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Naturaleza occisa

El lugar olía a incienso, a tristeza, a polvo, y el ataúd estaba cerrado; estaba de pie frente a los restos mortales, aunque no era capaz de verlos, no me lo habían permitido. Apenas habían transcurrido veinticuatro horas de la tragedia y tenía la sensación de que todo aquello no era más que un sueño, que había quedado atrapada en un bucle del que no podría salir. Estaba atrapada en mi propio terror diurno. El mundo entero se había paralizado y había perdido el color; solo veía tonos grises, blancos y negros. Trataba de entrar en calor, pero la sangre parecía haberse congelado en mis venas, al igual que el tiempo. Conservaba la esperanza de que en cualquier momento él entraría por la puerta, con su paso lento y decidido, y apretaría mi mano. Esperaba que el calor de su piel derritiera el hielo que había petrificado mi corazón.

Sentía que me desvanecería en cualquier instante si no apartaba la mirada de la caja que guardaba al difunto. Sentía el rostro demacrado, el cuerpo pesado y frío, mucho frío. Creo que, lo peor, fue el instante en el que el hielo se derritió y dio paso al vacío, dejó una cicatriz en mi alma. Sentía los ojos hundidos y la piel tan fina como el cristal, tenía la sensación de que si alguien me tocaba me rompería en pedazos. Quería destapar el ataúd, ver su rostro, pero me veía incapaz de hacerlo; no creía poder volver a soportar verlo de nuevo, frío, inexpresivo, carente de vida. Horas atrás, había limpiado el veneno negro que había acabado matándolo; se trataba de una hemorragia interna. Mis manos temblorosas habían limpiado su piel, había notado como el calor, la vida, desaparecía de él. Recordaba la última vez que lo había visto, tendido sobre la cama.

Recordaba haberle dicho a mi tía «Tiene mala cara», ella se había reído de mis inocentes palabras, pero no me había visto capaz de decir lo que realmente pensaba. Aquella palabra se había atorado en mi pecho y no creía ser capaz de pronunciarla. Tenía miedo de que, si la decía, ocurriese de verdad. Pero el hecho de no llamar por su nombre a lo que había pasado no hizo que mi deseo se cumpliese. Cerré los ojos, recordando su cara una vez más, pero la imagen que tenía de él no se parecía ni remotamente a él. Sabía que si me atrevía a destapar el ataúd no encontraría una mirada cariñosa, ni una sonrisa cómplice, tampoco podría sentir lo mucho que le quería. Nada de eso volvería a pasar. Mi alma ahora estaba sola, sangrante y rota, con la certeza de que nunca más encontraría la suya; nunca más podría dejarse sanar por él.

Mi abuelo estaba muerto y yo le seguía amando. Dolía amar a quien jamás volvería. Supongo que, de cierta forma, era y sigue siendo un amor puro que trasciende las fronteras entre la vida y la muerte. Me sentía frágil y etérea, como si el más leve soplo de viento pudiera hacerme desaparecer; como un diente de león. Él acabaría reducido a polvo y sombra. Era como el infierno en la tierra y dolía. Y dolía, y dolía. Dolía, quemaba tanto, que pensaba que yo también me desvanecería como una estrella fugaz.

No podía perdonarle, nunca lo haría y me odiaba por ello. Sabía que no era justo, pero no podía evitarlo. ¿Por qué me había dejado cuando más lo necesitaba? ¿Por qué se había marchado de aquella forma? Teníamos tantos planes, tantas promesas… Y todas ellas se habían roto. Es curioso como, en un instante, el mundo puede acabarse. Mi mundo se había roto y no creía poder juntar los pedazos.

Las lágrimas quemaban la piel de mis mejillas. Mi cuerpo entero temblaba de miedo, impotencia y tristeza mientras sostenía su gorra entre mis manos; la sujetaba con tanta fuerza que mis nudillos estaban blancos. Mis demonios despertaban y su amanecer marcaba el inicio de una oscura y eterna noche en mi alma. Nunca podría perdonarlo por esto, por dejarme. Nunca podría perdonarme a mí misma por no haber impedido que se fuese.

Mi visión estaba borrosa mientras un río de lágrimas se deslizaba por mis mejillas, abrasando mi piel una vez más. Me abracé al ataúd con fuerza, deseando que se abriese. No quería dejarle marchar. No podía hacerlo. Sabía que la oscuridad que había sembrado en mi pecho nunca se iría, tampoco las ganas de llorar. El dolor y las lágrimas eran ácido. Esperaba consumirme, deshacerme y desaparecer; quería dejar de sentir. No había ningún bálsamo que amortiguase mi tristeza; quería marchitarme y al instante necesitaba destruir y romper todo lo que había a mi alcance. El dolor por su muerte me estaba haciendo perder la cordura, la pena me consumía.

Cuando me dijeron que ya era la hora, un desgarrador sollozo emergió desde lo más profundo de mi ser. Ya no había vuelta atrás, el fuego lo consumiría hasta reducirlo a cenizas. Mi cuerpo estaba petrificado, había olvidado cómo moverme, como hablar. Mi cuerpo temblaba. Mi pecho se agitaba a cada convulsión por el llanto. Lloraba y no era capaz de detener el mar de lágrimas, creía que nunca dejaría de llorar.

Aquello debería haber sido una despedida, pero me negaba a abandonarlo. Lo mantendría a mi lado, aunque solo fuese un destello o una ilusión, pero necesitaba algo a lo que aferrarme para no deshacerme, derretirme...

Gracias a Silver, por ayudarme a escribir esto.

Si no te hubiera leído a ti creo que nunca habría hecho algo así.

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