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Darla.

Año: Desconocido, de la era Akashi.

Lugar: Al interior del recuerdo que la encadenaba a sus sueños, la pequeña Darla sólo observaba, inmersa en el deseo, mientras, la mujer extendía los brazos para que el bebé pudiera apreciarse mejor: la manta que le cubría el cuerpo, estaba hecha con la materia oscura del espacio, y en su interior, estrellas y planetas colisionaban en un ciclo eterno de creación y destrucción. La criatura agitaba los brazos cual alas de mariposa, a la vez que carcajeaba un llanto, pues en su cabeza, llevaba el peso del mundo, y de sus ojos brotaba el abismo: un binomio perfecto entre negrura infinita y paz absoluta.

Darla se maravilló ante tal espectáculo y quiso coger al bebé para si misma, pero se perdió en aquella mirada y todo comenzó de nuevo...

La mirada de Darla estaba fija en el camino de piedras, baches, e interminables lomas, que se mostraba difuso debido a la velocidad a la cual corría. Se dirigía al sur, hacía aquella promesa de paz de la que su madre hablaba tanto, hacia aqellos sueños, que para cumplirse, cortaron ataduras: familia, amigos, colegas, difuntos; todo en pro de un mundo mejor. Aquella promesa de un mundo lleno de paz, aguardaba al sur del abismo que atravesaba Narmeliah.

Darla jadeaba y el sudor le atravesaba la cara. Un golem de 4 metros de altura, dominado por el elemento tierra, la perseguía sediento de carne. La niña visualizó un bosque delante y no dudó en seguir aquel camino, mientras grandes rocas le pasaban cerca, apretó el pasó y se adentró hasta que sintió que el golem ya no le perseguía.

Los árboles de aquel bosque eran tan enormes y se recostaban tanto, que el bosque estaba repleto de sombras. Darla lo recorrió a la deriva durante horas, pisoteando hojas caidas y esquivando las protuberantes raíces de aquellos árboles que parecían estar conectados entre sí, hasta que encontró un cueva donde fue absorbida por la oscuridad.

Dentro de la cueva, se sentía un frío mortífero que hacía tiritar a Darla, sus pies estaban arrugados, pues se encontraban inmersos en un líquido negro y espeso. Se podían escuchar cientos de gotas caer sobre aquel charco. Cuando su vista se acostumbró, pudo vislumbrar una tenue luz parpadeante de color amarilla que se colaba por la puerta entreabierta que estaba frente a ella, como invitando a que la abriera.

La pequeña supo entonces que se encontraba atada a una de sus pesadillas, aquellas que al despertar, se sentían como un recuerdo. Hacía un tiempo ya desde que había aprendido a enfrentarlas: la solución era mantener la quietud y esperar a ser despertada. Nunca abría puertas. Nunca trataba de escapar de la oscuridad,  ya que sus pesadillas, solían enfermar su mente. Y aquella pesadilla era tan similar a las anteriores, que Darla creyó poder enfrentarla sin problemas.

Permaneció inmóvil,  aunque muy asustada. El corazón le latía a mil por hora. Las gotas se multiplicaban al ser escuchadas, volviéndose insoportables. La puerta chirriaba dejando escapar la luz amarilla que Darla podía ver aún cerrando los ojos. Anhelaba que el fin llegase, pero no podía cambiar nada, solo podía esperar; y así lo mantuvo hasta que notó que había algo diferente: era el llanto de un bebé al que una tierna canción de cuna intentaba calmar.

La madre de Darla no era muy afectuosa, y no recordaba que alguna vez le hubiera cantado, pero algo en aquella canción se le hacía familiar, o quizás fuese la melodiosa voz de quien la entonaba. Lo cierto es que la curiosidad se apoderó de su cuerpo. Intentó detenerse, pero su mano empujó la puerta: esta era de un metal muy pesado y crujía al abrirse, dejando ver la silueta ensombrecida de la mujer que cantaba.

La mujer permanecía sentada sobre la camilla de un hospital viejo, el olor de la muerte era asqueroso, como basura de muchos días, y provocaba arcadas en Darla. Las bombillas  estaban tan dañadas, que apenas y encendían en una escasa luz acompañada de chispazos, que permitieron apreciar mejor el lugar en el cual permanecía inmóvil: el charco en el piso era de un color carmesí. La habitación estaba constituida por un interminable pasillo lleno de camillas que aguardaban vacías, y al fondo, la luz amarilla de una vela, le alumbraba la mitad del rostro a aquella misteriosa mujer.

La distancia entre Darla y ella era grande, pero la niña fue capaz de ver el pequeño bulto que esta acunaba entre sus brazos.

Los latidos acelerados y la respiración entrecortada de Darla, se confundieron entre el llanto del crío, los canticos de la mujer, y la puerta que continuó abriéndose durante un instante que se le antojó infinito, y el cual terminó con un estruendo de aquella puerta chocando contra una pared y dando paso al silencio.

La mujer en la camilla giró la cabeza lanzando a Darla una mirada que emanaba odio. La niña sólo fue capaz de escuchar como su propia respiración rompía el silencio. Su corazón hacia las veces de un tambor de ritual. Un pensamiento le acometió: , se repitió, pero su cuerpo hacía todo lo contrario e iba al encuentro con la mujer y su bebé.

Durante aquel andar impuesto, en el que sus pisadas se hacían cada vez más lentas y pegajosas, vio que a ambos lados de las camillas, yacían una gran cantidad de cuerpos inertes. Un escalofrío le recorrió la espalda al percatarse que la sustancia pegajosa en el suelo, era sangre, sangre que escapaba de aquellos cuerpos. Cuerpos que a su vez, estaban cubiertos por raíces de color morado, viscosas, y se movían desde el interior de estos cuerpos hacia el exterior, cual enjambre de gusanos. Darla apartó la vista y la fijo en la llama que se movía inquieta al fondo y a la que seguía yendo.

Cuando estuvo a nos cuantos pasos, la mujer comenzó a cantar de nuevo. Darla fue capaz de ver su rostro entonces: de sus ojos, brotaban las mismas raíces viscosas que antes había visto en los cuerpos del suelo, pero estas eran de color púrpura y se movían cual lombrices bañadas en aceite, como hambrientas por la carne humana, y así como comenzó,  la mujer detuvo su canto.

— Ya no te preocupes, mi pequeña —le susurró al bebé, y la voz que antes hacía alusión a los ángeles, se tornó endemoniada, mientras que apretó su cara infestada contra el cuerpo del pequeño —, mamá siempre te cuidará.

Aquellas palabras se sintieron como una amenaza palpable. Darla se asustó.  Supo que debía despertar de un modo u otro, pero un pensamiento le abordó y tuvo que comprobarlo.

A pesar de ser presa del horror que se manifestaba en el temblor de su cuerpo. Siguió caminando hacia la camilla, aunque esta vez lo hacía por su propia voluntad. Quería verificar si el bebé también había sido enfermado por aquellas extrañas raíces.

Una vez estuvo al pie de la camilla, movió su cabeza para poder observar mejor al nene, pero la madre, cual fiera, lo escondía entre sus mantas.

Darla estaba tan frustrada por no tener el control de aquel sueño, que su miedo rápidamente se transformó en una furia que la obligó a gritar:

—¡Entregamelo! ¡Y juro que le daré la paz que tanto anhela!

Aquella mirada ausente escrutó el alma de Darla un instante,  en silencio, y luego extendió los brazos para que el bebé pudiera apreciarse mejor, o quizá aquello fue parte de una ofrenda...