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UN EJERCICIO DE ALQUIMIA

Excelentísimas mercedes regentes de esta audiencia del Santo Oficio; señores inquisidores. Juro siempre haber vivido como católico cristiano, haciendo y guardando toda buena costumbre en mis actos, siempre me he ocupado del servicio de Dios nuestro Señor y de vuestra Santa Ley Evangélica, y del Rey nuestra majestad Felipe II. Estoy aquí para contar la historia que escuché de Marcela Coronado señora de asistencia de Doña Juana de Algarbe, sobre lo acontecido en la epidemia que azotó al Virreinato de la Nueva España en el Año del Señor de 1576, bajo la regencia del virrey don Martín Enríquez de Almansa. Que mi exposición sirva de defensa al acusado, acreditando que sus actos fueron de buena fe. He aquí el relato: "Una mosca, una mosca grande estaba sobre el ojo abierto de un caballo muerto. Yo la miraba extrañada, era la primera mosca que veía desde que había llegado al Nuevo Mundo, «¿habrá llegado con los barcos? ¿Se habrá creado con la epidemia?» Me preguntaba sin dejar de verla. Los restos del equino estaban sobre una de las tantas pilas de cadáveres que se encontraban en las orillas de la calle de Sta. Clara. La enfermedad estaba en su mayor pujanza, en las casas de asistencia sus instalaciones eran rebasadas, de forma que los clérigos y la gente que auxiliaba en ellas, viendo que nadie reclamaba por la gente que moría, sacaba los restos para depositarlos en la calle, esperando a que un familiar viniera por ellos o el ayuntamiento los recogiera. El tronido de la rueda de la carretilla que empujaba el mozo me sacó de mi ensoñación, uno de los chicos que nos acompañaba retiraba sin miedo los rostros de los muertos para que mi señora confirmara que no fuera su nuera o su nieto. No eran. Seguimos avanzando, lentamente inspeccionando con cuidado cada montón de yertos. Habíamos pocos vivos por las calles buscando a su gente. Esto no era raro, pues el mal en una gran mayoría terminaba con la familia entera, como si no quisiera dejar deudos que los lloraran. Llevábamos desde el mediodía en el menester, desde que se nos informó de su muerte. Fuimos al Hospital de los Jesuitas por ellos, pero nadie supo decirnos donde estaban. Esos curas los habían sacado a la calle sin ni siquiera esperarnos. Nos dijeron que no podían quedarse con los cuerpos por más de un día. ¡Nosotros no habíamos tardado tanto! De hecho apenas llegó el mensajero a la casa de mi patrona salimos casi en el acto. Sabíamos que no lo

habían hecho por mala gente… pero si nos hubieran permitido acompañarlos mientras estaban dentro, no hubiéramos estado en ese trance… Ya habíamos llegado a la calle del Arco cuando vi mi primera alma en pena. un espíritu, no estaba ni siquiera muerto, pero tampoco estaba vivo. En el tormento de la fiebre que los aquejaba, muchos de los enfermos salían de sus casas tratando de encontrar reposo o tal vez buscaban un lugar fresco, no lo sé. La cocinera me había dicho que ella había contado casi una docena andando a trompicones por las calles, yo en ese momento creí que me mentía, que era una de las tantas historias que se estaban contando de este castigo que azotaba la ciudad. Pero ahora lo veía con mis propios ojos, estaba ahí, casi desnudo, tapado apenas con un especie de herreruelo, pálido y sudoroso apoyado en un edificio. El niño que nos asistía tiró de mis enaguas, con dificultad pude desviar mi mirada de aquel que estaba por morir, el chiquillo me dijo que los habían encontrado. Remiré hacia mi izquierda y vi como el mozo retiraba los cadáveres que tenían encima para poder sacarlos. La nuera de mi señora tenía los ojos abiertos y su pequeño, de tan sólo semanas de nacido estaba inerte prendido todavía de uno de sus pezones. Me horroricé… —¿Cómo el ninno pvdo morir así? —Pregunté sin querer. —No estaba mverto cvando lo traxeron aqví. —Respondió la señora, seria, sin inmutarse—. Lo fieron débil, sabían qve no sobreviviría. El mozo tomó el cuerpo de la criatura y se lo dio al niño que nos asistía, mientras depositaba a la madre en la carretilla. Mi señora Juana le cerró sus ojos con la ternura de una madre. Mientras yo tomé el mantonet que traía y envolví al pequeño para luego colocarlo sobre el costado de la difunta. Mi patrona no me dijo nada, pero con la mirada me demostró su agradecimiento por mi acto. Luego ella tomó su manto y los cubrió a los dos. Así nos fuimos en silencio por las calles, como una cortejo fúnebre que atravesaba el purgatorio, franqueando una selva cubierta por la muerte. Llegamos a la calle de San Lorenzo hasta la esquina que hace con el canal, ahí nos esperaba una barca, con mucho cuidado nos subimos a bordo. No paramos hasta el Puente del Clérigo. Nadie nos detuvo para inspeccionar nuestra carga, los guardias del virrey brillaban por su ausencia mientras la enfermedad gobernaba en la ciudad. Además, ¿qué nos hubieran dicho de ver que trasportábamos a dos naturales? De estos pobres nadie se preocupa. Arribando al puente nos dirigimos en carreta directo a la casa

de la señora. En el salón principal se velaron los cuerpos, sin presencia de un clérigo, no hubo oraciones. De hecho por varios momentos la única persona presente fue mi patrona Juana. A la mañana siguiente los enterramos en el jardín, bajo un durazno que nunca daba fruto. —No los llevaremos al camposanto. —Le dije a Doña Juana. —Ved lo qve hicieron los cvras con mi nieto. —Me respondió airada—. Estarán mexor aqví. Lexos de esa Iglesia qve dice velad por ellos, pero qve no me sorprendería sabed qve están atrás de toda esta mverte. Uno de los criados que sirvió de enterrador lo noté pálido, con manchas rosas en su frente sudorosa. No le dije nada a la patrona para no atosigarla con una nueva preocupación. De cualquier forma no podíamos hacer nada por él, quien murió tres días después. Recuerdo que antes de que pereciera, cuando estaba en su lecho de muerte, un monje jesuita tocó a la puerta de la casa. Mi señora había estado muy apesadumbrada en aquellos tiempos, no podía dormir y le provocaba asco la comida. Cuando supo que un clérigo la buscaba en el umbral, se enfureció, corrió hacia él y sin mediar palabra lo corrió. Yo estaba ahí cuando ocurrió, el clérigo trataba de calmarla y decirle algo, pero ella no lo escuchó, era tanta su furia que incluso lo empujó. El sirviente que murió era la cabeza de familia de los demás mozos, incluso la choza que habitaba estaba dentro de la propiedad de los Algarbe, mi señora Juana les tenía tanta estima que les permitió hacer sus rituales funerarios dentro de sus tierras. Sin embargo los deudos no contaban con todas las cosas necesarias para llevarlas a cabo, y tenían la contrariedad de no poder salir a comprarlas por las disposiciones implantadas por el ayuntamiento de prohibir la entrada de los naturales en los locales de comercio mientras la peste seguía con fuerza. Fue por ello que mi patrona nos acompañó, al infante de servicio y a mi a comprarlas. Saliendo de una abarrotería nos topamos con dos frailes agustinos quienes le reclamaron de malas maneras a mi señora por su trato con el jesuita, indicándole que una falta de respeto hacia un miembro de una orden, era una falta de respeto hacia toda la congregación religiosa del Nuevo Mundo. Mi señora muy molesta los miró con desdén, «Pareceis olvidar vuesastedes, de todas las devdas qve tiene la Corona para con mi familia. Y qve no he de mentir, cvando digo qve gran parte del bven comercio deste Virreinato es prodvcto del trabaxo de mis parientes. Así qve svs excelentísimas me diréis qvién es el qve debe exigir respeto y qvién debe otorgarlo». Les dijo Doña Juana tranquilamente y con voz en alto para que todo el que pasara la escuchara. Los frailes

no cabían en su disgusto, se marcharon sin despedirse y poco les faltaba para echar maldiciones por sus bocas. —Vete con el ninno para la casa Marcela, qve yo he de comprar otras cosas sola. —Me dijo mi patrona, que seguía mirando con esos ojos de fuego a los agustinos que se distanciaban cada vez más de nosotros. —¿Cómo va a segvir sola por estas calles de Dios sennora? Déxadme acompannarla. Qve el infante sabe bien el camino de regreso. —Haz lo que te digo y no rezongveis más. Qve lo qvé he de hacer lo debo hacer sola. En el rito funerario del criado toda su familia estaba presente, pero no todos participaban, las mujeres por ejemplo, no hablaban, se mantenían al pendiente de que el fuego no se apagara en los dos braseros que tenían en la habitación: uno que tenían en el fondo hecho con tres piedras al que le llamaban tlecuil sobre el cual quemaban una infinidad de hierbas de olor que impregnaban todo el cuarto y sus cercanías. En el centro del aposento la segunda escalfeta, inmensa, hecha de barro, a la que llamaban tlecáxitl, con la imagen de uno de sus dioses en su exterior y que con las flamas de su vientre daba la impresión de estar vivo. El hijo mayor del difunto colocaba al cadáver en cuclillas para luego amortajarlo fuertemente con una manta, además lo llenaba de papeles entre cada una de las capas que lo cubría. Un anciano al que nunca había visto estaba junto al tlecuil y era el único Todo lo decía en el idioma de los naturales y no logré entender ni una palabra. El resto de los hombres, incluso los niños estaban de pie formando un círculo, moviendo las piernas y asintiendo con la cabeza a lo que el viejo decía. Al final los varones cargaron aquel envoltorio fúnebre lo llevaron hacia el campo a uno de los rincones de la propiedad donde previamente habían cavado una fosa. En ella lo depositaron y el viejo sin silenciar su letanía le prendió fuego, después de un rato, cuando todavía estaba en llamas lo cubrieron con tierra. Antes de que estuviera completamente enterrado abandoné el lugar para dirigirme a mis aposentos, ahí me di cuenta que Doña Juana había seguido el rito desde la distancia. que hablaba. En los siguientes días mi señora se sintió indispuesta, e hizo un gesto de buena voluntad con los parientes del difunto —todos los criados de su casa—, dándoles licencia de ausentarse para que regresaran a su andurrial original, quedando solamente el niño de asistencia y yo a su cuidado.

En la primera noche en que todos se habían retirado escuché ruidos en las caballerizas. Salí de mis aposentos apenas cubierta por una mantilla, tomé el atizador de la chimenea de mi habitación y una de las teas del umbral de la casa. Me percaté que había luz en el piso superior de las cuadras y me aproximé temerosa… Encontré a Doña Juana extrañamente ataviada; con un tocado negro, un par de largos pendientes de cristal, un fino collar de oro y un largo tabardo oscuro como la noche que cubría sus carnes. Las paredes del lugar tenían una tonalidad rojiza gracias a la extraña flama de las antorchas que lo iluminaban. Había desenterrado —no se cómo—, al mozo que todavía estaba dentro de la chamuscada mortaja, en el centro de una estrella de cinco puntas que estaba dibujada con sal en el suelo. La patrona lanzaba conjuros al aire, como llamando al rey del averno. —¡¿Pero mi sennora qvé haceis?! —Le grité espantada. —¡He de tomar venganza Marcela! —Vociferó con una voz tan siniestra que no parecía la suya—. ¡He de vengarme de esos cvras qve siempre fieron mal el matrimonio de mi fijo con vna bvena mvxer déstas tierras! ¡Castigo a esos hombres de hábito qve fiendo la penvria qve pasaba por la mverte de mi fijo, me arrebataron a mi nieto! Doña Juana que estaba de rodillas, se levantó y aproximándose a una mesa que tenía al fondo, tomó una daga. Y abrió el paquete que tenía junto, el mismo que había comprado cuando me pidió que la dejara sola. De él sacó tres cajas; en la primera de ellas, (la más grande), había un recipiente dorado que refulgía con la lumbre de las teas, lo alzó y murmuró unas palabras, luego fue por una de las cajas pequeñas que contenía un polvo amarillento que colocó dentro del pocillo aurífero, tomó la daga y pinchase un dedo derramó una gota de sangre sobre ellos. Los amasó, se aproximó hacia el muerto y sobre la estrella de sal de cinco puntas esparció la mezcla con mucho cuidado. Regresó por el último paquete que contenía una botella con agua de plata, nuevamente sobre la estrella que circundaba al muerto, fue poniendo el líquido. Tomó la antorcha más próxima a ella y gritándole a un tal señor de Zedet, exhortándolo a que mandara a uno de sus cofrades, aventó la tea. Hubo una pequeña explosión que me sopló los cabellos, hubo una humareda que apestaba a huevo podrido, del fondo de ella se escuchó un arrebato, el quejido de la voz de un hombre. Luego, lo peor… surgió envuelto en llamas el cadáver del mozo… caminando.

Abrí los ojos tanto como pude, un grito se ahogó en mi garganta, mis piernas flaquearon y sentí que mi cabeza se hacía pesada, haciéndose hacia atrás. Los caballos que estaban en el piso inferior, en la caballería, relinchaban fuertemente. Los imaginé lanzando coces por doquier, asustados, llenos de pavor por esa influencia maligna que se esparcía por todo el lugar. Creí desfallecer pero me contuve, tiré la antorcha y el atizador que traía y corrí despavorida a mi habitación. Cuando bajaba por las escaleras de la cuadra alcancé a escuchar que mi señora me hablaba pero no le hice caso, yo seguía corriendo y no paré hasta llegar a mis aposentos, donde cerré inmediatamente la puerta y me escondí en uno de los rincones. Perdí la noción del tiempo agazapada en aquella esquina iluminada por una estela de la Luna que parecía observarme. Cuando, escuché que tocaban a la puerta. «Marcela abrid ésta pverta». Me dijo mi señora en un tono suave, calmado, como el que siempre acostumbraba. Yo me negué rotundamente «Vos ha llamado al maligno sennora, y yo no qviero nada con él». Le respondí con una trémula voz, pero con firmeza. —Mira Marcela que no me gvsta pedir favores y menos cvando estoy en mi casa. —Vestra merced ha hecho vn maleficio. Conxvrado al maligno y yo no le abro. —Yo no he hecho eso. —Hizo una pausa—. Lo qve habeis fisto… lo qve habeis fisto tomadlo como vn ejercicio de alqvimia y nada más. Dejadme entrar para explicaros… ¡Marcela abrid esta pverta! — Ordenó ya exaltada—. Si lo qve temeis es qve algvien venga conmigo, os pvedo jvrar por la memoria de mi hixo qve vengo sola. Tal juramento me bastó para abrirle. Como bien dijo venía sola, se le veía sudorosa pero no cansada. Me relató que ella no había hecho una misa negra, que me lo tomara con calma, me insistió que había sido un ejercicio de alquimia junto con una invocación, me aseguró que quien estaba en el cuerpo del sirviente muerto no era el Diablo, ni un ángel caído siquiera, pero sí un habitante de los infiernos y que estaba controlado, por lo nada que temer pues aquel infernal estaba obligado a obedecerle a ella. "Y os repito Marcela, mi venganza no es contra los laicos. Son los clérigos los qve deben temer". que no tenía En la siguiente mañana como en el resto del día no me atreví a salir de la habitación, la Señora Juana desde la charla no había solicitado mi presencia, incluso, ella cocinó y envío al mozalbete con mi comida. Yo no comí, y no por que estuviera recelosa de las viandas

servidas, sino sencillamente por que no podía hacerlo. Cuando el Sol se puso, escuché nuevamente ruidos en las caballerizas. Comencé a rezar. El ruido continuaba, era un sonido metálico, como el que se escucha en la herrería cuando se está forjando hierro. Mi curiosidad pudo más que mi miedo, me deslicé hacia los dormitorios de las visitas y desde uno de sus balconcillos observé al mancillado y deforme cuerpo del difunto mozo caminar pesadamente por los campos. El fuego le había quitado parte del cabello dejando un colgajo de piel en su nuca, la tez de la cara había dejado de ser morena para transformarse en un rojo cenizo, no sé si esto lo había hecho el ritual de entierro o el demonio que vivía ahora dentro de él. Ataviado con una camisa blanca, calzas negras y cubierto con un mandil de cuero de color rojo oscuro. Arrastraba ligeramente los pies, sin embargo brincó con una agilidad inaudita la barda de la propiedad y se enfiló hacia la ciudad. Traté de esperarlo de vuelta, pero pasaron las horas, la noche se adentró y el sueño me venció. El hambre me despabiló, las primeras horas ya habían pasado, la señora estaba en el estudio haciendo unas cuentas, el niño se encontraba en la cocina y no había pista del engendro. Al mediodía la patrona nos ordenó ir por unos víveres. En el camino hacia la capital no encontré nada extraño, fue en la esquina de Plateros con Empedradillo donde una caterva de criadas hablaban exaltadas. Eso era muy raro, las mandaderas platicaban usualmente en la calle pero nunca en tal cantidad. Mandé al infante por los abastos indicándole que me esperara en la expendeduría. Comentaban que la noche anterior un asalto había acontecido en el convento de los agustinos, relataban que un alma en pena se infiltró y atacó brutalmente a uno de los curas, que había ido a su encuentro intentando auxiliarlo. "Se dice qve lo golpeó tan fverte qve le destrozó las costillas y qve con el rostro no minó sv saña, recordáis que el cvra…" Decía una de las mujeres, y que por la descripción que daba del religioso, supe que había sido uno de los que increpó a Doña Juana en la calle. "Hízole jirones sv ropaxe, tomó svs brazos y sácandolos de los hombros, terminó por incrvstarlo en la crvz que hay en la esqvina del atrio del cenobio". Me retiré de la muchedumbre y fui por el niño que ya me esperaba, de vuelta a casa no mediamos ninguna palabra, yo venía pensativa, sabía que el autor de tan siniestro asesinato había sido el engendro, a pesar de que nadie había visto claramente el alma en pena, yo sabía que no podía ser otro. Ya en presencia de Doña Juana no dije nada por temor y por no encontrarle sentido, sin embargo, el infante que supo del relato por otras gentes en la expendeduría lo dijo con viveza, cual si fuera una noticia alegre. "Habrá qve tened cvidado, qve

con la peste además de lo qve me contáis, no cabe la menor dvda qve el Diablo anda en estas tierras". Dijo la patrona, tan tranquila, como si con ella no fuera la cosa. A la tercera noche de lo ocurrido se repitieron los ruidos en las caballerizas y nuevamente el engendro caminaba por las tierras de los Algarbe, para ir hacia la ciudad y realizar su encargo. Yo sin saber que hacer volví a mi habitación y me la pasé rezando, implorándole al Todopoderoso por la salvaguarda de los clérigos. A la mañana siguiente creí que Doña Juana me haría un nuevo mandado, un pretexto para enviarme a la capital y constatar que su ordenanza había sido realizada con éxito, como lo había hecho la primera vez… pero no fue así. Pasaron los días y a través de murmullos de la gente, pude enterarme de lo sucedido: De nueva cuenta un agustino, pude confirmar la identidad y sin lugar a dudas era el otro cófrade que había molestado a Doña Juana. Al parecer fue interceptado cerca de las calles de La Merced, cuando venía de realizar algunas diligencias en una de las casas de asistencia. Llevado a empellones por las calzadas sin que nadie pudiera ayudarlo, todo indica que sus manos y rodillas quedaron a piel viva por la brutalidad con la que caía en el empedrado, tal vez el dolor, tal vez las patadas en su espalda le impidieron levantarse pues por un gran tramo fue arrastrado como un animal muerto. Llegado a la calle del Arco, fue flagelado y estrangulado con el mismo cinturón negro de su vestimenta, sus ojos fueron arrancados y sus restos arrojados en una de las pilas de las víctimas de la peste. Nuevamente se le atribuía el acto atroz a una de las almas en pena. Pero yo sabía que había sido el engendro, estaba tan segura como que donde habían encontrado el cadáver, era el mismo lugar donde habíamos hallado los restos de la nuera y el nieto de la señora. El Virrey en respuesta proclamó un edicto: que ningún español ya sea peninsular o criollo, laico o religioso, ande por las calles de la ciudad después del anochecer. Los criados regresaron a sus labores y con ellos debió llegar la tranquilidad, más lo que vino fue un viento pesado y seco que recorría la casa, un manifiesto de la presencia del engendro, un recordatorio que escozaba la piel, de que la venganza de Doña Juana no había terminado. La habitación de las cuadras volvió a ser habitada así como la choza del mozo. Las acciones cotidianas se establecieron nuevamente en tierra de los Algarbe, yo traté de hacer lo propio con mis labores, ¿pero qué hacía con la zozobra que reinaba mis nervios? ¿Cómo continuar con la vida sabiendo que alguien iba a morir?

No pude resistir estar de brazos cruzados, así que tomé cualquier pretexto para ir a la capital, sola, en busca de la próxima víctima, que deduje sería el monje jesuita, el mismo que había asistido a la casa en el día del sepelio. En todas las ocasiones que asistí al hospital de la orden no pude encontrarlo, por más que me esforzaba en describirlo a las señoras de asistencia, como a los religiosos, nadie me podía conducir a él. Incluso pasé horas en el pórtico del lugar, haciendo guardia, pero parecía que al clérigo se lo había tragado la tierra. De regreso de una de mis incursiones, encontré a los criados alistando pertenencias pues la patrona había dispuesto que pasaría una temporada en su casa de Coyoacán. Al contrario de las ocasiones anteriores donde sólo ordenaba a dos o tres criados para preparar todo, esta vez les había indicado a todos que se trasladaran bajo socaliña de acelerar las adecuaciones. Cuando vi que la cocinera —que no tenía razón— se unía a la comitiva, supe las verdaderas intenciones de la señora. Era media tarde y faltaba poco para el ocaso, la prohibición del virrey no atañía a ninguno de los criados pues eran naturales y era sólo yo quien corría el riesgo de aprehendida, pero a pesar de ello me colé en una de las carretas y sin que Doña Juana supiera, regresé a la ciudad. Esa vez decidí no ir al hospital, y a pesar que no está bien visto que una mujer soltera y sola asista a un monasterio era cuestión de vida o muerte. El sol se ponía en la antigua ciudad de los aztecas y la guardia del virrey comenzaba a dar sus rondas, yo caminaba agazapada por los rincones de la calles, ocultándome tras las pilas de muertos para no ser vista. En una distracción de los soldados pude escabullirme al edificio de los jesuitas, uno de los religiosos viéndome entrar fue a mi alcance. ¡La Divina Providencia me había asistido! Era él. Trató de sacarme del claustro sin querer escucharme, yo le suplicaba que no lo hiciera, que era por su bien, más él era estricto obediente de las leyes y de forma amable pero firme me exigía que me retirara. Al escuchar a la guardia del otro lado del muro le indiqué que de marcharme en ese momento sería aprehendida. Su caridad cristiana pudo más que su deber de obediencia. Aproveché el momento para narrarle todo lo que había visto. —Hixa creo qve ésta enfermedad qve aqvexa a la civdad, nos ha afectado a todos. Lo qve me habéis dicho no pvede ser posible. —Tan posible como qve estoy aqví, arriesgando mi honor y mi libertad padre.

El monje me observó de pies a cabeza, juzgando mi salud mental, mientras esperaba que la guardia se alejara. —¿ Me habéis dicho que sois la mvxer de ayvda de Doña Jvana de Algarbe? —Asentí—. ¡Vaya! Pves la verdad es que ahora recverdo. Yo hace vnos días fvi a la casa de vestra patrona a avisarla qve sv nieto estaba sano y salvo en el convento de las clarisas. —¿De qvé me habláis padre? Si yo fi al ninno mverto. Negó con la cabeza y reiteró con la mano. "Fisteis a otro ninno, tristemente pasa que los recién nacidos qve están moribvndos son echados xvntos con los mvertos. La verdad es qve no hay nada qve haced por ellos. Y al no ser cristianos, no se les da sepvltvra. La criatvra que fisteis debió aferrarse al cverpo de la mvjer al encontrar leche en svs pechos y morir ahí". Quedé atónita, con los ojos bien abiertos y una comezón en las manos, cuando escuché a los guardias marcar el alto a una persona en la calle. Luego, el romper de lanzas y unos gritos seguidos de una carrera. Era el engendro. —Es él. —Indiqué con voz profunda—. Los gvardias no han podido detenedle. Se os dixe, es vn ser de vltra tvmba vnido a vno del infierno por vn maleficio. Venid padre, esconderos. El religioso receloso se acercó al muro y a través de un resquicio, de una tronera, pudo verlo, se puso pálido como la cera y volteó a verme como un niño asustado. "Debo avisad a mis cófrades". Lo detuve. "Ellos estarán bien. Es sólo a vestra merced al qve bvsca". Fue trabajoso convencerlo, pero tras conseguirlo, salimos por la puerta del trasiego y pudimos evitar al engendro. Me dijo que sólo un persona sabría como detener a tan horrible bestia. Nos dirigimos hacia una botica localizada en la calle de Tacuba, afincada en el sótano de una casa sólida de piedra negra. En el camino llenos de pavor volteábamos continuamente hacia todos lados, como una presa que sabe que en cualquier momento el perdiguero lo sorprenderá. El cura hizo sonar el pesado aldabón, la gruesa puerta de roble rojo se abatió lentamente. Un pequeño hombrecillo de cabellos grises nos recibió, arrastraba los pies cuando caminaba y lo hacía lentamente. Nuevamente relaté todos los hechos, esta vez no hubo incredulidad. Todo lo contrario. "Vestra ama no ha mentido al decir qve fve alqvimia". Aseguró mientras nos invitaba a entrar a un cuarto que estaba prácticamente escondido. "Pero en la alqvimia como en la vida todo tiene su contraparte". Extraños polvos y materiales tomó de distintas

repisas dejándolos sobre una mesa, cogió artefactos de cristal y porcelana y con ellos fabricó una mezcla azul, era como lodo hecho con lágrimas. "Debéis ir a la iglesia de San Hipólito, a ésa y sólo a ésa, qve ahí está el vnico qve os pvede salvar" El franciscano sonrió y asintió como si supiera a quien se refería. El hombrecillo se le aproximó y le entregó el pocillo que contenía la mezcla. "Untádselo". De nueva cuenta a la calle, de nueva cuenta a los nervios, la oscuridad había caído y el olor a muerto se había levantado inundándolo todo. Infiltrarnos en el templo no fue mucho problema. La puerta estaba abierta. Caminamos conspicuamente, como un par de aventureros en tierra desconocida. Al final de la galería estaba nuestro héroe. En el ábside se erguía una imponente escultura de San Miguel arcángel. El monje le untó la mezcla y después de un instante. Cobró vida. No hablaba, sólo nos seguía. "Ahora con las clarisas". Apuntó el franciscano. Insistió que no había posibilidad de tener una vida con una escultura como acompañante, que la única forma de colmar la encomienda del engendro y que se mantuviera con vida, era calmando la ira de doña Juana y la clave para ello, era el nieto. Las monjas nos atendieron enfadadas por la inoportuna hora de la visita, lo peor vino cuando les requerimos el niño. El enojo de las hermanas se transformó en furia. La madre superiora, más calmada pero igual de indignada se negó a hacerlo. Ahora fue el fraile el que se mostró molesto, y esta vez no pidió al infante, lo ordenó. Un debate sobre jerarquías se fraguó, nadie cedía su posición hasta que el franciscano le mostró el sello de la orden y le recordó su juramento. Salimos del convento, yo con el niño en los brazos; estaba envuelto con la cobija que traía la heráldica de los Algarbe bordada, y la cara, el vivo retrato del difunto esposo de la señora Juana. No había duda, este sí era el nieto. La escultura nos había esperado en las afueras del edificio, tal como se lo habíamos dispuesto, a pesar de su compañía el desasosiego seguía en mi ser. En los canales de santa Isabel, mis peores temores se hicieron realidad. El engendro nos encontró. Nuestra guardia, la escultura, le hizo frente. La lucha era titánica, yo me había quedado pasmada contemplándolos, sino fuera por el monje que me urgió a subir a una barca donde escapamos. Llegando a la casa de los Algarbe corrí hacia doña Juana quien me esperaba en la sala, sentada en un sillón de terciopelo a un costado de la chimenea. El franciscano había llegado conmigo y al verlo la señora lo maldijo. Su mirada era la de una poseída, como en la noche de la alquimia. Me aproximé a ella y tuve que ponerle frente a la cara al niño para que

reaccionara. Al ver la manta, el fuego de la mirada se desvaneció. Tomó a su nieto y al verle el rostro comenzó a llorar. "Debéis destrvir la maldición" dijo el monje. La señora secó las lágrimas de sus mejillas y sin dejar de ver al niño suspiró. "Sólo hay vna forma". Fue al despacho y escribió presurosa una carta. Entregándomela me dijo: "Llevadlo con mis familiares y haced de él vn bven hombre". Estaba por contestarle que no tenía porqué renunciar a él cuando el engendro llegó a la casa, su andrajosa figura se había acentuado por la pelea con escultura del arcángel, que lo seguía de cerca. Doña Juana nos exhortó a salir de la propiedad por la zona de los campos, era ahora yo la que se resistía a obedecer, pero el cura, tomándome de un hombro me dio a entender con la mirada que era lo mejor. Escapamos sin novedad alguna, ya en el camino, no hacia la ciudad sino al pueblo más cercano, vi como la propiedad en la que había vivido desde mi llegada a estas tierras, estaba en llamas." He ahí el relato que me contó Marcela Coronado en Veracruz, cuando se disponía a partir hacia la península para cumplir con el último mandato de su señora. Excelentísimas mercedes, como habéis escuchado, al fraile que visteis entrar al Templo de San Hipólito con una escultura cuyo torso estaba ennegrecido por el fuego y su lanza rota, no había hecho ninguna brujería, todo lo contrario, utilizó todo lo que tenía a su invocar a Dios y detener el crimen de lesa majestad que se realizaba en esta ciudad, justo frente a vuestras mercedes. Ahora que tenéis el destino de su alma en sus manos, os lo ruego, no la manchéis, glorifíquenla.