablemente habían llegado ahí después de leer un artículo sobre esas criaturas que había captado su atención entre los documentos de su hermana.

De alguna forma la campaña se había extendido fuera de las murallas, y ahí estaba él, siendo examinado profusamente mientras tenía la mirada perdida en la hermosa espada de la general, y es que, literalmente, era el brillo metálico más hermoso que jamás había visto, y a pesar de no haber tenido la oportunidad de contemplar mucho acero en su vida, sí tenía la certeza de que también sería el más hermoso que vería jamás. Casi quiso saltar sobre ella y arrancarle esa espada de las manos, sentir la tela de la empuñadura sobre sus manos, sentir el peso de la hoja, de asimilarla como una extensión meramente funcional de sus extremidades. Evidentemente no lo hizo, se limitó a ponerse de pie y a acercarse a los pocos soldados que rodeaban a la general.

— Tú nombre es Aedan, ¿no? — Preguntó ella, tranquila y sin dejar de mirar al campo de batalla. El yelmo ahogaba parte de su voz, apenas entendible entre todo el bullicio.

Él dudó un instante, pero asintió. En parte le sorprendió que recordara su nombre entre tantos otros, ya que no parecía poseer un rango particularmente alto y tampoco era alguien de facciones llamativas según lo que le había mostrado su reflejo.

— Sí, señora.

Curiosamente, por primera vez en todo el tiempo que llevaba allí, sintió que los vellos de sus brazos se erizaban.

— Necesito que… — Sus ojos se quedaron sobre su cabeza —. ¿Qué es eso que brilla bajo tu yelmo?

— Son mis ojos, señora — Replicó. Ese aspecto de su yo real era el único que siempre conservaba y sobre el que siempre acababa dando explicaciones.

— ¿Tus ojos? — Negó con la cabeza —. ¿Estás en dispuesto a dar tu vida por el reino?

¿Cómo habría respondido su personaje? Realmente no importaba.

— ¿No es acaso lo que estoy haciendo?

Por lo tardía de su respuesta, intuyó que no esperaba que le respondieran de forma tan casual.

— Bien, únete a…

— ¡Cuidado! — Gritó alguien.

El sorpresivo acto de presencia de la criatura fue el recordatorio perfecto de que no podía bajar la guardia, ni siquiera cuando no parecía haber enemigos cerca. El caso es que las fauces de la criatura pasaron tan cerca suyo, que él, en acto de reflejo, torció ligeramente el torso y abrazó el largo cuello de la criatura; entonces, aprovechando la inercia que ese pesado cuerpo llevaba, deslizó los pies sobre el suelo y la arrojó al piso girando sobre sí mismo para desviar la fuerza. Al no poseer un arma, él empezó a gritar desesperadamente por ayuda, ya que, al actuar por instinto, no sabía cómo continuar sometiendo a la bestia que comenzaba a intentar levantarse. Nadie acudió. En cambio, todos miraban con curiosidad a las criaturas abalanzarse únicamente sobre los desquiciados, dándole la espalda al fuerte y a ellos.

La criatura debajo suyo finalmente se liberó, pero no lo atacó, lo examinó durante unos segundos, se sacudió el pellejo y se unió a sus compañeras en su despiadada cacería.

Él no entendía realmente si aquello era algo normal o completamente inesperado, cualquiera de las dos era una posibilidad factible teniendo en cuenta sus encuentros previos, por lo que se volteó a mirar a los demás soldados para buscar respuestas en sus expresiones corporales. En esa tarea fue que cayó en cuenta de que todos contemplaban la escena con la misma sorpresa. Él frunció el ceño.

— ¿Esto es normal? — Preguntó a uno de los soldados junto a él.

— ¿Disculpa?

— ¡¿Esto ocurre normalmente?! — Repitió en un tono más alto.

— No, definitivamente no… — El soldado se quitó el yelmo. Era un hombre viejo, de piel oscura, barba bien arreglada y expresión dura, el estereotipo de caballero veterano, quizás algo parecido a su abuelo. Miró al cielo —. «Y los hombres lucharán contra los hombres, y las bestias junto a los hombres contra los hombres…» — Recitó con algo de preocupación en su rostro anciano.

— ¡Aedan! — Exclamó alguien.

Quien lo llamaba por su nombre era un muchacho de más o menos su edad, de largo cabello negro, mandíbula afilada y brillantes ojos anaranjados. Era difícil saber si allí era algo normal, pero desde luego que le recordó a cierto personaje de la realidad. El chico arqueó una ceja en cuanto estuvo lo suficientemente cerca.

— ¿Siempre fuiste tan bueno?

— Supongo que fue la euforia — Replicó él.

— Jamás había visto esas posturas… ¿No habías dicho que jamás entrenaste antes de unirte al ejercito?

Él se encogió de hombros. «Pues porque en principio no soy con quien crees hablar».

— Ehm… ¿Inercia?

— ¡Formen filas! — Gritó a todo pulmón la general, levantando su espada.

— ¡¿Qué ocurre?!

A tan solo unos metros de ellos estaba la entrada al bastión, separados únicamente por un ancho puente que parecía construido para dar la bienvenida a los viajeros, ya que realmente no había necesidad de tenerlo ahí. La general se ubicó en el centro, con la guardia en alto, apuntando con su espada a la entrada. Los soldados, confundidos, pero obedientes, se ordenaron detrás de ella con sus enormes escudos en alto. Al no poseer escudo, él y el otro muchacho se quedaron detrás de la vanguardia, ambos dudosos sobre el origen de tanto alboroto; o bien, de tanta tranquilidad, puesto que allí se quedaron un buen rato esperando con la guardia en alto.

Nuevamente, sus pensamientos fueron cortados de golpe, esta vez fue el sonido de las criaturas lo que captó su atención, las que pasaron junto a ellos con los «pétalos» de sus cabezas vibrando, el signo instintivo de su agresividad. Evidentemente, todos las apuntaron con sus armas, nerviosos ante la cercanía de quienes hace unos cuantos minutos eran sus enemigos, y que ahora caminaban lentamente hacia el interior de la ciudad.

Naturalmente, la pregunta que a todos debió surgirles fue: «¿Por qué la general los deja pasar sin más? ¿El objetivo no era evitar que accedieran a la ciudad?» La general no titubeó, siguió apuntando su espada, rígida, hacia la entrada mientras las criaturas pasaban junto a ella.

— ¡Firmes! — Rugió.

Desde ahí era algo difícil, pero Aedan creyó oír el corazón agitado de la general; casi pudo sentir el incomodo sudor en sus manos, en la flaqueza de sus piernas. Fue en ese punto en el que él se convenció de que esa mujer no había perdido los estribos.

Ignorando la soltura de su compañero, y de todos en realidad, e ignorando las instrucciones de la mujer, él avanzó entre los soldados con su espada en alto hasta estar relativamente cerca de la general.

— Siempre tuve la sensación de que no eras un simple muchachito de campo — Dijo la general —. ¿Lo sientes?

Él atraso un poco su respuesta.

— Solo tu nerviosismo — Espetó.

Ella soltó una risita.

— Pues me alegro de que así sea.

Por fin, en respuesta a su impaciencia, un horrible estruendo rocoso resonó en todo el valle, proveniente desde el interior del bastión. Enseguida comenzaron a levantarse las primeras cortinas de humo, en seguidilla a una serie estruendos similares al primero, explosiones, rugidos y gritos chirriantes que alertaron de una vez por todas a los soldados detrás de ellos y los obligaron a formar filas. Parecía que al fin habían recobrado la disciplina.

— Que el mundo nos guarde — Murmuró la general, oyendo atentamente las pisadas de algo colosal que se dirigía hacia ellos.

Realmente no sonaban como pisadas, era un sonido casi viscoso.

Las enormes placas de metal que solían ser las puertas del bastión salieron despedidas como si de trozos de cartón se tratase y las murallas cercanas a la entrada se derrumbaron como si fuesen piezas de dominó. De un momento a otro las baldosas de piedra que tenían frente a ellos desaparecieron, cubiertas por una especie de zarcillos que reptaron rápidamente hasta la mitad del puente, a tan solo unos metros de ellos. De la nada, saltaron hacia los zarcillos un centenar de criaturas; las que entablaron combate con los seres sin rostro que corrían enajenados hacia ellos desde el interior del bastión.

Lo primero que se le vino a la cabeza fueron personas, pero ahí habían demasiadas, más de las que podría haber habido dentro de ese recinto puramente militar. A pesar de lo débiles que parecían, rápidamente se abrieron paso hasta ellos.

Sus carnes eran débiles y sus movimientos erráticos y feroces, no había ningún atisbo de humanidad en los movimientos imposibles de sus articulaciones, cuyos huesos parecían acomodarse según la necesidad de su agresivo huésped. La esgrima de su abuelo parecía ser la correcta para afrontar a esos oponentes, y así fue. Sus movimientos le permitían acabar rápidamente con cada ser que se adentraba en su área de alcance, logrando estabilizar su posición hasta que un ser considerablemente más corpulento y grande se abalanzó sobre la general y los soldados cercanos a ella. La mujer, extremadamente hábil, cercenó las piernas de ese «bulto de carne y hueso», pero su estampida iba con tanta fuerza que barrió con su cuerpo a todos los soldados que mantenían su posición en el puente. El crujir de sus huesos se convertiría en algo que recordaría al despertar.

Lejos de sentirse amedrentado, Aedan sintió como sus brazos se libraban del peso que los atenazaba, su corazón comenzó a latir con intensidad ante el ejercicio físico de mantenerse con vida. Su cuerpo lleno de fervor y sus pensamientos, sin espacio para fluir, pronto lo llevaron a actuar por instinto mientras una sonrisa se esbozaba lentamente en su rostro. Era consciente de lo frenético y desordenado de sus movimientos, pero en ese momento se sentía tan bien, que simplemente dejó que todas sus ansias de combatir se manifestaran en forma de auténtico poder desembocado. En cosa de lo que parecieron unos cuantos segundos, él estaba solo en medio del puente. Incierta la idea de haber salido victorioso, se dio media vuelta en busca de más enemigos, pero el bastión se había convertido en una fortaleza desolada y el puente en un baño de sangre y vísceras. Sus oídos pronto volvieron a él, permitiéndole oír la balada del combate detrás del gigantesco cuerpo que bloqueaba el puente. Enterrada en el brazo de aquella cosa, justo entre él y el sol estaba la espada de la general, quien yacía moribunda sobre una pila de cadáveres que formaban una suerte de escalinata hasta lo más alto de ese saco de carne «¿Cuánto tiempo ha pasado?» No le dio mucha importancia. Enseguida miró su espada, mellada, sin punta y embarrada de sangre negra, luego observó esa bella espada, limpia y majestuosa, brillante y seductora.

Antes de llegar a ella, escucho una risita.

— Así que jamás habías blandido una espada… — Dijo la general. Alguien la había curado, así que sus heridas ya no sangraban, por lo que le extrañó verla allí tirada teniendo en cuenta la versatilidad con la que se desenvolvía en el campo de batalla.

— Creo que no soy la persona con la que crees hablar — Fue sincero, simplemente porque le nació serlo.

Ella solamente rio. Luego de unos segundos, levantó el cuello y miró la espada por encima suyo.

— Es una obra hermosa… su metal es único y sensible…

— Pues ponte de pie y tómala — La interrumpió.

Ella se encogió de hombros.

— Mis pulmones nunca han funcionado bien… apenas me puedo mover.

— ¿Y aún con eso lograste convertirte en general? — Preguntó él, de brazos cruzados —. Eso es admirable.

Ella frunció el ceño.

— ¿De verdad no eres Aedan?

— No, mi nombre es Cair Rendaral… — Respondió él, extrañado —. ¿Qué te hizo darte cuenta?

— Yo no soy general… — Ahora que la veía bien, ella estaba pálida e intentaba respirar por la boca en vez de por la nariz—. Por eso tus ojos cambiaron — Murmuró —. En fin, si quieres usa mi espada — Miró la espada que él había descartado —. Al menos no se romperá.

Él asintió.

— Espera — Lo interrumpió ella esta vez — ¿No sientes temor? ¿O ansiedad?

— Pues no, evidentemente lo sentiría si estuviese en peligro.

— Hay hombres buenos muriendo detrás de mí — Le dijo, esperando alguna reacción por su parte.

Él frunció el ceño, se aupó en lo que debía ser la pierna de la criatura y se asomó por encima de esta para mirar hacia el otro lado.

El combate ya había terminado. Algunos examinaban los cadáveres con evidente repulsión en sus rostros y otros deambulaban con sus lanzas apuntando al suelo en busca de sobrevivientes. No parecían haber muerto muchos; y era de esperarse, puesto que, exceptuando esa criatura grande, esas aberraciones con suerte tenían la fuerza para sostenerse de pie. Le alegró un poco ver que el chico de ojos anaranjados y el anciano con el que había hablado antes estaban vivos.

— Creo que no necesitaré tu espada — Dijo él, dejándose caer para volver a hablar con la mujer.

— ¿Murieron muchos?

— No tengo ni la más mínima idea de cuantos éramos, pero no quedamos muchos menos que los que estábamos contigo.

Ella dejó escapar una buena bocanada de aire y lo miró con una ceja arqueada.

— ¿Entonces quién es Aedan?

Él dudó un instante. No es que estuviera seguro de la respuesta, pero se señaló a sí mismo con el dedo.

— ¿Y quién eres tú entonces?

— Cair Rendaral — Repitió.

— ¿Y quién es «Cair Rendaral»? — Insistió.

Algo hizo tilín en su cabeza, por lo que antes de responder, le mostró la palma y se agachó a observar todo con calma y al detalle; desde la porosidad en la piel de los seres bajo sus botas, la textura rasposa de su armadura de piedra y las melladuras en su superficie, el cuero de las amarras y los pequeños signos de su desgaste, el viento sobre su cabello ahí rizado y así con prácticamente cualquier detalle que no se debería recrear en un sueño, todos detalles tan ricos y precisos como la realidad.

— ¿Y quién es Aedan?

La mujer se encogió de hombros.

— Un soldado — Replicó ella, negando con la cabeza como si la respuesta fuese obvia —. Alguien tan joven como extraño — Lo apuntó con el dedo —. Por cosas como esta.

Delante de ella, Cair se quitó un guante y comenzó a examinar su mano para continuar con la tarea de construir una teoría. Desde luego no parecía ser la suya, era más pequeña y de dedos más delgados. Frotó las yemas, sintiendo el tacto de su piel, la dureza de los callos. Asimiló el ardor de sus heridas durante un instante y saboreó la sangre en su boca. Sus sueños generalmente eran desordenados, incoherentes y fantasiosos, o al menos así los percibía tras despertar. Pero aquellos no eran iguales; pertenecientes a un grupo que parecía ser más que una mera formación de su cerebro, pues una vez que el sol pegaba en su cara, instándolo a abrir los ojos, él era plenamente consciente de todo lo que había ocurrido durante sus horas de sueño, siendo capaz de recrear todo con tanta lucidez como si de un recuerdo se tratase. Incluso, en las ocasiones en las que le tocaba realizar algún trabajo físico, despertaba con los músculos agarrotados, transpirado y cansado. Probablemente ese sería el caso en esta ocasión. Esos no eran sueños normales, y ahora que había tenido la oportunidad de examinar toda la escena con detenimiento, la parte de sí que no quería creerlo casi se esfumó por completo. Casi porque todavía faltaba una forma de comprobarlo.

— ¿Qué haces?

— En estas circunstancias, ni yo lo sé — Respondió al fin a la pregunta anterior.

Miró directo a los ojos de la mujer, evitando esbozar la más mínima sonrisa e intentando indicar la seriedad de sus palabras con ello, esperando encontrar algún signo de duda. Ella también permaneció en silencio durante un buen rato, mirándolo fijamente a los ojos, como si estuviera buscando algo dentro de ellos.

— ¿Sabes? — Dijo —. Siempre, entre todas las camadas de iniciados hay alguno que resalta, ya sea por apariencia, por lengua o por capacidades. Pero siempre hay uno. Aedan fue el de la suya.

— ¿Por algo en particular?

— Era un niño de ocho años que había llegado allí luego de vencer a uno de los mejores guerreros del reino… dejándolo en ridículo por lo demás — Su mirada se perdió en las murallas caídas —. ¿Sabías que hubo otro hombre que poseyó a Aedan antes que tú?

Sintió un escalofrío recorrerle toda la médula.

— Ni siquiera sabía que estaba poseyendo a alguien.

La mujer sonrió.

— Ese chico de ojos anaranjados… ¿Te suena de algo?

— Sí… — Cair entornó los ojos —. Pero no creo estarlo buscando.

Evidentemente la mujer abrió los ojos con estupor.

— Qu… ¿Cómo? — Bajó la cabeza y tosió — … Esa otra persona… parecía muy intrigada en él — Intentó sonreír —. Dije hace un rato que me había percatado de que no eras Aedan cuando me llamaste general. Mentí… o bueno, no, realmente luego me di cuenta. Ese otro… era alguien extraño… se comportaba de forma errática y depresiva…

» La mirada de un hombre dice mucho… y tengo muy buena memoria, en especial para detalles que para la mayoría carecen de importancia — Giró ligeramente la cabeza para volver a mirarlo a él —. Pero no logré entender nada de él… y no logro entender mucho de ti — Entornó ligeramente los ojos —. ¿Quiénes son?

Él empezó negando con la cabeza, luego hizo una mueca y finalmente se encogió de hombros.

— … Me encantaría saberlo.

Ella rio.

— Primero esas cosas y ahora esto… — Volvió a suspirar —. En fin — Volvió a mirarlo, luego cambió a su espada y finalmente su mirada volvió a posarse sobre él —. ¿Me traerías mi espada?

«¿Primero esas cosas?».

— Supongo que no hay problema — Y se dispuso a ir a por ella.

— Oye — Lo interrumpió antes de dar la primera zancada —. ¿Me darías esa poción?

Cair examinó su cinturón y señaló un pequeño vial con un líquido rojo.

— Asumo que es esto.

— Sí.

Él simplemente se la arrojó y comenzó a trepar para llegar hasta la espada. Allí se quedó de pie, contemplándola, admirándola e, irónicamente, temiéndola. Había algo en ese filo que le resultaba familiar, algo en el tamaño, en la forma; sintió un escalofrío en los dedos y los brazos al imaginarse la sensación de aquella hoja surcando el viento, una imagen tan clara que casi parecía un recuerdo. Por un segundo, su consciencia se volvió ajena a todo lo que ocurría a su alrededor.

Examinó la espada durante unos segundos antes de voltearse hacia la mujer, quien lo miraba atentamente. Cair volvió a mirar la espada. Esa mujer no quería que él le llevara la espada, solo quería que sus manos la sostuvieran.

«No importa» pensó Cair contemplando el acero frente a él.

Acercó la mano a la empuñadura.

A medida que sus dedos se acercaban a la espada, tuvo la sensación de que muchas otras personas intentaban hacer lo mismo que él, todas al mismo ritmo, prácticamente en sincronía. A pesar de ser consciente de que allí no había nadie, una parte de su vista periférica creía ver allí las siluetas de esas tantas personas, confundiéndolo, pero jamás interrumpiendo ese lento movimiento. ¿Serían aquellas personas de las que hablaba esa mujer? En ese instante, aunque no hacía mucho que la duda ocupaba la totalidad de sus pensamientos, parecía no existir nada más que anhelo y un intenso sentido del deber.

Aislamiento.

Los latidos de su corazón se agitaron, se volvieron frenéticos y potentes. Por un segundo lo tuvo claro, esa espada era el nexo de todo aquello; esas personas a su alrededor también formaban parte del entramado. Sentía que las había visto una y tantas veces. Todo se había vuelto casi tan lúcido como irrelevante, como armar un rompecabezas con la expectativa de conocer la imagen se construiría una vez terminado, siendo que dicha imagen siempre está en la caja. O armar un rompecabezas que solo contiene piezas blancas. Cualquiera de las dos metáforas era perfectamente factible para explicar el único torrente de pensamiento que ocupaba toda su cabeza.

De pronto, a la altura del suelo veía su propio cuerpo decapitado y chorreando sangre.

Veía sus brazos colgando mientras la sangre escurría por su ropa y el mástil de una lanza apuntando a su pecho.

Contemplaba sus piernas destrozadas por un bloque de acero mientras un mangual viajaba lentamente hacia su cabeza.

Observaba como unos enormes gusanos consumían la carne de sus costados.

La magia arañaba sus articulaciones como si le estuvieran rascando el cuerpo con un tenedor.

Unos hombres asesinaban a sangre fría mientras él estaba tumbado en el piso con una docena de flechas enterradas en el abdomen.

Lo único que comprendía su mirada era el aspecto de la madera podrida y sonido de la guillotina deslizarse.

El veneno recorría su cuerpo, profanando su sangre.

Una mujer de cabello blanco sostenía un estilete a la altura de su garganta.

Un torrente incesante sacudía la tierra a su alrededor mientras él caía de rodillas en medio de la penumbra.

Incapaz de pensar, vio como todos sus seres queridos caían bajo su espada.

Remordimiento, desesperanza, decepción y determinación.

«Responsabilidad. Esa es la peor condena. Y ahora te has condenado, lo has condenado».

Cerró la mano en la empuñadura.

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